Nueve hierbas y la flor de la canela.

Nueve hierbas y la flor de la canela.

Mayela Bolívar

20/04/2021

« Las fatales hermanas, cogidas de la mano y recorriendo tierras y mares, gritan en redondo 3 veces sobre ti, 3 veces sobre mi y 3 veces más, para hacer 9. ¡Silencio! »

(Acto primero, escena III). (Shakespeare)


He sabido de buena fuente que Ofelia ha tenido tres maridos. Recibía noticias de la vereda a diario de boca de mi madre. Que se murió Don Abel de cáncer y en su funeral aparecieron hijos no identificados. Que Silvia ha enloquecido y le tira piedras a los vecinos a quienes acusa de la muerte de su vaca. Que el viejo Pascual ya no fuma tabaco y está muriendo de abstinencia. Ahora mi madre no está, ahora ella es la noticia. Quisiera que este relato fuera sobre ella y su atribulada vida, pero no, no estoy preparada para ello, aún. Me desgarraría. Me reventaría. La historia que nos compete ahora, es sobre Ofelia, coetánea de mi madre.

Por la pandemia me recluí en la vereda. En la vereda hay cafetales, platanales, cañaduzales, trochas.

─ Es que usted sigue soltera señorita porque no se ayuda. Las yerbas, señorita. Una ramita de yerbabuena en el brasier, una astilla de canela en los calzones. Míreme a mí.

─ ¿Usted cree en eso, Ofelia? ─, pregunto mientras observo una bandada de pericos que se han posado en un gran árbol de caucho.

─ Claro, no ve que sus primas se casaron y usted sigue soltera.

Ofelia es de esas personas que al hablar causan disgusto y ternura al mismo tiempo. Tiene ochenta años y el ímpetu de la pubertad. Fue la novena de nueve hermanos, su nombre Ana Ofelia (nueve letras), su apellido Hernández (nueve letras); su fecha de nacimiento, septiembre 9 de 1939. La vida de Ofelia parece programada por el número nueve.

Hablamos todos los días a las cinco. La espero. Aguardo, con curiosidad y paciencia, que me cuente acerca de su vida amorosa. Ella se hace esperar. Me da recetas de hierbas. Las que atraen el amor, las que lo alejan, las que atan, las que espantan, las que adormecen y matan hasta la pasión más desbordada.

Como la menor de las hermanas, «la cuba», estaba destinada a no casarse, a cuidar de sus padres en la vejez. Ofelia cumplió ese encargo paternal obligada. Le llegaron los treinta, los cuarenta, y casi los cincuenta. Primero murió su madre y pensó que pronto estarían haciendo novenario a su padre. No fue así. El viejo no enfermaba, no moría, sólo se hacía más dependiente, cruel y desagradable.

«¡Bestia inútil, tarada! Ese aguapanela es puro beso de boba»

Ofelia escuchaba frases como esas a diario. Ah, pero era el padre. Es pecado contradecirlo. «Honrar a padre y madre», se repetía para sí. A pesar de la devoción, los insultos y gritos la alcanzaban, la abofeteaban. Retumbaban en su cabeza como un enjambre de chicharras. Ese estridule se calmaba con un golpe autoinfligido. Muchos conciertos dieron las chicharras, antes de que el padre amaneciera muerto. Soledad y libertad.

A partir de ahí, se confabularon los deseos dormidos con el afán de amar; de sentir, siquiera, una sombra al lado suyo.  Emprendió un camino frenético en busca del amor.  Fue a misa, sólo iban los casados y los homosexuales.  Al mercado, viejos verdes con la mujer respirando en sus cuellos.  Fue a fiestas, no sabía bailar.  Los sitios de fiesta estaban llenos de jóvenes.  Se cansó de ir y venir.  Esperó.  Se bañó con sal.  Restregó su cuerpo con limón y azúcar.  Fumó cigarros, bebió aguardiente.  Amaneció desnuda, abanicada por la indiferencia y el olor a borrachera.  Se compró carteras, cortó su pelo, se puso sombreros.  Caminó en tacones, usó faldas cortas.  Alguien le dijo de la yerbabuena, del abrecaminos, de la destrancadera, de la albahaca.  Ató la sábila con la cinta roja, puso a San Antonio de cabeza, hizo novenas, prendió velas, aprendió a cocinar.  Espantó con su risa.  Todo eso, calmó una arrechera contenida por lustros.  Recorría todos los caminos de las veredas, con un racimo de plátanos, con un costal, con ropa de trabajo, con ropa dominguera.

El secreto, las hierbas.

─ Andaba para arriba y para abajo arriando cuatro burros y dos mulas. Al comienzo fue bueno, sumercé. Después yo mismita pasé a ser una de sus bestias. Puños, patadas y palazos. El Gregorio, todo un patán. Aguanté cinco años hasta que lo enterramos. ¡Alma bendita!

Ofelia tenía fogonazos de lucidez y hablaba de corrido mientras se palmoteaba con fuerza las nubes de jejenes que a esa hora son feroces. Hablaba sin hablar, es decir, no abría la boca. Sólo templaba un poco sus labios hacia los extremos. Me distraía en eso. ¿Cómo sus palabras podían ser tan claras? De pronto callaba y emitía un sonido gutural. Esa su risa. Una risita corta, acompañada de un movimiento incontrolable de sus ojos. Abiertos, cerrados. Cerrados, abiertos.

Algunas veces no se hablaba de nada. Llegaba, se sentaba, le ofrecía una guayaba. La comía llevando a su boca pellizquitos. No me recibía nada más. O guarapo, o guayabas.

─ Si le echo otra cosa a la panza, me enfermo ─ decía con gesto quejumbroso.

Yo la miraba, ella miraba los cafetales. Ofelia era flaquísima. Era un esqueleto forrado en un cuero que simulaba la brea cuarteada. En sus años mozos, los casaderos de la época la apodaron «la flor de la canela», en tono de burla, quizás. Distaba de parecer una flor. Pelo aindiado, ojos pequeños, flacuchenta. Su piel de color ocre, ese color que dan los cafetales y las largas jornadas a punta de sol y guarapo.

─ Después de muerto ese viejo horrible, me llegó un chapolero. Venía de Sonsón. Hablaba bonito. Para cada cosa era un cuento largo. Despertó un día en mi cama. Olía a cereza de café maduro. Ese zambo sí era risueño. No era malgeniado. Era borracho. Me rompió la alcancía. Sacó como cien mil en monedas de quinientos y se los bebió en una noche. Un sinvergüenza. Cuando le hice el reclamo, me dijo que era una vieja estúpida y miserable. Ese día me gritó y no paró nunca. Las chicharras volvieron a enloquecerme. ¡Ay, el Primitivo! Tan alegrón que era. De tanto jartar chicha y aguardiente, se le pudrió el hígado. ¡Alma bendita!

─ Me voy señorita, tengo que hacerles unos slacks a las Romero.

Ofelia no es modista, sólo reconoció una pequeña isla en su laguna mental. Cuando era señorita, casi toda la vida, compró con sus ahorros, que ganaba como chapolera, una Máquina de coser Singer. La apartó y la fue pagando durante un año. «Abóneme lo que pueda», le decía el dueño del único almacén del pueblo. El día que la reclamó, dice Ofelia, fue el más feliz de su vida. Encargaba en el pueblo figurines (revistas de moda que llegaban de Europa y de USA). Cada molde, cada tela de color, cada moño, cada encaje eran lo único que le mitigaba la murria. Vio como sus hermanas y primas se cosían los vestidos de novia. Ofelia guardaba encajes e hizo en velo grandísimo, como el de la reina Isabel. Lo guardaba celosamente en un baúl bajo la cama. Cada tanto, lo acariciaba, se lo ponía y soñaba. Soñaba que morían sus padres de manera prematura. Les temía a las horas que ahora corrían en su contra. A no ser una señorita en edad de merecer. Le aterraba marchitarse. Esperó muchos años frente a una puerta cerrada.

─ Ese Primitivo me saló. Tenía mala mano. Pasaron meses. Me bañaba con hierbas amargas, pa’ quitarme la sal y con dulces, pa’ encantar otra vez. Me lo topé en un camino. Ese sí fue el amor. Me hizo la charla, me cargó el costal con mercado. Le dije que era señorita, le dije eso, porque nunca me había casado. Nos enamoramos, me montaba como un animal. Tenía muchas ganas todo el tiempo. Me cogía en la cocina, en los cafetales, en la quebrada, en los caminos. Era robusto y fuerte, feo, muy feo. Acarició mi fealdad. Lo quería, lo alimentaba, lo cuidaba. Fuimos felices. En una pelea de gallos le dio una picada en la 9cabeza. Corrimos al hospital en un carrito mochilero. Cuando llegamos al puesto de salud se retorcía y blanqueaba los ojos. Por él me vestí de negro y lloré muchas noches. ¡Ah, el Antonio!, tan bueno que era. ¡Alma bendita!

Ofelia lloraba sin llorar, sus ojos solo brillaban. Su cara se convertía en una mueca de angustia, de desesperación. Sus arrugas se marcaban tanto que parecían quebrarse. Sus llantos eran como si se muriera por un ratito. Pasado el lamento, volvía la risita.

─ La mandrágora, señorita, esa sí le consigue lo que quiera. A las feas las hacer ver bonitas. Báñese con ruda, con agua de rosas amarillas. Los baños se hacen de los pies hasta el pescuezo.  Pásese una rama de altamisa por la cabeza, cuente siete círculos. Dele agüita de albahaca para mantenerlo enamorado. Si se acaba el amor, la cicuta, pero poquita. Yo les decía que era poquita, pero esos viejos no entendían.  Recuerde señorita que son nueve hierbas amargas, para limpiar y nueve hierbas dulces, para atraer.

No quiero ser inquisidora, pero en lo que  me cuenta Ofelia, no sé qué es real ni qué  un invento.  Le ha dado por correr a encontrarse con una hermana que murió hace diez años.  

─ Anoche vino a visitarme Tránsito.  No le pasan los años.  

La escucho en silencio y con dudas, como se escucha a los viejos.  Torpemente, somos incrédulos y mañana los más jóvenes lo serán con nosotros.

─ Ofelia, usted ya va por el cuarto marido─, le digo cuando trato de romper su calma.  

Me gusta escucharla, me espanta un poco la soledad y creo que a ella le espanto el miedo.

─ Si encuentro otro, señorita, ya será la voluntad de Dios.  No porque lo esté buscando. 

─ Ya casi es octubre, señorita, vienen chapoleros de todas partes.  Si no pesca ahí, usted que es joven.

Sonrío, no me imagino persiguiendo andariegos.  

─ No, Ofelia, ya me enamoré de un aventurero. ¿Cuál es la hierba para olvidar?

─ La cicuta, la belladona y el estramonio─, responde.

Ofelia camina sin caminar. Es un péndulo dañado que cayó de un reloj viejo. Solo inclina su cuerpo de un lado a otro y el viento la va llevando. Se le acaban los minutos, se le acaban los amores.

Ofelia morirá sin morirse.  Se apagará, sin apagarse.  Será alma bendita, en boca de unos y una casquivana en boca de otros.  Será noticia.

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