Desde la cama, miré hacia el cielo y supe que iba a llover.
Las nubes eran bajas y grises, como espíritus danzantes acechando desde la montaña. Supe que en poco tiempo se pondría a llover. La ropa se había quedado tendida la tarde anterior. Estaría ya húmeda del relente de la noche, no valía la pena levantarse, la dejaría fuera a pesar de la inminente tormenta.
Hacía frío. Pero no ese frío que se mete en los huesos y que te hiere. Era un frío agradable que me desperezaba y recordé haberme sentido así cuando llevaba encerrada mucho rato en la oficina y salía al descanso a por un café. Pero ésa era una sensación pasada. Ya no volvería nunca más a la oficina. Me habían despedido. Intenté pensar en cómo me sentía. Ése era un pensamiento recurrente. A menudo pensaba en ello, en cómo me sentía después de que me hubieran despedido. Sabía que me hacía daño, pero no podía evitarlo y ese día tan gris creí que al hacerlo iba a caer definitivamente en un abismo de tristeza.
Fue entonces cuando escuché mi nombre y un timbre brusco me salvó, empujándome fuera de mi ensoñación. Cambié de postura en la cama para intentar aguzar el oído. Sí, habían golpeado la puerta y gritado mi nombre. Era la vecina. No pude ignorarla. Me incorporé y acudí en su ayuda. La pobre Amalia…Había envejecido cien años en unos pocos meses. Apenas podía entenderla cuando hablaba y casi no caminaba. Me pidió que bajara a la tienda y le comprara sólo un par de cosas. Me quedé asintiendo en silencio y fue entonces cuando tuve esa sensación de proximidad, casi de invasión del cuerpo de Amalia. Vi en sus ojos el desamparo que conlleva la vejez y la soledad, vi sus manos desvalidas ofreciéndome una lista ilegible y un billete de cinco euros, la piel enjuta y lastimada, el pelo revuelto y enredado en una posible trenza. Quise cuidarla, bañarla, desenredarle el pelo con champú suave de bebés. Pero ese deseo de hacer algo por ella se había desvanecido de repente, conteniéndose en el vacío oscuro del descansillo. La luz de la escalera se había encendido y apagado varias veces mientras habíamos compartido unas palabras apresuradas que yo casi gritaba y Amalia no entendía o no podía oír. Al final le había cogido apresurada la lista, pero había rechazado el dinero.
Nos despedimos y cuando la anciana se giró, pude ver sus ropas sucias, la camisa acartonada, la falda descosida por detrás y ese deseo irrefrenable de hacer algo más por ella volvió a invadirme mientras cerraba la puerta de casa.
Esa noche, cuando acostada en la cama apagué la luz de la mesita, la soledad y el insomnio volvieron a someterme. Los pensamientos volaban y me arrastraban sin dejarme dormir. Pensé en Amalia. Cuando le había llevado la compra me había dejado pasar por primera vez en todos estos años. Su casa estaba revuelta y sucia. Al final del pasillo se amontonaban los cuadros que una vez habían sostenido las paredes. Eran cuadros que había pintado ella misma, de joven, cuando la vida aún no la había acechado con el paso apresurado de los años. Entonces los cuadros habían sido toda su vida. Una vez me había regalado uno. Era una pequeña miniatura de un tren. Apenas una figurita recortada, negro sobre blanco, pero era preciosa. Mi poco conocimiento sobre arte me impedía discernir el valor de esos cuadros, pero lastimaba verlos abandonados, uno sobre otro, sin tener a nadie que los admirase.
Amalia casi no se movía de un pequeño sofá de la sala. Con dificultad había llegado hasta allí y había vuelto a sentarse. Se había quedado en silencio, inmersa en sus cavilaciones, con la mirada fija en la terraza. Mi gata se había colado por la puerta y jugaba con los cordones de sus zapatos.
Sin preguntarle nada abrí la nevera, estaba vacía. Guardé la comida que me había pedido y alguna otra cosa que había pensado que pudiera necesitar. Le había comprado también algunos otros enseres y útiles de limpieza. Comencé a barrer y a recoger el salón donde estábamos. Parecía que allí hacía toda su vida. Quizás también pasaba algunas noches en ese sofá cuando vencida por el cansancio se quedaba dormida y no alcanzaba a llegar a la cama. Al abrir la puerta de la terraza me invadió el abandono. La celosía se enredaba con algunas plantas que habían crecido sin mesura. Otras se habían quedado muertas y yacían olvidadas en sus tiestos con las hojas resecas y marchitas. Una silla de mimbre con el cojín raído sostenía una jaula destartalada con las puertas abiertas y las semillas desparramadas fuera de los comederos.
-¿Dónde está el canario, Amalia? – le había preguntado sorprendida.
El canario amarillo había sido su orgullo durante mucho tiempo. Hablaba de él continuamente. Amalia me miró sin contestar. Hizo un gesto con la mano y entendí que lo había dejado volar, libre, ahora que nadie podía cuidarlo.
Me quedé pensando en Amalia y en el canario amarillo. A ella tampoco nadie podía cuidarla. Ella también quería volar libre y, sin embargo, no podía. Se había quedado postrada en ese sofá. Ésa era su jaula. Casi no podía moverse. Quizás tan sólo se levantaba para ir al baño y para poco más. Había sido una gran deportista y hasta hacía pocos años había participado en la cursa de la ciudad. Después la enfermedad la había deteriorado y se había abandonado al inevitable paso del tiempo.
Recogí la jaula y limpié la silla de mimbre. Busqué otro cojín y ayudé a Amalia a levantarse y a sentarse fuera. Así le daría un poco de aire y podría ver el cielo, las nubes bajas que, si bien amenazaban lluvia, se estaban conteniendo. Le puse una manta sobre los hombros para evitar el frío. La gata subió enseguida a sus piernas y empezó a ronronear. Era otra forma de darle calor.
Mientras, limpié el salón. En una mesilla baja había una caja llena de fotografías. Se las llevé y las miramos juntas. La mayoría era de gente que había conocido en las reuniones de artistas, gente que parecía importante con sus trajes de gala y sus corbatas. Amalia aparecía siempre muy arreglada y yo apenas la reconocía en ellas. En la caja también encontré algunas postales que yo le había enviado cuando estaba de vacaciones. Las había ordenado por fechas y las había juntado todas atándolas con una cinta. Entre las postales había una antigua fotografía nuestra. Me invadió la nostalgia. En ella estábamos tan jóvenes. Amalia estaba exultante, muy hermosa, y tenía en brazos a su hijo Diego que estaba lleno de inocencia, de risa y de amor incondicional. Los tres reíamos alegres, abrazados, sentados en el fresco banco de piedra de delante de casa, y entrecerrábamos los ojos filtrando la luz de esa mañana de primavera. Recordé ese momento. Yo llegaba de la universidad y me los había encontrado por la calle. Estuvimos hablando mientras Diego jugaba a subirse al banco, pero en un momento el niño tropezó y cayó al suelo. Tenía una rodilla pelada y un hilo de sangre le brotaba hasta casi el tobillo. Lo llevamos hasta la fuente y le limpiamos la herida. No era nada, en esa edad con una tirita y un beso de mamá se curaba todo. Quisimos hacernos una foto para dejar constancia de su valentía. Le habíamos hecho muchas cosquillas para que se riera.
Amalia miró la fotografía y por fin sonrió. Aproveché para desenredarle la trenza. Con un barreño de la cocina lleno de agua y el champú que había comprado le lavé el pelo poco a poco, como si fuera una niña pequeña. Ella se dejaba hacer, murmurando alguna palabra de agradecimiento. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y yo se las sequé con la misma toalla con la que luego envolví su escaso pelo. Se lo peiné con cuidado y se lo corté para que no se le enredara tanto. Pensé que debería cambiarle esos vestidos tan usados por alguna prenda más cómoda y abrigada. Algún pantalón de deporte. Quizás luego podría encontrar algo que le valiese por casa o bajaría a comprarle un par de mudas. Algo más adecuado y que le sentase bien.
Leímos el periódico. Yo lo leía y quería creer que ella me escuchaba. Escogía especialmente las noticias más suaves, otras me las inventaba. Al final nos quedamos en silencio. De la calle subía el murmullo del final de la mañana, las voces de los niños que jaleaban saliendo de la escuela, la persiana del quiosco de abajo chirriando al cerrarse. Era la hora de comer.
Entramos dentro y puse la mesa. Comimos algo que cociné deprisa. Pensé que si hubiera estado en casa estaría comiendo sola detrás de esa misma pared. Escucharía los ruidos y los silencios de mi vecina como ahora escuchaba los ruidos y los silencios de mi casa. Pensé que, si ahora comíamos juntas, juntas podíamos vencer la soledad de cada una.
Luego sentadas las dos en el sofá le di la mano y se la apreté un poco. Era lo único que supe hacer cuando Amalia intentó decirme que no quería morir, que aún necesitaba un pedazo más de vida para poder volver a ver a su hijo Diego, pedirle perdón por todos estos años de indiferencia. Sabía que tenía nietos, pero no los había conocido. Madre e hijo se habían enfadado hacía ya muchos años y ella siempre había rechazado todo acercamiento por parte de él. Se arrepentía. No quería morir sin volver a verlo, sin conocer a sus nietos.
Ahora, en el silencio insomne de la noche, recordé sus palabras. Se me habían quedado grabadas muy adentro. No quería morir sin conocerlos. Eso me había dicho. Que quería poder alargar los días que le quedaban para poder conocerlos. No podía entender cómo se habían distanciado tanto hasta el punto de no volverse a ver más. Pensé que, en el fondo, la vida era demasiado corta para todos y que valía la pena olvidar el orgullo para seguir viviendo, para poder llegar al fin de nuestros días libres de rencor y de pena.
No pude contener mis lágrimas cuando lo recordaba y cuando recordaba mi mano apretando la suya. Pensé que tendría que habérselo dicho, que los buscaría, que los iría a buscar, aunque no fuera verdad. Debía de haberle dicho cualquier cosa que la reconfortase, pero no, me había quedado muda, sin palabras, tan sólo apretando su fina mano de enferma. Luego me había marchado.
Al amanecer el sueño aún no me había vencido. Me levanté y miré al cielo. Estaba despejado. Seguramente saldría un sol que podría secar mi ropa húmeda del relente de la noche, tendida hacía ya un par de días y también la ropa que lavaría a Amalia. Debía recordar que tenía que llevarle jabón y suavizante para la lavadora y también unas cuantas pinzas, de las de madera, de ésas que no se rompen tanto. Tenía que buscar el teléfono de Diego, llamarlo, hablar con él, explicarle lo mucho que su madre lo recordaba. Tenía muchas cosas que hacer. No podía dejarme vencer por la indolencia.
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