Con el abuelo Rogelio siempre leíamos maravillosos libros de cuentos. Su vida estuvo inmersa en la aventura, llegó de España buscando cumplir sus fantasías. Me relató sus andanzas infantiles en el monte, vigilando las cabras que se escapaban. Un día tuvo un impulso y decidió fugarse. Corrió hasta el puerto y subió como polizón a un barco, sin saber que se dirigía rumbo a América. Era un adolescente que buscaba nuevos desafíos y de modo imprevisto llegó a un país desconocido, sin otra posesión que su historia de vida.
En un momento de nostalgia, pensé: él ya no está entre nosotros. ¡Cuánto lo extraño!
Mi propia vejez me llevaba a vivir las cuestiones de esta edad. Mi abuelo Rogelio las atravesó y ahora me tocaba a mí. Cuando observaba mis manos, algo de él, podía identificar en ellas. A veces, jugábamos a medirlas, él acercaba la suya contra la mía o hacíamos pulseadas, casi siempre me dejaba ganar.
De niño escuché palabras agraviantes hacia su persona, por ser mayor. Esos desconocidos no sabían cuán valiente y honrado era mi abuelo. Se olvidaban que la vejez, era una etapa de la vida por la que todos íbamos transitar.
―La vejez es como el arte, es un espejo que nos revela nuestra propia imagen ―me repetía con afecto.
Se había asociado a una biblioteca popular del barrio. Muchas tardes íbamos a retirar algún libro de cuentos para mí, me quedó grabada la historia de Moby Dick. El abuelo Rogelio fue un joven inquieto que imaginando proezas, como Ismael el personaje, inició una larga travesía en barco. Cuando narraba sus historias, mi abuelo era como un actor que transmitía con mímicas, las peripecias que debió afrontar en altamar. ¿Cuál de ellas habrá sido verídica? Ya no importaba, esas fabulaciones me habían permitido disfrutar las tardes en su compañía. Mi curiosidad lo inundaba de preguntas, yo era un espectador de su esfuerzo, me decía que su vida tuvo un antes y un después. Necesitaba unificar las experiencias infantiles, su adopción en otro país y las vivencias adultas que lo llevaron a formar su familia.
El abuelo Rogelio era un poeta, hacía lo mismo que un niño, creaba su mundo fantástico y se ligaba íntimamente a él, sin dejar de aceptar la realidad como hombre. Se refugiaba en la poesía, enfrentando la difícil relación entre su propia vida y la literatura, pues era un trabajador en la fábrica con ansias de estudiar. Sus proyectos no logrados, los encauzaron sus hijos que llegaron a la universidad. Expresaba en los versos una impresión afectiva, buscando metáforas de su sentir que amortiguaran las aflicciones del pasado.
En un lento proceso fue descubriendo que ya no había nadie en los espejos, ni podía descifrar las palabras de sus libros. Mi querido abuelo Rogelio intentó llenar su soledad, reteniendo o creando imágenes que enriquecieran su pensamiento, por la pérdida de su visión. Lo iba a visitar a la residencia para mayores y escuchaba cómo recitaba sus poemas o los de otros autores, para sobrellevar esas horas de oscuridad. Conversábamos acerca de sus ideas, se las escribía o me las dejaba grabadas para que se las transcribiera.
Algunos versos, llenos de nostalgia fueron constituyendo un sostén, en ese momento de su vida. Era un hombre de acción que desplegaba los acontecimientos épicos en la fantasía, para sobrellevar la inmovilidad que atravesaba. Sus cuentos y poemas referían viajes, peleas entre guerreros, enfrentamientos bélicos. A veces, me afligía no volver a ser aquel niño que lo acompañó, escuchando sus asombrosos relatos.
Entré a su habitación, sentado en las tinieblas reconoció mi voz, entendí su dolor por la declinación de sus capacidades. Le dije que esta clausura visual propiciaba un momento para las invenciones y como escritor podía expresarlas. Mis palabras dieron lugar a un estímulo positivo, fue aceptando su padecer y mantuvo la actividad creativa que compartimos entre lecturas y mates.
Lo irreparable para él había sido la soledad, cuando su compañera de vida falleció sorpresivamente, después de tantos años de amor y complicidad. Esta crisis mi abuelo la afrontó con integridad, sin caer en la desesperación. Sentía que la lejanía, le impidió volver a encontrarse con sus padres, y las cartas no alcanzaron para transmitirles todo su afecto. Temió haberlos defraudado. Si bien nuestras charlas fueron profundas, nunca supe con certeza qué esperaban de él. La poesía no tenía un lugar de privilegio entre ellos, pues se ocupaban de las tareas en el campo. Él superó a su padre logrando acceder a la expresión escrita. Tal vez, cumplió el deseo de su madre Rosalía que se llamaba como una poetisa, y disfrutaba de la música con gaitas y panderetas.
Mi abuelo tuvo la posibilidad de evocar en sus textos, diferentes modos de erotismo que daban cuenta del amor por su esposa. Llegó a convertir en versos placenteros, aquella vida sacrificada de niño en el entorno rural. Escribió sobre la difícil hazaña que realizó al viajar solo en barco, siendo un adolescente.
Durante nuestras charlas, me explicaba que todo verso debe comunicar un suceso y tocarnos corporalmente.
―La poesía debe sentirse como la cercanía del mar ―manifestó con ternura.
Estas palabras le facilitaron la evocación de otras vivencias placenteras.
―Estando en la cubierta del barco, la brisa en mi cara, era como una caricia de mi madre ―me dijo con añoranza.
Contaba los sucesos de su vida, relacionando la ternura materna con la de su esposa. Encontré una semejanza en la personalidad de estas mujeres que fueron tan importantes en su historia. Ambas tenían predilección por las expresiones artísticas. Creo que ellas se convirtieron en sus musas inspiradoras.
En mi infancia, lo veía llegar de la fábrica y dedicarse a la corrección habitual de los textos que escribía. Fui testigo de su creatividad, un admirador secreto de su fortaleza, para superar adversidades con la literatura y las difíciles circunstancias laborales que afrontó.
Me conmovía observar a mi abuelo Rogelio envejecer, él continuaba desplegando su potencia perdida en historias fantásticas y épicas. Ya para entonces no se veía a sí mismo, y me pedía que lo dejara recorrer con sus manos mi rostro, para registrar los cambios que he tenido como hombre. Me explicaba que a pesar de todo lo vivido, no se sentía solo. Los cuentos le brindaban una ilusión de compañía durante los diálogos con sus personajes. En ocasiones, aquellos intercambios eran con su padre y fantaseaba acerca de las conversaciones, en algunos encuentros imaginarios entre ambos.
Uno de los días que pasé a visitarlo por la residencia, noté que intensificó la preocupación por su mundo interno, no poblado de personajes, sino de preguntas acerca de sí mismo. Se hizo planteos sobre cuáles habían sido sus ideales como hombre, preguntándose, si los había alcanzado. Evaluaba la discrepancia entre quién era y quién hubiese deseado ser. Me dejó preocupado por sus reflexiones sobre el porvenir inmediato, el escaso tiempo de vida y el fin de su existencia, estando lejos de su tierra a la que nunca pudo regresar.
En su discurso, me decía:
―No somos algo permanente, nosotros nacemos y morimos cada día. El presente fluye, el tiempo no se detiene.
Sus palabras me emocionaron, se aproximaba el tiempo de perderlo, disimulé para no llorar delante de él.
Cuando escuchaba sus poemas grabados, noté que empezó a mencionar los cambios corporales: sus sienes despojadas de cabello, la percepción táctil de sus arrugas, la oscuridad. Me angustió descubrir su referencia a la muerte y el anhelo de que ocurriera durante las horas de sueño. Con el fin de tranquilizarlo o a lo mejor a mí mismo, le comenté que debía despertar para seguir creando sus cuentos y poemas. Le mencioné que teníamos un compromiso, iba a pasar por la residencia, con la finalidad buscar las grabaciones y ayudarlo en las correcciones. Al retirarme me sentí afligido, por la confesión de sus deseos y dije en voz baja:
―¿Ya se acercará el final?
Decían que la vejez enfrentaba al sujeto con la transmisión de legados, pensé en mi abuelo y el lugar que ocupó en mi formación moral como hombre. Aunque se mostraba disconforme con su labor de vida, yo estaba plenamente agradecido. Fue un padre. Siempre admiré su sabiduría, esa capacidad de expresar la palabra adecuada en el momento justo y me puse a lagrimear.
―¿No estarás llorisqueando como cuando eras niño?
―Claro que no, es una leve congestión ―le dije.
Traté de consolarme, pensando que mi abuelo viviría en mi memoria, a partir de la obra que dejó como hombre y escritor. Él sabía que el lenguaje era una creación, como una especie de inmortalidad. Cada día, he ido transcribiendo sus textos para publicarlos en el futuro. Mi hijo colaboró en esta idea, organizamos todos los escritos del abuelo Rogelio y los llevamos a un editor. Era mi regalo. Lamenté que por su estado de salud, no llegó a ver su obra impresa. A los pocos meses de su fallecimiento, el libro estuvo editado con los cuentos y relatos que había escrito, a lo largo de tantos años. Me sumí en un profundo dolor. Mi familia me sostuvo ayudándome en la difusión de la publicación, y para nuestra sorpresa, las ventas superaron todas las expectativas.
Entonces les pregunté:
―¿Qué podemos hacer con todo el dinero?
Pensamos en muchas alternativas y creo que la elegida fue la mejor. Me acordé de la biblioteca donde el abuelo Rogelio, me llevaba a retirar aquellos libros. Solicité una entrevista con la directora y fui hasta allí, cuando ingresé el pasado retornó a mi mente, volví a sentirme como aquel niño. El edificio tenía mejoras, me parecían más pequeñas las instalaciones, los estantes de madera eran los mismos de esa época.
―Lo veo conmovido ―me dijo la señora.
―Sí, estoy un poco afectado por tantas emociones ―respondí.
Le expliqué la historia de mi abuelo y su lazo con la institución, mis recuerdos cuando me llevaba y pasábamos las tardes leyendo. Aunque la voz se me quebró, pude transmitirle el propósito de mi visita. Agradeció mi intención, convinimos un día para realizar una celebración y difundir a la comunidad, la historia del abuelo Rogelio como socio de la biblioteca. El día del acto para formalizar la entrega de la donación, las autoridades colocaron una plaqueta con su nombre para recordarlo y en agradecimiento por la donación.
Durante la disertación en su homenaje , uno de los socios expresó las palabras de Jorge Luis Borges:
“Seguiremos siendo inmortales; más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes, toda esa maravillosa parte de la historia universal, aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos”. (1)
En ese instante, recordé al abuelo y su amor por la poesía. Mi hijo me abrazó y lloré como un niño, pensando: son las palabras que Rogelio hubiese deseado escuchar.
*Referencias:
(1) Borges Jorge Luis. Borges Oral Conferencias (1997) EMECE Editores. Bs. As. Argentina.
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