Sin nada que perder

Sin nada que perder

Lari

17/04/2021

Nada me viene bien.

Alguien dijo que el tiempo cura las heridas, pero ¿Qué pasa cuando no te queda más?

Calenté agua para el mate. Le agregué una cucharita de miel. La cucharita se resbaló adentro del termo. Me reí por pensar que el termo se había atragantado con la cucharita. Yo era la que estaba atragantada. Nada me pasaba. Digerir todas las situaciones cotidianas me constipaban. Sentía todos los hechos de mi vida trabados en las distintas partes de mi cuerpo. Nada pasaba, nada fluía. Todo estancado.

Los mates sabían peor que toda la situación. La yerba se lavaba. Me acordé de mi abuela. En el verano no me había cocinado. Se lo reclamé y ella me respondió que le diera tiempo; ni hacer una masa le salía bien. Ella no era la misma de todos los veranos. Lo que paso es que se había enamorado en plena cuarentena, cuando no se podía salir. Se empezó a juntar con un señor; se conocieron, se mudaron juntos y, nueve meses después, el señor terminó muriendo. Ella seguía como siempre, pudiendo, pero se le veía el dolor. Perder: la enfermedad familiar. Desabrido, insulso, perder la posibilidad de disfrutar y degustar.

Un año antes, mi abuela me había llamado para contarme que había empezado a hablar con el señor. A lo largo de su vida, ella se sacrificó por la familia. Entregó todo al hogar, a sus hijos, a su esposo. Terminó la facultad mientras mi papá iba al colegio. Ella siempre fue tan inteligente, tan elegante, tan agradable. Siempre me pregunté cómo hizo para tener la comida lista, acompañar a sus hijos en el aprendizaje escolar y aprobar las materias que cursaba en la facultad. Yo no podría. Las cosas con mi abuelo no fueron de cuento de hadas, así que, cuando me conto de este nuevo hombre, recé en silencio. Alguien del cielo me escuchó y todo se dio. Como un cuento. Y el tiempo pasaba y el señor la llamaba y ella lo invitaba a comer y decidieron viajar y presentarse a sus familias a sus amigos y alquilar una casa en el campo. Su rincón de amor. Un lugar fértil para florecer que los dos esperaron toda su vida.

Sacaban fotos a los momentos que compartían. La cámara se extravió cuando el murió. Las fotos eran una forma de congelar ese momento juntos. De multiplicar los recuerdos. De no olvidar nada. Y si olvidaban, tenían las fotos. Pero no quedaba nada. Ni él ni las fotos.

Admiraba a mi abuela. Después de tanto, después de toda una vida, seguir creyendo en el amor. Se puede. Y ella sigue pudiendo, aunque él la dejó en este lado del mundo y partió al otro lado de la vida.

¿Qué hacer? Yo creo que nada. Soltar el cajón. E irnos con él.

Una de las primeras noches de verano, él le pidió casamiento. Pensaban celebrar la unión en marzo pero él se fue en diciembre. El dolor del cuerpo perdido. La ausencia física. Los recuerdos que golpean las puertas del corazón.

Las cosas no tienen el mismo sabor que antes. ¿Cómo mejoro el sabor de algo? Sal, azúcar, ya sé: pimienta.

No me gustaría estar en el lugar de mi abuela. Ahora tiene la foto de perfil con él y por las noches duerme con la única remera suya que le quedó. Los hijos del señor se llevaron todas sus cosas. Pienso que ella debe sentir la angustia de todo lo que ya no queda: su voz, su cuerpo, su compañía. La veo sonreír, pero su voz se rompe cada vez que dice mucho. Por eso elige hacer silencio.

Me pregunto si ella seguirá creyendo en el amor. ¿Pensará que no es para ella? O estará pensando en encontrar de nuevo al señor el día que la muerte la venga a buscar. ¿Querrá acelerar el trámite? A mi abuela le gustan las fiestas: ¿seguirá bailando?

Para mí sigue siendo una heroína. No quiero ser ella. Yo sería más bien una villana. Prefiero hacer el mal: a ella, a los que están cerca; sobre todo a los que amo. No puedo hacerle mal a alguien que no amo, digo en voz baja y monótona. Me reconforta. En el fondo, espero que a ellos también. Ella, tan avanzada en la vida, pero siendo más vida que la propia juventud. Me pego un poco a esa idea. Tal vez me corro de tanta muerte. Tal vez me convierto en ella. No. No creo.

No la veo llorar, así que lloro por ella en secreto. Me seco la cara. Ella cree en Dios, así que le rezo. Es la única opción que se me ocurre. Le prendo una vela. Pido por ella. Tengo miedo de que se apague. No quiero. No te apagues abuela digo juntando mis manos de rodillas enfrente de la vela. Rezo también para que Dios me escuche.

Sin pensar, sin proponérmelo, paso unos días sin verla. Necesito espacio. Respirar nuevos aires. Cuando despierto pasan muchas cosas, no solamente lo que le pasa a ella. Me enojo. Mis sentimientos y mi vida y mis cosas también son importantes. Son más importantes.

Hablo con un desconocido. Me gusta exponerme al peligro. Me corto con algo. Esta vez fue sin querer. Me hundo en la bañera. Un día sueño con la muerte. Hola le digo. Ella, suavemente espeluznante, me responde con una respiración. Creo que trata de decirme que abrace mi vida y deje de llamarla. Me gusta que me rete. (Que se haga la mala). Quiero provocarla de nuevo.

Me olvido de vez en cuando que afuera se está gestando el corona virus. Parece una guerra. Decidí no formar parte. Lo que en realidad me olvido es el barbijo. Si me agarro el virus, tal vez sienta algo. Tal vez alguien sienta algo. El mundo está sintiendo la pérdida.

¿Cómo hacen los viejitos para conocer otros viejitos? Estoy cansada de tanta soledad. Instalo Tinder. Me gusta la idea de desechar personas. De decirles: No, no, no. Juntarme con alguien no se da. Pienso que, si se diera, ambos la pasaríamos mal. Yo estoy mal. Me doy cuenta de que siempre pensé en morirme, pero es la primera vez que lo puedo decir. Mientras descarto personas, recuerdo que mi abuela conoció al señor en Facebook. Me río. Una señora de setenta y seis años cibernética. Su match fue recibir una solicitud de amistad. El señor era unos años más joven. Ese día no pararon de mandarse mensajes. Continuaron llamándose por teléfono. Todos los días a las cuatro de la tarde, después de que mi abuela terminaba de rezar el rosario, el celular sonaba. Hago match
con alguien que me pregunta si vivo en la luna.

Vivir en la luna es frío y solitario. Mi abuela viene a mi cabeza. Me acuerdo de una frase de García Márquez que dice: “La vida es más eterna que la muerte”. Pienso si en la vida de ella los minutos, los segundos y las horas, los días y los meses, van a correr de la misma manera. De esto sé un poco. También perdí un gran amor. Un amor de cuento. No está muerto. Tuvo que seguir otro camino. No lo vi más. Perder: la maldición familiar. Sé cómo empieza a estancarse el tiempo, y los días, y las horas y uno mismo. Todo queda congelado. Uno queda trabado porque afuera la vida sigue avanzando.

Ella ¿pensará en morir? Nos cuenta que fue a ver a la señora de los ángeles. Esta mujer se comunica con otras entidades, o eso dice ella. Le pregunta por él. Por el amor de su vida muerto. La señora le dice que está presente en la sala. Mi abuela lo ve. O eso cree. En realidad, mira la pared blanca. Hablan y la señora hace de intermediaria. De puente entre la vida y la muerte. La mujer le dice cosas que nadie sabe excepto ellos. Mi abuela se sorprende; intenta despedirlo con un beso, pero no puede. Él ya no está.

Mi abuela no puede entrar al departamento. Todo le recuerda a él. Nunca lo dijo, pero lo sé. ¿Cómo no recordarlo? Ahí comían, dormían, se contaban chistes, se bañaban. Me pregunto si se besaban. Una de mis imágenes favoritas es la de viejitos tomados de la mano. ¿Y besarse? Creo que no lo hacen muchos. Y si lo hacen no es mucho. Tal vez piquitos. Tal vez la dentadura es incómoda. Me gustaría saber más, pero decido no preguntárselo a mi abuela. Siento su dolor.

Empiezo a leer un libro sobre la muerte. Cuenta que nunca morimos solos. Que vienen a buscarnos las personas que más amamos en nuestra vida. Suelen ser nuestros padres. Le agarro la mano a mi abuela y le sonrío. Ella no sabe lo que leo, ni lo que pienso, ni que me siento tan parte de la familia porque entiendo perfectamente lo que le está pasando.

A la noche, logro reunirme con un chico. La pasamos bien. En un momento de felicidad le digo que pienso en cuando envejezca y que me gustaría que de viejitos nos tomemos de la mano. Seguimos charlando y dándonos besos, pero después de despedirnos no me vuelve a hablar.

Mi abuela me anima a escribir. Leyó un poema que no es un poema. Lo escribí en forma de liberación. Es triste. Está mal escrito. Pero ella me empuja a seguir haciéndolo. Le cuento que empecé a escribir para un concurso. Vas a ganar me dice en forma de augurio. Le creo. Me la creo. No sabe que es sobre ella. Le digo: Abuela, yo voy a escribir, ¿vos que vas a hacer? Se jubiló hace un año y es una persona muy inquieta. No quiero volver a imaginar que todas las noches antes de dormir piensa en la muerte. Y en volver a verlo.

Que diga una cosa no quiere decir que lo piense. Digo: Abuela qué linda que estás hoy. Sonrío. Que sonría no quiere decir que me sienta feliz. Todo es una farsa. Ella decidió mudarse de departamento. Todos pensamos que fue la mejor decisión. Entrar en ese lugar se había convertido en la tarea más oscura. Agarramos las últimas cajas. Le veo la frente. Tiene un chichón. Nos cuenta que se resbaló en el baño. Está pasada de vuelta. Telepáticamente le digo: está bien abuela. Cómo no estar pasada de vuelta. Cómo no llenar nuestra cabeza de cosas. Cómo no llenar nuestra vida de tareas, de aprietos, apuros, reuniones. De odio. Empezás a relajarte y ya aparece su voz, su olor, su color. Por ahí lo confundís con alguien en la calle. Duele. No vuelve. No está. Desolación. Algo punza.

Imagino a mi abuela todas las mañanas y con esa sensación de que ya no puede hacer los mismos movimientos que antes. Está más cansada. El cuerpo le duele. Toma kéfir. Se cuida. Cocinar no le está saliendo así que pide comida. Se cuida, pero no tanto como antes. No tiene fuerza de intentarlo. Le hablo de hacer alguna actividad artística. Me dice que no es lo de ella. En silencio le digo que va a tener que buscar algo para hacer. La quietud es muerte. Ella se mueve. Pero sin ningún rumbo.

Voy al futuro y veo mi vejez. No puedo ver tanto porque no sé lo que es envejecer. Quiero vestirme de rosa, formal y ponerme esos perfumes bien dulces. Tengo una chimenea y leo los domingos para mis nietos o a unos niños del vecindario. Todavía no sé si voy a tener mi propia familia o voy a adoptar alguna que encuentre. Salgo de lunes a lunes a tomar el té. Soy aficionada a coleccionar juegos de té. Hablo hasta por los codos. Antes, ahora y después, me meto en problemas por decir algo de más.

Salgo de mi casa, empiezo a caminar por la vereda donde más da el sol. No siento calor ni tampoco frío. No siento nada. Entro a un bar donde quedamos con mi abuela para almorzar. La saludo y la miro como si no hubiera pasado nada. Como si no faltara nadie. Ella me mira igual. Hablamos, pero de nada en particular. Nos reímos: la mejor forma de disimular.

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