Al asilo, ni muerta.

Al asilo, ni muerta.

En unos diez minutos oiré la puerta de
la calle. Andrea vendrá a limpiar la casa, como todos los días de
semana a lo largo de los últimos 15 años. Desde que se mudó la
última hija que vivía conmigo, viene a despertarme, me ayuda
a ducharme, a vestirme y me lleva al salón donde me sienta junto a
la ventana para comer. Mientras desayuno observando el barrio desde
mi atalaya, ella hace la cama, limpia la cocina, el baño y friega
los suelos. Me trae noticias de otras mujeres, todas de mi edad o más
mayores, que en su tiempo conocí, pero que ahora, debido a mis años
y al condenado dolor de piernas, ya no puedo ver.

A Andrea la envía el Ayuntamiento. Su
salario lo paga la Diputación y su trabajo consiste en visitar y
atender primariamente a las personas ancianas como yo. Ancianos,
personas mayores, viejos. Esas palabras que en una época parecían
lejanas, ahora se pegan a mi espíritu como goma de mascar. Pero no
me afecta, tuve una vida entera para ser consciente del paso del
tiempo, y mientras mi cuerpo iba resintiéndose y menguando, mi mente
iba aceptando lo inevitable e incluso aprendí a amar esas palabras.
No todo el mundo llega a que le llamen anciana o vieja y la
permisividad que dan estos conceptos no los cambio por nada del
mundo. Puedo hacer, decir o urdir a mi antojo, pues siempre pasa lo
mismo…Está muy mayor, ya no rige bien, está perdiendo facultades
,no sabe lo que hace o dejadla con sus cosas que ella sola se apaña.

Esa es mi cuartada ante la familia y su
gran ojo vigilante, la vejez.

Me gusta la soledad. No siempre fue
así, pero ahora la disfruto. Todos mis hijos me han hablado de
alguna residencia, pero yo no quiero abandonar mi casa y tampoco lo
necesito. Aquí crié a los últimos y viví muchas cosas con mi
marido, buenas y malas. Antes vivíamos en una casa baja de una
planta, pero tiraron el barrio para construir estos bloques. Nueve
hijos e hijas paridos y todos viviendo en el mismo pueblo, con sus
maridos y esposas respectivas, más la cantidad de nietos, casi todos
ya con sus también respectivos maridos y mujeres, casados o
arrejuntados, que ahora eso del matrimonio es una cosa del pasado. Y
todos viven en el pueblo, o en los pueblos de los alrededores o en la
capital que está a 20 kilómetros. También hay alguna excepción a
la norma familiar de parejas y descendencia. Alguna nieta que no
tiene pareja fija, o que tiene una amiga, o algún nieto que sólo
tiene amigos, extravagantes y algo raros, pero eso son cosas del
siglo XXI. En mis tiempos esa gente estaba escondida, o no existía,
o creíamos que no existía y era una vergüenza para las familias.
Ya lo decía mi marido, este nieto no es muy macho, tiene gustos de
niña, pero ahora cada uno es más libre que antes, o eso me parece a
mí y yo no soy nadie para negar el cariño a cualquiera de mis
nietos, sean como sean. Y algunos de estos son más tirados
“pa`lante” que muchos de los machos de mi época.

Sí, me gusta la soledad, pero no
siempre puedo tenerla cuando quiero. Hay una cosa que no me importa.
La visita de mis bisnietos, pero poco a poco, no todos a la vez. Con
más de 5 personas en casa ya me molesta y algunos domingos, o no
viene nadie, o esto se convierte en los San Fermines, venga gente
para arriba, venga gente para abajo. Hijos, hijas, nietos, nietas,
yernos , nueras, bisnietos, bisnietas y alguna vecina cotilla que se
pasa a saludar. Con tanto ajetreo, confundo los nombres o los olvido
y los más pequeños no pueden disimular y se ríen o bromean con las
idas de olla de la abuela, como ellos dicen. Nunca entendí eso, como
se puede ir una olla, si no tiene patas.

A veces escucho a mis nietos , mientras
toman café o cervezas, hablar sobre el paro, que si cada vez hay
menos trabajo y peor pagado, que a ver como serán las pensiones y
cosas de esas que a mí se me van de las manos. Me preocupo porque
los veo preocupados, pero muchas veces no entiendo de que están
hablando. En esos momentos pienso que si en mis tiempos hubiese
habido más libertad, quizás ahora habría menos problemas y mis
hijos habrían tenido más oportunidades. Yo sólo quiero que tengan
todos trabajo y no se metan en problemas. No sé, yo no entiendo de
política, no fui a la escuela y todo eso me queda muy grande. La
política, en mi época, era para los que tenían buenos trabajos,
radio, sirvienta y coche, e iban a veranear a la costa, cuando
llegaba el buen tiempo.

Yo comencé a trabajar muy joven y
cuando no estaba en el campo ayudando a padre, ayudaba a mi madre con
mis hermanos pequeños. Ve a por agua, vigila el fuego, da de comer
a las gallinas, cambia a tus hermanos que están cagados, acércate al
almacén y que te dé la Felisa unos huesos para la sopa y que lo
apunte, que en cuanto podamos saldamos la deuda. Limpia la casa y ve
a la plaza a lavar la ropa en la fuente…¡la fuente!.

¡Vaya!, parece que me estoy yendo por
otros derroteros, será la olla esa, que se va y viene cuando quiere,
a ver si esos pequeñuelos van a tener razón y empiezo a perder el
norte. Pensaba en lo de la política, que si mis hijos tal y cual,
pero no quiero hablar de ello. Creo que prefiero recordar la fuente y
los olores que la envolvían.

Me gustaba ese olor a hierbas con el
que mi madre perfumaba el jabón hecho de grasa. Echaba en la mezcla
pétalos de flores que crecían en las afueras del pueblo y que aún
recuerdo como si fuera ayer. El agua fresca de la fuente, las vecinas
frotando y frotando sábanas, camisas, calzones, faldas y esos olores
frescos que se quedaban en las manos, ateridas por el frío del agua
que caía en la pileta de la plaza. La plaza aún existe, y la
fuente, pero canalizaron el agua que bajaba desde la colina hace ya
mucho tiempo, antes de la democracia esa y de que llegasen esos
señores con trajes, que hablaban y hablaban en nombre de toda la
gente prometiendo futuro. No sé lo que era el futuro para ellos,
quizás hacer desaparecer bajo tierra el agua que llegaba a la fuente
y hacernos pagar por ella, o rodearnos de artilugios y máquinas
endiabladas que, aunque nos quitaron trabajos muy pesados de encima,
nos hicieron dependientes de ellas. Sobre todo a la hora de pagarlas.
Años tardé en dejar de pagar la lavadora, el frigorífico y esa
televisión en blanco y negro que, cada dos por tres que había
tormenta, nos dejaba sin ver las dos únicas cadenas que habían.

Ya estoy de nuevo con la dichosa
política, para lo poco que sé y como me gusta largar sobre estas
cosas, pero también tengo que decir que, si no fuera por ese futuro
o progreso, las fábricas no hubiesen llegado al pueblo y mis hijos
e hijas tendrían que haber emigrado, y yo ahora no tendría los
dolores de cabeza que me dan los domingos, cuando se reúnen todos
como gatos esperando las sardinas al llegar los barcos a puerto.

Esta vida es así, por un lado te da y
por el otro te quita.

Andrea ya ha llegado. Oigo la puerta
que se abre y su voz preguntando por mí. No me apetece levantarme
aún, pondré voz de pobrecita y le diré que dormí mal, así se irá
a limpiar otras cosas hasta que me lleve a la ducha. Me quedaré 20
minutos más en la cama, que para algo tiene que servir ser vieja.

Aparte de mis hijos e hijas, ella
también tiene una llave de la casa. Lo decidí yo. Cada noche uno de
mis hijos se queda a dormir, se van turnando entre ellos,
dependiendo de si están jubilados o no, de si viven cerca o de sus
obligaciones laborales o familiares. Anoche se quedó Fernando, que
vive en el mismo bloque de edificios, en el noveno. Me trajo las
compras necesarias para una semana y se fue esta mañana temprano,
después de entrar en mi habitación y ver como estaba.

-!Sí, aún respiro¡, no soy todavía
una momia.- Le dije para que me dejara dormir tranquila un poco más.

Una noche, hace varios años, cuando
empecé a vivir sola, me levanté al baño y me caí en el pasillo.
No me hice nada, pero estuve varias horas tirada en el suelo, hasta
que una de mis hijas vino por la mañana y me encontró ahí,
bocarriba como un escarabajo pelotero. Desde entonces se queda alguno
por las noches. También me instalaron un timbre al lado de mi cama
que se conecta con la casa del más cercano, y si pasa algo en los
momentos que estoy sola , pues sólo tengo que apretarlo y bajará
rápidamente. Hay otro en el salón, junto a la silla de la ventana y
otro en el baño. Que diantres se preocupan tanto por mí, mi abuela
murió coceada por un caballo y mi abuelo en la guerra, junto a mis
tíos y algunos primos cuando yo tenía 12 años. La gente se va y
punto, y yo ya no tengo miedo a la muerte, sé que mi marido, mis
padres, hermanos y amigos están esperándome, y si no es así, pues
que le vamos a hacer. Nadie ha vuelto para contarnos que hay después.

De pequeña me daba mucho miedo lo que
contaba el párroco, eso del infierno y el fuego eterno para los que
se alejaban de Dios, por eso siempre he llevado un crucifijo y la
medallita de la virgen en el cuello. Aunque mis hijos no han salido
muy creyentes, sobre todo los últimos.

El pequeño, Roberto y su hermana
Matilde, después que llegó eso de la transición, empezaron a
llevar esas ropas negras, y según me dijo una vecina, Roberto
llevaba por la calle una camiseta donde se veían demonios y cruces
invertidas. Yo nunca le encontré esa ropa, se la debían quitar
antes de entrar en casa, como el tabaco, que lo escondían en el
hueco del ascensor, sobre el fluorescente de la entrada o en los
buzones vacíos. Con los años se volvió menos rebelde, pero Matilde
murió en el 84, de una sobredosis de esa mierda que vendían por
todas las esquinas. Diecinueve años tenía la criatura, y desde
entonces mi marido enfermó y pasó el resto de sus días enchufado a
una bombona de oxigeno. Roberto se volvió callado y reservado, hasta
que conoció a Virginia, la que es ahora su mujer y madre de mis dos
nietas más jóvenes. Eso es lo que pasa cuando tienes muchos hijos,
algunos nietos son casi de la misma edad que algunos hijos, y algunos
bisnietos mayores que algunas nietas.

Que vida, todo contradicciones y
pruebas, alegrías y golpes inesperados.

Ya está aquí Andrea. Ya no puedo
escaparme. Espero que el agua de la ducha no esté muy fría, que
luego estoy encogida como una pasa en la silla junto a la ventana. Al
mediodía vendrá alguna de mis hijas y se quedará hasta la noche.
Si el tiempo lo permite, me bajará a la plaza en mi silla de ruedas
y charlaré con las vecinas, junto a la fuente, la misma que olía a
flores en mi juventud y que ahora se llena de jovencitas y jovencitos
pegados a esos teléfonos, como vacas mirando el tren. No, no me
gustaría estar en su lugar, yo nunca tuve esas distracciones, pero
lo que viví, lo viví bien consciente, disfrutando de lo bueno y
llorando con lo malo, pero en primera fila, no viéndolo en un
teléfono o en la caja tonta.

Y me dicen vieja, en fin, ya le
gustaría a muchos llegar a que les llamen eso, viejos. Y por el
momento, como le repito a todos mis hijos, de mi casa no me saca
nadie y al asilo, ni muerta.

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