Sumido en sus palabras

Sumido en sus palabras

Mario Papich

15/04/2021

Miklas hoy estaba callado, cabizbajo, como recordando algo que no quería decir, cómo que se entremezclaban las sórdidas maquetas de su vida y penetraban su mundo abismal. Suspiraba profundamente y cargaba palabras en sus labios, solo para escucharse.
No podía imaginar que se estaba entregando a la desesperanza, que tiraba al fondo del mar la última y única moneda de oro que podía y pudo cambiar el destino de su vida, que contaba con los dedos de una mano las alternativas de forzar una sonrisa, que generaba con sus manos una frotación prolongada y me preocupaba.
Sostenía su mirada hacia el ocaso, como esperando a que el otoño se llevara las últimas hojas de su alma. Un hombre que lo entregó todo, que demostró con valentía cuánto había hecho por los demás. Un soldado de Dios que persiguió demonios y destruyó tempestades. Un ciudadano ilustre que generó a través de sus palabras el verdadero sentido de la vida. El que volcaba en sus letras los ánimos que muchos esperaban encontrar en sus escritos. Dejaba sus horas, sus líneas expresivas, sus dolores de espalda, hasta sus huellas, para el bien de su prójimo. Un héroe que simpatizaba con cualquier mortal, un sediento de esperanzas para los demás y un empachado de humildad.
Por qué cuento esto y por qué lo sé, simplemente porque escuché cada una de sus lecciones de vida, cada expresión de sus marcadas líneas del tiempo.
Cuando llegó a esta tranquila y hermosa posada de descanso , dónde los años se conjugan con la experiencia de quienes con virtudes y errores cotidianos, deshojan el paso del tiempo, su hija cantaba con él canciones acompañadas con las melódicas notas de una guitarra.
Era de esperarse el por qué de su estadía en este lugar, simplemente porque los errores que cometió fueron más que sus virtudes. Las deudas que a través de los años fue acumulando para seguir luchando junto a su pequeña hija, en ese entonces fueron muchas, los acreedores aún más y ya no encontraba escondrijos seguros para no ser visto. Temía por su hija, por lo único que le quedaba en la vida, después de esa tediosa y nunca deseable enfermedad que llevó a su esposa hasta las dolorosas consecuencias nefastas. Ya nada sería igual, contaba con apoyo de sus amigos que en ese momento rodeaban su vida y amaban el carisma que contenían sus palabras, pero mientras los problemas y las condiciones infrahumanas que se presentaban opacaban los pocos destellos de alivio y esperanza que le quedaban, Miklas tuvo que tomar una profunda y dolorosa decisión: poner a la venta el único bien que poseía y entregar su hija al cuidado de su anciana hermana que siempre lo ayudaba, soltera, amante de las mascotas felinas y dueña de incontables puertas que surcaban los pasillos de su propiedad.
Supo decirme que fue de un militar retirado que vivía solo y ella trabajaba como ama de llaves, y que después de su fallecimiento dejó en su hermana Esperanza esta gigantesca casa. Muchas veces fue invitado para que fuesen a vivir con ella pero, con el orgullo arraigado de un gringo que no se dobla aunque el agua le llegue al cuello, siguió hasta sus últimas consecuencias.
Finalmente hubo un comprador, canceló todas sus deudas y llegó a esta morada con muy pocas cosas, ya jubilado, entregando sus haberes previsionales como pago mensual para su cuidado y estadía. A los pocos meses que pasara todo este vaivén de mudanzas y suertes hechadas, falleció su hermana, quien antes de ello había dejado todas sus pertenencias a su sobrina Geraldine.
Por años, su hija quiso sacar de este lugar a su venerado padre, pero ya había encontrado entre estas paredes su origen, su destino, el perfume de las letras recién impresas en el papel, el rechinar de teclas que en las siestas tocaban su mejor melodía para las musas que alegres rodeaban su ventana otoñal. Y así fue rodando tan rápido este mundo que sin darse cuenta los ritmos fueron cambiando, las melódicas teclas callaron y el instrumento creador de musas terminó en un baúl antiguo, el que cargaba todas sus cosas con las que llegó a este recinto.
Los años pasaron, las caminatas eran más cortas, espaciadas y solas. Las mañanas y las tardes se volvían eternas para Miklas. Pretendía volver a sus letras, pero sus limitaciones lo impedían. Su pulso ya no era el mismo que aquel joven apuesto que olvidaba sus ensayos en la cafetería. Me lo decía así, con esas palabras; las que según él usaba Alba, su compañera de vida cuando lo conoció. Cansada de tocar la puerta de su casa para llevar sus apuntes, decidieron juntar sus caminos para siempre.
Vivieron felices, se amaron, formaron su hogar y Dios les regaló su primer y único retoño. Geraldine. Como todo lo bello y puro, no siempre es eterno; como el reloj de arena que agota cada grano hasta vaciar su lugar, así llega el momento, los ocasos, las bendiciones, los milagros, el perdón, la redención, la esperanza, la fe, la pasión, la despedida, la negación, el sufrimiento, la pérdida.
Luego de todos estos escabrosos pedregales aparecen la resignación y el resentimiento. La fe y la nada. Extrañar y preguntar. Sostener y caer. Levantarse y correr. Padecer y sobrellevar.
Que infinidad de palabras pueden determinar la vida de una persona. Cuan amplia es la red del pescador que, en su afán de atraer más peces, se le escabullen muchos por lugares impensados, perdiendo así el control de su propia creación.
Miklas sostenía el recuerdo presente de cada jornada vivida, de cada decisión tomada, de cada historia contada, de cada detalle compartido.
Qué pretendía demostrar en estos nuevos tiempos que atravesaba, si con solo verlo le sobraban los símbolos de marcas reconocidas en sus vestiduras, mas el imponente reloj en su puño derecho que continuamente miraba buscando respuestas de tan largas ausencias, de tanto abismo desesperado. Regalos y más regalos que recibía feliz de manos de Gery, cómo le decía en sus visitas, quien lo vestía de alegres colores y perfumaba sus ambientes con delicados aromas. Estos espejos de luz fueron cayéndose haciéndose trizas en los puentes de su inocente espera. Y la nada misma se estremecía en sus pupilas, porque no dejaba ver su destino ni su fracaso, ni su denario colgado en su otra muñeca que guardaba celosamente y llevaba consigo siempre. Este no fue un regalo; más bien podríamos decir que fue un «pase de rezos en tiempos difíciles», un sendero en medio del bosque que estaba alumbrado por seres de luz que hicieron de guía para el último destino de su compañera de vida.
Las horas pasaban y los últimos destellos de pretender que sus mejillas se sonrojaran una vez más, esperando a su bella hija, se difuminaba.
Llegó nuevamente la tan odiada noche, la que sumía en sueños profundos a quienes debían descansar, la que cada vez se hacía más eterna, la que ocultaba los sentidos ajenos para no dejar que surjan. La que otra vez dejó sin melodías a Miklas.
Lo acompañé despacio hacia su habitación, mientras el pasillo se hacía eterno, no por ser extenso, sino por el esfuerzo que hacía de no querer avanzar rápido, de pretender que los osados minutos carguen en sus espaldas los incontables segundos que marcaron cada grieta de su patriarcado rostro. Cada paso era una ausencia desvenida, la locura misma de no saber el porqué de los sucesos, la continua rebeldía de pretender apagar la soledad forzada, el sediento choque a un mundo paralelo que deseamos atravezar.
No lo culpaba, lo entendía, lo pude captar en sus ojos azules que gritaban ser entendidos. Sus rencorosas lágrimas que insistían en ocultarse en cada surco encontrado pretendían reflejar la silueta de una niña que en su infancia jugaba descontrolada en las colinas de Dios. Podía leer cada palabra que pensaba, cada imagen que sobrevivía, cada recuerdo, pero porque lo sabía! Porque escuché y disfruté cada una de sus historias, porque toleré entender el porqué de sus penurias y consecuencias, la dejadez y la amargura. Cada paso dejaba una huella difícil de esconder, pues se levantaba a gritos sórdidos pidiendo respuestas de tan largas esperas. Es más, acompañaba cada pausa que realizaba y sentía que lo notaba y me apretaba aún más fuerte mi brazo de soporte; como agradeciéndome esta pequeña acción.
¡Llegamos! Le dije muy despacio y sus pasos se detuvieron en el umbral de su alcoba. Tardó en reaccionar, subió su cabeza, mirándome callado, suspiró profundamente y me dijo: «Otra vez no pudo llegar».
Mi dolor traspasó su mente y siguió: «Pero no te preocupes, mañana vendrá». Así había pasado más de un año.
Lo ayudé a acostarse y como estaba refrescando fui a la sala a traerle una manta más abrigada. Al regresar escuché una voz dulce que cantaba una tenue canción de cuna. Su hija había regresado. Sus manos estaban entrelazadas y ya casi en el portal de los sueños Miklas, con una enorme sonrisa y sus ojos bien cerrados dijo: ¡Llegaste hija! Ahora podré dormir como nunca antes lo hice. ¡Ahora soy felíz!.
Geraldine, su hija, regresó cada noche de sus últimos años, los que disfrutó como un niño y los que sigue disfrutando en cada regreso de otoño cuando el viento trae su recuerdo y sonroja las hojas secas en un cielo eternamente azulado, en un prado verde y solitario que recuerda las caminatas interminables y las historias más extraordinarias jamás contadas, los atardeceres que perdían su luz pero no su valor, pues aún sentados y con mantas abrigadas seguías contando tus creativas historias.
Ahora sí, me toca a mi presentarme. Soy Germán, un ser que creció con su tía abuela y su madre en una hermosa y enorme casa, amante de la lecto escritura, un sensible de la vida, alguien que desde pequeño preguntaba por mi abuelo, ya que sabía el fallecimiento de mi abuela. Siempre tuve respuestas inmediatas de mi madre. Lo pude conocer hasta sus últimos suspiros, me encantó poder casi vivir con el, pues el escuchar sus palabras, sus historias de vida, la carga emocional que contribuía cada mañana, cada tarde y cada noche para que sea escuchado, me llevaba hacia las nubes más altas y más puras. Cada paso que supe contar con él, aferrado a mi brazo fue la pasarela más inolvidable y maravillosa que se puede pedir a la vida, pasillos que por kilómetros recorrí con él. Nunca supo que yo era su nieto, pero sé profundamente que lo hice vivir feliz hasta quedar sumido en los profundos sueños eternos.
En ese momento, junto a mi madre, juntamos nuestras lágrimas por él, y se depositaron en una guitarra que siempre sonó y que siempre sonará en los atardeceres de Dios. Abuelo Miklas, siempre quise acompañarte desde mi lugar y desde cada rincón que te observaba en este lugar. Pedí cuidarte desde que me decidí a hacerlo y descubrí lo maravilloso que es hacerlo. Me diste todo, y a través de mi madre Geraldine encontré al abuelo que siempre soñé tener. Mis palabras y mis letras son tuyas. Los atardeceres se visten cada jornada para recordar cada suceso vivido, cada experiencia ganada, cada protagonismo sentido. Como musas, volvieron, y no se irán jamás. 

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