Mi anorexia me alcanzó a los quince años. Recuerdo una época de largas discusiones con mis padres quienes finalmente decidieron que me fuera a vivir a casa de mis abuelos, para ver si así me distraía y me podía curar. Allí pude intimar más con ellos. Me parecieron unas personas que por entonces rondaban los ochenta, abiertos y cariñosos. Vivían una vida muy ordenada, sin sobresaltos, y yo no sabía cómo encajarían el ver a su nieta adolescente más delgada que el arco del violín de su abuelo debatiéndose entre la vida y la muerte.
No sabía cómo iban a tratar a esa joven que cuando era niña la llevaban a comer a restaurantes y era tan retraída que nunca les dedicaba ni una sonrisa y que ahora se había convertido en una adolescente casi muda y muerta.
Mi abuela arrastraba por causa del párkinson que padecía mucho dolor, al mismo tiempo que tenía múltiples caídas y fracturas, pero con mucha tenacidad ella se levantaba siempre, con una sonrisa de oreja a oreja, aunque con muchos moratones en su cuerpo. El orgullo con el que se recuperaba me enseñó a creer en mí misma y a devolver sin tregua cada golpe que nos da la vida.
A mi abuela nunca la vi triste, transmitía vitalidad y armonía, su párkinson la envejeció prematuramente. Le hacía temblar como a una hoja y le hacía andar por su casa con pequeños pasos tras los cuales tropezaba, y era del suelo de donde no quería que la ayudáramos a levantarse; anhelaba su autonomía a toda costa.
Minerva, mi abuela, fue la tercera de una familia de nueve hermanos y era profesora de piano, que yo nunca le vi tocar por solo tener recuerdos de ella de cuando estaba enferma.
Mi abuela ya no estaba para mucha comunicación, su enfermedad le había hecho perder el habla, pero se expresaba con el lenguaje de los sentimientos, abrazos, caricias, sonrisas, era pródiga en cada una de esas cosas. Emitía el calor humano que nunca había tenido en casa.
Mi abuelo se abstraía con la música, había creado un mundo para él encerrado en su comedor y sala de estar solía escuchar a Beethoven, Mozart, Bach, Vivaldi y música clásica en general; no era mi música preferida, así que rehuía estar allí y me encerraba en mi propio silencio, en mi habitación.
Era también fotógrafo aficionado, aunque últimamente no solía hacer fotos, se había recluido para cuidar a mi abuela. Ella era ante todo su amor y la razón de su vida. Mis hermanos y yo seguimos sus pasos con la fotografía, más tarde.
Mi anorexia acrecentaba mis ganas de muerte, no había día en que no pensara que alguna noche me quedaría durmiendo para siempre por mi bajo peso y mis pocas ganas de vivir. La familia nuclear no ayudó casi nada, solamente me llevé gritos e insultos y alguna que otra bofetada, pero nunca recibí ánimos para seguir adelante. En cambio, mis abuelos fueron un remanso de paz donde poder reflexionar, encajar muchas piezas de mi vida, retomar los estudios y empezar a tomar el timón de nuevo.
Cuando traspasaba la puerta ya me sentía segura y feliz de encontrar a unas personas que se iban a preocupar de si comía o no, de que comiera bien y me sintiera a gusto, y no pretenderlo a gritos como sucedía con mi familia.
La idea de muerte rondaba por mi cabeza diría que mucho más que por la de mis abuelos, era una pesadilla continua, una obsesión. En cambio, ellos pasaban los días viviendo bien su vida, felices con la gente que les rodeaba, unidos en una rutina que sobrellevaban perfectamente.
Pasé mi quinceavo cumpleaños y lo celebré con mis abuelos, la casa se adornó con mucho mimo. Yo ya había ganado algo de peso, empezaba a mostrarme más abierta con la gente en general.
También tuve una gran fiesta de fin de curso, celebramos que acababa los estudios, mi abuela estaba radiante, vestida de negro, como siempre, elegante, con una mirada calmada y una sonrisa cálida.
Me acuerdo ahora retrospectivamente, al mirar fotos antiguas de mis cumpleaños que mi abuela con su sola presencia parecía estar muy contenta conmigo y feliz; como el azúcar de las tartas que nos comíamos, se mostraba dulce, comprensiva, nos comía a besos, su amor era enorme.
Esos días en casa de mis abuelos los pasé como días felices y pese a su avanzada edad nunca se opusieron a nada de lo quería hacer, me animaron a todo, a estudiar, a leer, a pasear a los perros que siempre rondaban por la casa porque mi abuelo era cazador, a hacer cosas nuevas, etc.
Viví la anorexia como un suicidio lento que nunca llegó a consumarse gracias a la autenticidad con que vivían mis abuelos. Ese fue mi alimento espiritual y físico durante los meses de angustia problemáticos que duró mi enfermedad.
Mi ejercicio físico intenso que era provocado por mi enfermedad se fue atenuando y sustituyendo al pasar ratos agradables con ellos que me explicaban su vida y mil historias, y así tomé convicción de ver la belleza de la vida.
Mi relación personal con ellos se nutrió bidireccionalmente con fuerza dando y recibiendo calor, compañía, atención; y su sencillez, delicadeza y sensibilidad hicieron que me planteara volver a decidir el curso de mi vida, dejando a un lado los pensamientos de muerte, sustituyéndolos por otros más sanos, abordando ya mi enfermedad con más serenidad.
De pronto, un día, al entrar en la habitación de mi abuela, me la encontré sentada en su cama, semidesnuda porque se acababa de levantar de dormir, y fue tal mi impacto porque vi que tenía una mastectomía, le faltaba un pecho; en mi familia no me habían contado nada y me llevé un gran susto, voceé una gran exclamación y mi abuela viendo mi reacción me abrazó y me dijo, no es nada. Tardé días en encajar esto, mi primera reacción fue de mucho miedo y sorpresa.
Se lo conté a mi madre, y me contó que la abuela había sufrido un cáncer de pecho hacia los cincuenta años y que se lo habían extirpado, y luego le habían hecho radioterapia, y que al cabo de un tiempo había enfermado de párkinson.
Mi abuela lidió con la enfermedad degenerativa del párkinson y con un cáncer habituándose a sobrellevar ambas de manera muy digna y valiente, esforzándose en no dar trabajo a los demás; incluso con estas enfermedades pudo tirar adelante con su vida alegrándonos con su compañía y haciéndonos la vida más feliz.
Las enfermedades degenerativas dejan inválidas a muchas personas en la última etapa de la vida, sin embargo, a veces son un reto para superarse pese a todas las limitaciones que conllevan.
Nuestra convivencia fue como un pulmón, como si de pronto, dos personas de edad ya avanzada me dieran una lección sobre cómo encarar mi vida y luchar cada día por salir adelante.
Mi anorexia valió la pena para conocer más en profundidad a dos personas, mis abuelos, cuya cercanía no hubiera tenido de no ser por mi enfermedad, así conocí a Minerva, cercana, sincera y amable y a Francisco, serio, justo y honrado.
Mi familia nuclear quiso que volviera con ellos y así lo hice, aunque al poco de estar con ellos me fui a trabajar a otra ciudad, lejos de donde tenía tan malos recuerdos, para empezar a forjar un futuro libre de enfermedad, de anorexia y ver que era capaz de valerme por mí misma.
Tres meses después de mi ida, tras medio año de convivencia, recibí la peor noticia que hubiera tenido jamás, mi abuela había fallecido, se había quedado dormida y al día siguiente mi abuelo se la había encontrado sin vida. Fue una muerte plácida. Me costó horrores recuperarme. Mi tabla de salvación se hundió, se vino abajo, el barco que me llevaba se fue para siempre. Su luz se apagó. Sabía que siempre la llevaría conmigo.
Me despedí de ella entre llantos, y pensamientos de buenos recuerdos que vivirían siempre conmigo.
Intentando rehacer mi vida me fui lejos y empecé a vivir en el extranjero. Justo había empezado a formarme como fotógrafa y a hacer algunos trabajos como freelance; ya parecía que la enfermedad quedaba atrás al igual que todo lo demás, cuando increíblemente no había pasado ni un mes de la muerte de mi abuela, por desgracia, se murió también mi abuelo, y quise ir a despedirle. Cogí un avión y me planté en casa de mis abuelos donde reviví cada uno de esos buenos momentos.
El reencuentro con mi abuelo fue feliz y muy emotivo, los dos lloramos mucho, él estaba ya muy grave, pero se mostraba muy disponible y accesible.
Sin duda, mi abuelo había muerto de tristeza al ver morir a su esposa. La quería tanto, no pudo aguantar su pérdida, le creó una angustia máxima. Enfermó de cáncer y todo fue muy rápidamente, en un mes se murió.
Pude acompañarle en sus últimos días cuando ya cadavérico se debatía entre la vida y la muerte, todavía insistió en cogerme la mano e incluso parecía darme ánimos él a mí en vez de ser al contrario como se esperaría.
Siempre habían estado muy unidos; el amor por la música, mi abuelo tocaba el violín, mi abuela era pianista; su amor por sus hijos, mi madre y mis dos tíos, uno muerto en accidente de coche muy joven.
Fue una casa muy alegre y feliz donde todo el mundo tenía un lugar para estar y divertirse hasta el triste accidente mortal de automóvil de mi tío y su esposa tras el cual mi abuela enfermó y todo fue más cerrado, ya no hubo más fiestas con multitud de personas y todos se volvieron más ostras.
Todo ello les había unido mucho y posteriormente, las enfermedades de mi abuela habían hecho de aquella casa un refugio que yo encontré como mío cuando me tuve que pelear conmigo misma.
Mi familia nuclear me apoyó esta vez, en todo, aunque yo seguí determinada en seguir mi vida lejos de ellos. Y, así lo hice viajé de nuevo hacia el extranjero, fui fotógrafa y viajé por todo el mundo hasta que no quedó nada nuevo por descubrir y mi sed estuvo saciada.
Con cincuenta y tres años he vuelto. He visto fotografías de mis abuelos de cuando estuve con ellos. Me inspiran ternura y unas lágrimas se me caen; significaron tanto para mí, mis abuelos, su vida, su ejemplo, aquel medio año que pasamos juntos fue irrepetible y mágico. La cercanía de mis abuelos en la última etapa de su vida me mostró que no importa la edad que tengas, siempre es un buen momento para conectar con los seres queridos, llevarse bien y tratar de hacer felices a los demás.
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