Esta historia es toda de verdad. O casi toda. Que no es lo mismo, pero es igual. Cuando yo era pequeña, o más pequeña, y no tan pequeña, siempre me ocurrían cosas. No entiendo que a los demás no les pase lo mismo. Pero para mí salir a la calle era una suerte de aventura a la que enfrentarse con valor y alquimia a partes iguales. El mundo exterior, el que se abría al salir del paraguas de mis padres, era un escenario variable del que tenía tanto miedo como emoción por conocer. En fin, a mí, cada vez que cuento algo, me acusan de exagerada. Con la edad los rasgos no hacen si no ahondarse cual los surcos en el rostro. Me etiquetan de ser como una tía mía a la que tachan de fantasiosa. Ella, que se privaba al llorar de tanto que sufría, en las escaleras empapeladas con periódicos recién fregadas. En el umbral del hogar, hasta donde se escapaba a gatas del rigor de mi abuela desconcertada. Si bien es bueno parecerse a los propios, que honra merece, dicen; nunca me han parecido piropos los argumentos que me han acompañado. Los adjetivos, en teoría cariñosos, que seguían a cualquiera de mis aventuras se volvieron para mí el aspecto más difícil de cada una de ellas. El bocado más correoso de masticar, el más difícil de digerir. Además, ahora trato de recordad los menos ácidos de de los apelativos. Lo frecuente era un tajante «ya está María con sus cosas». Éste me cerraba la boca. O un » Eso es mentira», seguido de «no inventes». Ahí ya el rubor y el llanto amenazaban. Y al cabo, arruinado el día, me refugiaba en otros asuntos. Intentando olvidar. Me han dolido en el centro mismo de mi patata, ese tipo de comentarios. Hasta llegar al zen del silencio. Sí. Interpreta mi silencio. Grito callada a la audiencia. Torno en estatua insultantemente muda. Y ocurre que nadie nota nada. Con el esfuerzo titánico por sellar todo lo que me brota y devolverlo a mis entrañas, no hay alteración alguna en el ambiente. No parecen darse cuenta de mi disgusto, mi enfado, mi pesar. Soy de esas personas que procuran la paz, por lo que olvido los motivos de mi enroque y enseguida se me pasa. Además pertenezco a la especie de los incorpóreos y prescindibles. No se aprecia mi ausencia. Así es que, cuando estoy callada, a nadie se le ocurre que me pasa algo. Es más, agradecen el descanso. Sí, hay personas que somos así, invisibles. Por muy gordas y grandes que seamos. Hay chiquititos que cunden mucho más. Y chiquititas. Esas sí que son peligrosas. Por eso vuelvo al ataque cada tanto, para que no me olviden. No sé si he superado esa etiqueta de farsante. La verdad es que todo depende de cómo te lo montes, o cómo te lo tomes. Porque esta capacidad mía de vivir hechos iguales de forma distinta es cantera. Si hay quien no ve una historia en un rato en la lavandería, allá él. Yo podía haber aprovechado el impulso para hacerme cineasta, inventora, relatora, escritora o cualquier actividad relacionada con la imaginación. Con ese tirón ya tenía medio camino hecho, al menos me hubiera ahorrado las promociones. Sin embargo, me lo tomé como un defecto. Intenté sin mucho éxito ajustarme siempre a la realidad. Busqué la precisión con ahínco. He procurado en todo momento ajustarme a moldes en los que no quepo. Y así he perdido mi forma, intentando agradar. Ya ni siquiera me recuerdo. No sé cómo era ni como soy. Solo quiero que me quieras. Igual que todo el mundo. En fin, como dirán que todo esto me lo he inventado o exagerado, voy a contar una historia que nadie sabrá si es cierta o no.
Mi tío es el tercero de seis hermanos, que ya solo con cuatro. La edad ha hecho estragos en sus nobles corazones. Son todos hermanos favoritos. Y también son todos mis tíos favoritos. Mi tío nunca quería viajar, ni dormir fuera de casa, no por falta de interés en conocer mundo. De hecho, hubo una época, cuando sus articulaciones y deberes se lo permitían, en que viajó mucho más lejos que lo que entonces se entendía como normal. Vivió largas temporadas, siendo muy joven, en los Estados Unidos de América. Estudiando para ser doctor. Aprendió inglés en una época francófona. De allí volvió con el pelo largo, como él, que no es que sea flaco, es que es alto para su peso. Mi tío tiene la piel tan clara que parece extranjero. Su figura ligeramente encorvada, sus camisas atemporales, su escaso interés por la pecunia, su bondad, su buen oído, su humor y su risa, sus convicciones, aplicadas hasta las últimas consecuencias de la vida real, le han hecho siempre un poco diferente. La razón última de su resistencia a dormir fuera de casa es sin embargo terrenal, y no es otra que proteger su sueño, porque con sus dimensiones, no cabe en las camas normales. En ninguna más que en la suya. Es alto sí. Como todos mis parientes. Al entrar en cualquier sitio, de tantas veces que ha tocado techo, instintivamente se agacha con reverencia. Acompañado el gesto a la sonrisa consigue siempre en la audiencia una afable bienvenida. Podría coger su bandurria y cantar como un tuno y luego entonar el Ave María sin solución de continuidad. El aplauso sería unánime. Porque mi tío es bueno y paciente, y eso se nota, es un humor que impregna el ambiente. Una vez que tuvo un accidente de coche, saltó al airbag y el disco que estaba en el aparato de música se puso en marcha por el impacto. Al despertarse y oír el Canon de Pachelbel y verlo todo blanco, inmediatamente identificó que había llegado al cielo. Según mi padre siempre ha sido el más elegante de los hermanos. Mi tío, que las primeras corbatas que ha usado son las que heredó de mi padre, que sí llegó allí arriba hace cinco ya. Mi tío, que se pone las camisas de él con orgullo del hermano pequeño que hereda, a los ochenta, ropa, del mayor. Mi padre decía que era como James Stewart. Mi tío, además de ser muy listo y muy bueno, es el flautista de Hamelín. Goza de la capacidad de captar la atención y de los niños. Es silencioso y sonríe con placidez, parece que está a gusto. Cuando entra un niño en su campo de influencia, se dirige a él por muy escondido que esté. Emite ondas que sólo los niños reciben. Le puedes ver en una reunión familiar que no se levanta de un sofá porque a su lado se ha instalado un nieto o sobrino nieto que se ha cogido con la manita a uno de sus larguísimos y blancos dedos. Por no alterar el momento mi tío no se mueve, le habla al chaval, le cuenta. Puede pasar horas así, sin perder la sonrisa. También decía mi padre que le iban a dar el premio Nobel. Ahí se pasó de frenada. Él, que tan sensato y castellano fue. Le podía la admiración. O quizá ha habido una injusticia no resuelta.
Mi tío va a cumplir ochenta y tantos, muchos. Fue hace unos días cuando por primera vez ingresó en un hospital. No es la única cosa en la que se estrena siendo ya talludito. Acudió a la peluquería por vez primera hace bien poco. Sus melenas se las recortaba mi tía. Algo notaba en su cuerpo cansado, documentó síntomas y mejoras. Varió su alimentación y volvió a documentarlo todo. Científico incansable acudía al especialista con los deberes hechos, resumiendo su tiempo y avanzando el diagnóstico. Parco en palabras como en gastos superfluos simplificó el diagnóstico. Ha resultado también ser buen enfermo. No es primerizo como visitante de enfermos, lo hizo con frecuencia cuando se podía entrar en ellos sin ser paciente ni trabajador sanitario, de visita. Es discreto y se queda siempre en un segundo plano, trae el agua cuando el enfermo tiene sed, llama a la enfermera, baja o sube la cama, pendiente siempre de lo importante. En fin, está atento, sin que se note, sin dar la lata. Se despidió de mi padre el día final. Suerte que tuvieron los dos, con su susto y su pena, de estar juntos ese último rato.
Resulta que mi tío necesitaba un marcapasos, que le animara el corazón, sin tener que darle cuerda, automático. Puedes oír sus pataditas, está vivo creo yo. Tras el diagnóstico y previo a ponerse en manos del cirujano, acudió al cardiólogo con un dibujo del corazón para que por favor le explicara cual era el mecanismo en el que fallaba el órgano. El especialista, gustoso, indicó el sentido de la sangre limpia y la sucia, el bombeo, y mi tío salió más contento de la consulta. Habiendo debatido sístole y diástole, contracción y relajación, entendida la misión del minúsculo cacharro asumiría ya para siempre en su esbelta envergadura; relajó su postura y ya más tranquilo, se enfrentó a la intervención y comentarios. Porque cuando a la pregunta «¿qué te van a hacer? «, contestaba lo de la instalación del marcapasos, recibía sistemáticamente un «uy, eso no es nada». Y una retahíla de ejemplos de intervenciones mucho más graves y complicadas a conocidos o extraños. Claro, no es nada cuando se lo hacen a otro, pero cuando eres tú el afectado, la perspectiva cambia. Y sí es algo.
La operación salió genial. Los médicos muy majos y las enfermeras atentas. Por si las moscas le dejaron ingresado un día. Ahí vino lo complicado. Porque mi tío es muy de Segovia y si le dicen que se esté quieto, no se mueve. Como cuando un nieto le agarra el índice. Ya puede temblar la tierra, que mi tío no se inmuta. Pero no cabía en la cama. Empezó a doblar las piernas y estirarlas, cualquier cosa antes de llamar al timbre. Así pasó la noche en vela, con un pasajero en su corazón. Después ha tenido ITVs y puestas a punto. Ya le ha admitido como propio. Incluso acudió con él a su cita de la vacuna. Lo llevó a cuestas, como único acompañante, cual de un amigo se tratara. Orgulloso de su nuevo corazón, a la vejez viruelas, por fin organizado. Miraba el grupito esperanzado de coetáneos. Él, que tan vigoroso y ágil se sentía, con la ayuda del ritmo impuesto. Sin tener que preocuparse por fin de dar instrucciones a esos órganos ignotos, disfrutó la velada como si de una fiesta se tratara. El pequeño acontecimiento que adornar debía. Contaba divertido esa reunión a las puertas de un ambulatorio en un pueblo castellano, donde confluyeron muletas, andadores y desgracias varias. Y él, tranquilo con su riego automático.
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