Jacinto de Santiago estaba tranquilo, muy tranquilo, ya nada le inquietaba. Apoyado en el barandal de madera apolillada y desvencijada de la escalinata de entrada a su casa, mirando el firmamento, a solas, murmurando de lo que se pierde y se gana… cerró la puerta…
Perdió todo lo que había amado, ¡estaba solo!, aún iba descalzo, como a él le gustaba. Se encaminó a la estación, eso sí, ¡bien enfundado… con su Mendoza!
José es mayor que yo, quizá por eso tenemos muchas diferencias, como todos, tanto en nuestra forma de ser, actuar, sentir, pensar y, hasta de vestir, Por ejemplo; a él le agrada usar camisas de manga corta, con estampados a cuadros, siempre desfajadas; pantalón de mezclilla ajado.
Nuestro principal entretenimiento es jugar a la pelota por las tardes. Nuestro juguete lo fabricamos con leche y vinagre –sigo las instrucciones al “pie de la letra” como me guía José-; aprovechamos la leche quemada o, de la que llega a fermentarse y se la pedimos a mamá porque, ella siempre la trata de reutilizar para hacer dulce o queso respectivamente. Nosotros la hervimos y le agregamos un poco de vinagre hasta que se forman coágulos, luego, las separamos tirando la parte líquida, posteriormente, esos grumos decantados, los introducimos a otro frasco con más vinagre; juntamos los coágulos y mezclamos con papel, los secamos y unimos a presión con una manta, dando forma “esférica” y esperamos hasta que se seque y ¡listo!, ya tenemos nuestra bola.
Supongo que José es un genio o inventor, juega mucho con la Sal Nitro y dice que, por eso pertenece a la “bola” – en realidad, es el término que distingue a los revoltosos-. Pero, mi hermano no es ningún revoltoso, tiene muchos amigos y lo buscan muchas personas, se nota que lo aprecian porque, cuando le visitan, llegan sus amigos con comida; pollo a la leña, carne seca, puerco, canastos llenos de fruta y siempre es invitado a los cumpleaños, bodas, bautizos, incluso de aquellos que viven más allá de los cerros y montañas de arriba de la Sierra.
Por lo pronto, José y yo, tenemos planeado qué vamos hacer en estas vacaciones, queremos visitar una cueva. Algunos amigos dicen que está en el Cerro del Pathé y que jamás ha entrado persona alguna, porque hay vampiros que impiden el ingreso a la gruta. También platicaron que revolotean sobre la cabeza de aquel que se atreva irrumpir en la inhóspita y húmeda caverna, Otros compañeros de la escuela afirmaron: «“En una ocasión, un niño de sexto año que era considerado el más “pantera” de las “panteras”, se envalentonó, fue a la gruta… ¡Apenas metió la cabeza y, al volver el rostro, estaba completamente desfigurado!, ¡lo mordisquearon sin piedad y lo dejaron sin ojos!». Con esta charla nos quedamos estupefactos por la historia —respondí: “Para eso nosotros tenemos nuestro «chirrin-chin-chin» infalible contra los acechos de todo lo maligno y peligroso”, provocando las risas burlonas de nuestros compañeros—. Deseábamos mucho ir a la cueva, pero también, queríamos subir a la parte más alta del Mundo y gritar muy fuerte… ¡Somos libres…!
Quizá en nuestros periplos, José y yo hallemos fruta de los huertos. También dicen que ya es temporada de frutos silvestres: pitahayas, garambullos, capulines, tunas y hasta güamiches. Será una delicia nuestro verano.
Aquí en nuestro natal de la Sierra Gorda, diariamente caen tormentas muy puntuales a las 5 de la tarde. Aún se siente el vapor en el ambiente, de la humedad del empedrado de las calles, de las paredes, de las casas de adobe, las de cantera, de las angostas avenidas polvorientas, con aroma a barro y cantera húmeda, combinado con el bálsamo del incienso que sale de las parroquias.
Al día siguiente, José y yo nos levantaremos temprano y nos dijimos mutuamente: “Ojalá sea un día sin lluvia”, porque mamá se preocupa demasiado; dice que podemos enfermar pero, la gran paradoja, a José y a mí nos regocija que llueva, pues al día siguiente, el cielo se ve despejado, más brillante, tal vez, por arrastre de las carretadas de humo que remolca la lluvia, del cielo impío de la cuenca queretana, obra magna de las fábricas de tizne blanco, que le llaman cal apagada, además, las ladrilleras que dejan escapan carburos, azufres y amonios, que se acumula durante los largos periodos de estiaje en todo el valle queretano.
No hay como la fragancia fresca limpia de la naturaleza, de aroma a hierba y arcilla mojada, que me hace sentir cosquillas en el abdomen y hasta ganas de hacer “pipi”.
Ya pasada la tarde, después de observar el tránsito, nos dirigimos al mercado y fuimos a las aguas frescas del señor Pozas, bebimos ávidamente. Propuse a José pasar a la talabartería, con la finalidad de preparar todos los arreos para nuestra aventura.
José y yo, pasamos casi toda la noche, revisando la lista de todo lo que llevaremos. Íbamos bien equipados con alimento; carne seca, agua abundante y unas barras de chocolate. Colocamos las botas incómodas de suela dura, casco, brújula, lámpara y un cuchillo. En la mochila; cuerdas de varios tamaños, zapapicos, arnés, ganchos y dos poleas. Además, un botiquín con alcohol, vendas y cerillos.
José y yo, nos detuvimos varias veces para cubrir nuestro cuerpo de los intensos rayos solares, buscando el refugio en un árbol y continuando con nuestra caminata para llegar al cerro e internarnos en la espesura del bosque semi-tropical en busca del Cerro de Pathé.
En esas condiciones de libertad, para empezar divertidamente con aventuras que gratifican a José y a mí. Es extraordinario, ¡conocer la enigmática cueva peligrosa!
Avanzamos rápidamente, hasta llegar a las faldas del cerro más próximo, justamente donde se encuentra un pozo de agua y, una ringlera de pipas jaladas por mulas, esperando turno para llenar sus pequeños tanques.
Nos abrimos brecha en una zona de carrizos, apostados uno tras otro. De repente nos extraviamos. Habíamos dado varios recorridos en diversas direcciones y regresamos al mismo lugar de las pipas, o… ¡a menos que tuviéramos compañía!, porque… nosotros abrimos brecha, haciendo a un lado los carrizos — ¿Alguien más habrá hecho resquicios?, me pregunte—.
Me dijo José en voz baja: – ¡saca la brújula! –
Nos quedamos quietos, esperando algún sonido. A José le temblaban las manos –estaba nervioso–, repetí zarandeándolo– ¡José regresame la brújula!– pero, ni eso, impidió evitar que se pasmara. Tomé la brújula y le dije a José que fuera atrás de mí. Nos dirigimos hacia el Este.
Por fin estábamos en la zona arbolada. Caminamos siempre hacia el Este. Cada paso que dábamos y era menor la cantidad de luz que llegaba al suelo, por los doseles de árboles –todos ellos juntitos como compitiendo quién alza sus ramas a lo más alto y aprovechar el Sol–.
Nos adaptamos a la obscuridad y continuamos hacia las zonas con más claridad. A medida que avanzábamos el terreno era más agreste. Decidimos ir por la orilla y miramos el acantilado inmenso. Muchas aves se movían de lugar y no precisamente por nuestra presencia, porque ellas venían hacia nosotros, en dirección Oeste.
Asomamos nuestra cara hacia el escarpado donde se posaban cientos de zanates, con un sonido ensordecedor, graznaban sin cesar, estaban inquietos. Me pareció que todas las aves volvieron sus ojos hacia nosotros –me pregunté: ¿algún presagio o advertencia?, ¡no! son sólo ocurrencias, me dije a mi mismo–. Corrimos nuevamente hacia la enramada para ocultarnos y evitar que se espantaran los zanates –los más ruidosos–.
Caminamos sobre la vereda del despeñadero, ocultos entre los arbustos. Detuvimos nuestra caminata al escuchar una detonación, en seguida otras descargas… sabíamos de donde provenían por los destellos de la pólvora.
Sigilosamente nos acercamos hacia un árbol y me dijo José: ¿Te acuerdas del reloj del abuelo?, vamos hacer un péndulo. José encontró fácilmente la cuerda, midió y cortó un poco más de un metro. Evitamos hacer ruido con la maleza, amarramos una piedra en el extremo de cordón para hacer nuestro “reloj”. Colocamos como “garabato” a un arnés en una de las ramas de un ciprés. José nuevamente midió, casi exactamente los 97.5 centímetros de cable e hizo el nudo…
Esperamos un nuevo disparo y en ese preciso instante al ver los chispazos, José soltó la cuerda para que oscilara. Contamos: 1, 2, 3… hasta escuchar la detonación. —“¡Están como a un Kilómetro de distancia!,” —exclamamos al unísono—.
Con el rabillo del ojo miramos a esos hombres que se acercaban cada vez más. Otra detonación y las carcajadas impulsadas por el tiro hacia el cuerpo moribundo del pobre animalito.
Nos dio mucha rabia – ¡estaban mutilando sus patas aún vivo!, una a una– el animal trataba de arrastrarse con tanta vehemencia pretendiendo escapar. Lo peor vino después: lo desollaron vivo… Abandonaron el cuerpo del animal y vimos como éste se debatía, abriendo el hocico, como tratando de jalar hasta el último aliento en cada jadeo. Fue tanta nuestra angustia de José y la mía que, lloramos…lloramos mucho.
El ruido que José y yo propiciamos, delató nuestra presencia y escuchamos a uno de los badulaques gritar: “¡por acá debe de estar!, ¡todo el día trabajando duro y no encontrar a esa bestia” –. Señalando nuestra posición. Nos quedamos sin aliento. Buscamos un refugio y –nada– ni rocas, ni cuevas, ni troncos. Se nos ocurrió trepar un árbol y esperamos.
Se oían cada vez más cerca las pisadas de aquellos cazadores furtivos o gavilleros, pero nosotros nos conservamos pétreos, apostados en una de las ramas frondosas, gruesas y seguras del Laurel.
A medida que se acercaban aquellos ingratos, pensamos mejor huir, así que, bajamos del árbol y corrimos, separándonos en direcciones contrarias, mientras que, los hombres soltaron otro petardo. En la persecución, uno de ellos, hizo un disparo, todos voltearon al que lo causó y uno de ellos grito: —tarugo, —.
De un extremo al otro, sobre el fango de un riachuelo nos vimos –esa fue la última que vi a José.
Ya en la espesura de la hierba exclamé: por fin, ¡bendita vegetación!
las pisadas de uno de aquellos hombres que, con cautela y meticulosamente, revisaba cada uno de los posibles refugios. Observé cómo se acercaba uno de ellos. Alcancé a mirar su atuendo, –Eran los “pelones”, así se les dice a los federales.
Fue imposible. Me descubrieron: Con un grito imponente uno de los “pelones” dio la orden: “! ¡Sácalo rápido y llévatelo!”
Olía el ambiente a pólvora y carne quemada…
Me incorporé de inmediato, impresionado ¡Estaba empapado en sangre! ¡No me importó!
Grité desesperado: ¡José…! Traía un nudo en la garganta tan espantoso, imposible de sacar el llanto…
Cuando cumplí un poco más de los 14 años, desperté obnubilado, agitado, sudoroso, donde sólo veía esas viejas cobijas y sábanas polvorientas, revueltas de lo que fue la cama de José… Ahí, me di cuenta que la verdad era enemiga de la vida, por fin decidí mantener a raya mi corazón, así como el dolor de la verdad amarga, fea y repulsiva. Tomé el fusil, era el verano de 1910
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