El olvido

La silla era cómoda, pero demasiado pequeña para mí. Sobre el mantel humeaban dos tazas de té. En una bandeja de plata, unas pastas de colores desprendían un  aroma delicioso.

La señora Jones volvió de la cocina, seguida de Sansón. El gato se acomodó en un gran cojín enfundado en terciopelo y empezó a comer con avidez las galletas que le dejó su ama, todas ellas con forma de ratón.

—Eloy, le agradezco enormemente que me haya traído el abanico. Sabe, le tengo un cariño especial. —Hablaba con un ligero acento italiano. 

—No hay de qué, señora Jones. —Contesté, mirándole a los ojos.

Aquella mujer me había fascinado, desde el momento en que oí su voz por el telefonillo, “aquí Maggie Jones” dijo, como si nos separaran cientos de kilómetros.

Aunque era caucásica, tenía cierto aire oriental, propiciado por la bata de seda decorada con vistosas grullas. Su pelo, recogido en un moñito a cada lado de la cabeza, era gris azulado. Su tez, era tan blanca que parecía que había acabado con una caja de polvos de arroz. Mostraba la delicadeza de una geisha. No sabría calcular su edad, pero estaba seguro de que jamás había visto unos ojos violeta como los suyos.

—Le confieso que le he abierto la puerta porque me intriga usted —ladeó graciosamente la cabeza —¿Por qué no ha dejado el abanico en el Cachito de Cielo? August me lo habría devuelto mañana.

—Le seré sincero, colecciono objetos de todo tipo y me he enamorado de él, quizá pudiera considerar la posibilidad de vendérmelo.

Le había contado una verdad a medias, por supuesto que me apetecía comprar el abanico, pero no estaba allí por eso.

—Lo siento, no está en venta. Dijo que le emocionó el paisaje del abanico ¿puede decirme por qué?

—Es una larga historia, no sé, temo aburrirla —contesté  dubitativo.

—Por favor, cuéntemela.

—Empezaré por el presente. Me dedico a escribir sobre la vida de seres vacíos, eso sí con mucho glamour. Me pagan muy bien y  con lo que gano compro objetos de todo tipo. Algunos de los que me conocen piensan que tengo el síndrome de Diógenes, en parte es verdad. 

Bebí un sorbo de té, estaba delicioso.

Sansón se acercó a la mesa y me escrutó con sus ojos amarillos, los ratones habían desaparecido en un suspiro, algo me decía que aún no estaba satisfecho. Acababa de conocer a ese gato y ya le odiaba, tenía motivos para ello: al verme se abalanzó sobre mí, dejando mi  Ermenegildo Zegna lleno de pelos. Decidí ignorarle. 

—Todo el mundo cree que nací en París, pero no es cierto. Me inventé una vida, porque la mía se interrumpió hace mucho tiempo. ¿Me permite? —dije señalando al abanico que había dejado sobre la mesa.

Ella asintió con la cabeza.

Al abrirlo volví a notar la misma emoción que había sentido en el restaurante donde ella lo olvidó.

—No va a creerlo, pero el paisaje es idéntico al del lugar en el que me crie: el olmo centenario que expone parte de sus raíces fuera de la tierra, la montaña ocre que aparece al fondo, y el río azul. Amaranta, es un pequeño pueblo que huele a leña y a pan caliente.

No podía creer que estuviera contándole todo aquello a una extraña, pero esa frágil mujer, que me contemplaba como si fuéramos los únicos habitantes sobre la tierra, tenía algo que me obligaba a vaciar mi alma, y Dios sabe que necesitaba hacerlo.

—Nunca me he sentido tan vivo como cuando me bañaba en ese río. Tenía la sensación de que sus aguas se mezclaban con mi sangre y formaba parte de mí. Me dejaba mecer por él durante largo tiempo, tanto que luego debía regresar andando, porque era imposible nadar contra corriente.

—Mis amigos decían que estaba loco, que el Argos era peligroso, yo no lo veía así. Con los años he llegado a pensar que nadar en aquel río, de alguna manera me unía a mi padre,  también le encantaba sumergirse en él. Murió demasiado pronto. Fui a vivir con el abuelo Jan, un hombre recio que me enseñó todo lo que sé.

—Por favor siga —dijo la señora Jones, visiblemente emocionada.

—Unos años después, llegó Elena a mi pueblo y a mi vida, y sus ojos azules se convirtieron en todo mí mundo. Aún recuerdo el sabor de sus besos, el olor de su pelo y el calor de su cuerpo. En verano, quedábamos todas las tardes para merendar, ella llevaba queso y pan, yo, vino y tomates. Después, leíamos juntos algún poema. Yo nadaba en el Argos, ella pintaba el río, el árbol y a veces a mí. Sus pinturas eran iguales que el paisaje del abanico, entenderá lo que sentí hoy al verlo. —Con cada palabra notaba que un nudo me iba cerrando la garganta. 

Ella puso su mano sobre la mía, algo que agradecí enormemente.

—Una tarde el abuelo se puso enfermo, el hospital estaba a cincuenta kilómetros del pueblo. Llamé a Elena para avisarle que no iría a su encuentro, pero ella ya había salido de casa. Cuando volvimos, todo mi mundo se había desvanecido de un plumazo, Elena se había ahogado en el Argos. Solo tenía quince años. Ese día también murió Eloy Darsel, el hombre que fui.

Habían pasado veinte años y no había derramado una lágrima, hasta ese día en casa de Maggie Jones. Ella me acarició el pelo y me abrazó. Cuando me calmé, le dije que tenía un compromiso, y me marché casi sin decir adiós.

El aire de la calle penetró en mis pulmones. Estaba un poco avergonzado por haber desnudado mi alma así, pero aquella conversación había conseguido sacar la espina que llevaba, tanto tiempo, clavada en el corazón.

Estuve varias semanas fuera de la ciudad por trabajo. A la vuelta, llamé a Maggie. Insistió en que nos viéramos lo antes posible.

     El Cachito de Cielo

Cuando llegué ella ya me esperaba, parecía algo nerviosa, dijo que necesitaba contarme la historia del abanico.  Me pidió que no la interrumpiera y comenzó a hablar con los ojos cerrados como si quisiera condensar sus recuerdos. 

—La luz era tenue, los manteles blancos iluminaban las mesas, en el centro de cada una de ellas había un jarrón con flores, olía a violetas, a lilas y a amapolas, a café recién hecho y a bollos de canela. En un rincón, un joven leía el periódico, vestía un traje beige que resaltaba sus anchos hombros, pese a la cantidad de gomina utilizada en su pelo, un rizo indomable caía sobre su frente.

—Buenos días ¿Qué va a tomar? —le peguntó el camarero.

—Una tila y un coñac doble. —Dudó al elegir, pero pensó que la tila le serviría para tranquilizarse y el coñac le infundirá valor, en una hora tenía la entrevista de trabajo que determinaría su futuro.

—Enseguida se lo traigo.

Un torbellino con faldas entró en el local y se dirigió al camarero:

—Padre, por favor necesito su firma, el profesor de arte nos va a llevar al Museo del Prado el próximo domingo.

—No puedes ir, lo sabes muy bien, los fines de semana tienes que ayudar en la cocina.

—Por favor padre, tengo que ir.

Cuando ella ha entrado, a él se le ha caído el periódico. Le ha venido a la mente la palabra “mariposa” porque parece que ella revolotea cuando anda, aunque no tiene alas él se las ha puesto.

La ve acercarse con la tila y el coñac y el corazón se le acelera. 

—Hola, aquí tiene —le dice sonriendo — también le he traído un bollito de canela, invita la casa.

—Gracias —no puede dejar de mirarla. No quiere que se aleje, se apresura a hablarle de nuevo.—Sabe, yo puedo sustituirla el domingo, si quiere. Ese día no tengo nada que hacer. He oído la conversación con su padre. Le aseguro que sé cocinar.

Le mira sorprendida, con esos ojos violeta que desarmarían a un ejército entero.

—¿Haría eso por mí? Si no me conoce. Mi padre, no sé qué dirá.

—Quizás sea mejor decirle a su padre que nos conocemos ¿no le parece?

Maggie, abrió los ojos y volvió a hablar.

—Han pasado más de 35 años y lo recuerdo como si fuera ayer. Él consiguió el empleo. También me sustituyó en la cocina. A partir de aquel día fuimos inseparables. Nos  enamoramos perdidamente. Me llevó a su pueblo, a su río y a su árbol y me regalo el abanico. Se llamaba Eloy Darsel, como tú. Sospeché quién eras al oír tu voz, y lo corroboré cuando te vi.

Estaba tan sorprendido que no conseguí decir nada.

—Pocos meses después tú padre me abandonó. Dijo que habían sido novios desde niños, que cuando me conoció todo se acabó entre ellos, que iban a tener un hijo  y debía volver con ella.

Mi padre había renunciado al amor de su vida por mí.

Maggie continuó contándome su historia casi sin voz:

—Se me partió el corazón, me aísle de todo y de todos. Mis padres, preocupados, me enviaron a Italia a vivir con unos parientes. Allí conocí a Arthur Jones, un diplomático americano. Era un buen hombre. Le quise, aunque no como a tu padre.
No digo que no haya sido feliz, lo he sido a mi manera. La pintura y la crianza de mí hija se llevaron la mayor parte de mí tiempo. Hace un par de años que Arthur murió, decidí volver a casa y me hice cargo del Cachito de cielo.

No le conté que mi madre murió cuando yo nací. Entendí que a ella iba dirigida la carta que llevaba tanto tiempo guardada en un cajón. Al día siguiente se la llevé a su casa. En el sobre ponía “Para la mariposa”.

Ella leyó la carta de mi padre y lloró más de lo que yo había llorado en nuestro primer encuentro.
Mi padre la buscó, pero no consiguió encontrarla. Jamás la olvidó. Si el destino hubiera sido propicio aquella mujer podría haberme criado.

   La bella Anna

Durante los meses siguientes quedé varias veces con Maggie. Le enseñé mi colección de objetos, eligió alguno para su casa. Me contó los secretos de algunos de los cuadros más famosos del Prado, y sobre todo, me ayudó a conocer mejor a mi padre. Incluso me hice amigo de Sansón. 

Un día recibí una llamada, pensé que era ella, tenía su misma voz. Era su hija Anna. Me dijo que Maggie había muerto. 
No podía creerlo, Nunca me dijo que estaba enferma. Quedé con Anna en el  Cachito de cielo. 

Cuando la vi entrar se me aceleró el corazón, se parecía tantísimo a su madre.

Me abrazó como si ya me conociera, y me conocía, su madre le había contado todo sobre mí, también a mi me había hablado de ella, pero no me la imaginaba así.

Nos sentamos uno frente al otro, me miró con sus ojos violeta, acarició mi mano y habló: 

—Mi madre te quería mucho Eloy, me pidió que te diera esto. 

Era un paquete primorosamente envuelto, dentro estaba el abanico, también había una carta.  La leí en voz alta:

“Eloy, querido amigo, no quise asustarte con mi enfermedad. Conocerte ha sido un regalo maravilloso para mí. Quiero que tengas el abanico que tanto significa para nosotros. Recuerda que la vida es corta, todavía te esperan muchas cosas, vívela plenamente. Te dejo a Sansón, y por favor cuida de Anna.”

Hoy, Anna y yo estamos juntos. A veces hablamos de la manera en la que el destino impidió el amor de nuestros padres, quizás para que nosotros pudiéramos tener el nuestro.

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