Amanece.
El pescador espera
el sol en el anzuelo.
Carlos Lotti
Rodolfo mira a las llamas consumir con avidez los papeles, las cenizas volar y el humo elevarse. La decisión de hacer esa fogata lo hace sonreír. Termina de cerrar el ultimo bolso y mira a su alrededor para comprobar que no olvida nada. En la mesada ya no están los sobres con los análisis, exámenes y diagnósticos. Una caja entera de diferentes laboratorios, con estudios complicados y dolorosos dejaron de existir en la parrilla del fondo.
Se sube al auto y emprende un camino sin regreso. Lo que le queda de vida será solo para disfrutar y hacer lo que más le gusta, comer, pescar y leer.
Alquiló una casita en un pueblo costero, frente al mar, antigua y cómoda. Al llegar deja la valija y las cajas con libros, y va directo hacia la playa ¿Por qué será que la gente va a la costa en verano si la paz y la belleza del mar son tan tangibles en invierno?- Camina despacio, y siente el viento húmedo enrojecer su cara. Durante toda la vida corrió de un lado al otro, trabajo, trabajo y más trabajo. ¿Y para qué? Hoy a los setenta y nueve años no entiende tanto sacrificio. La universidad, el coche, un crédito para el departamento, nuevamente un coche y un departamento más grande. Los hijos a los que no vio crecer, por trabajar tanto, luego la muerte de su mujer en un accidente absurdo, y correr, correr y no vivir ¿Para qué?
Algunas gaviotas parecen darle la bienvenida con graznidos aunados, las olas rompen e intentan acercarse a él para rodearlos con una espuma que el viento levanta y hace bailar delante de su solitaria figura.
Camina con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, siente a sus pies romper la conchilla blanca que la marea deja al descubierto, y de pronto, abre los brazos y mirando al mar grita: Gracias. Unas gracias fuertes y luego otras más, hasta que la voz se le quiebra y comienza el camino de vuelta con lágrimas que resbalan hasta la comisura de los labios, tan saladas como el mar que se extiende poderoso hasta unirse con el cielo gris.
Va a realizar el sueño de tantos, vivir de la caza y de la pesca, en su caso solo de la pesca y de lo que la proveeduría del pueblo le venda con la plata que cobra de la jubilación por invalidez.
Al volver a la casa empieza por hacer la cama. Luego acomoda la caja de los anzuelos, y se va a dormir con un libro que siempre empezaba y dejaba por cansancio. Lo abre y lee despacio saboreando cada frase y hundiéndose en el mundo de Macondo, un pueblo inventado. ¡Eso mismo es lo que haría! Inventaría su final en esta localidad donde, esa noche, siente que aún tiene mucho por hacer.
Amanece y Rodolfo sale con una campera, botas y gorra, todo nuevo hasta la caña de pescar, parece un astronauta en el medio de la playa que con los primeros rayos de luz adquiere tonalidades naranjas y turquesas. Escarba en la arena en busca de una almeja para encarnar, ya se asesoró que es época de corvinas, y aunque estos peces comen cangrejos a él le da miedo agarrarlos. Ya está preparado y se interna para tirar la línea en la segunda canaleta.
Luego de varios intentos lo logra, aunque se mojó más de lo necesario, deja la caña clavada en la orilla y se refugia en un médano donde puede ver si la línea se mueve y algún pez distraído y glotón muerde el anzuelo. Se prepara el mate y abre un paquete de galletitas. Su mente divaga recordando momentos, algunos gratos, otros no. Su mirada se cruza con un perrito, de pelo ralo y orejas lastimadas. Se acerca con timidez, con el rabo entre las patas y al ver su mirada Rodolfo recuerda un dicho que siempre decía su padre,” Más triste que ojos de perro sin dueño”, y le acerca una galletita. El perrito la devora con avidez y vuelve a mirarlo.
Pasado el mediodía Rodolfo decide volver, el solo cavilar en el jamón crudo con queso gruyer que lo espera para el almuerzo le hace desear estar de vuelta. Recoge la caña y encuentra el anzuelo nuevamente vacío y sonríe, piensa que los peces tienen derecho a un tentempié. Al emprender el regreso el cachorro intenta seguirlo pero el aplaude para alejarlo y dice.
-No te puedo adoptar. Quedarías huérfano pronto.
Luego del almuerzo, saca el colchón y lo coloca debajo del árbol que hay en el jardín. Con almohada y frazada, se acomoda en el silencio de la tarde. No duerme, disfruta del movimiento de las nubes, el vaivén de las hojas secas, y de los pájaros que juegan entre las ramas y lo miran desconfiados. Los pensamientos se disparan en distintas direcciones entre trascendentales y ridículos. Desde por qué disfrutamos de los momentos cuando sabemos que nos quedan pocos, hasta que pasaría si un extraterrestre bajara al fondo del mar y calificara a los distintos peces como terrícolas. La tarde se esfuma y una noche estrellada lo acompaña en su parrillada para uno, que hace con piñas recolectadas del jardín. Antes de entrar el colchón se recuesta para buscar estrellas.
– Gracias vida- vuelve a gritarle al infinito.
Durante toda la semana disfruta de alterar la rutina, y esto se aplica también a la carnada, lombrices, mojarras y hasta con un pedazo de salamín, aunque el resultado sigue siendo el mismo, anzuelo pelado. Pero además siempre lleva una bolsita con los restos de comida para el cachorro que duerme en el médano y lo espera a diario con un festejo de saltos y ladridos propios de un rey. Rodolfo lo bautiza, sin querer, sin buscar el nombre, surge de caricias y movimientos de cola, de sentarse juntos a mirar la caña compartiendo una galleta, de esperarlo ansioso en la orilla cuando se adentraba al mar en busca de la famosa olla. Amigazo, lo llama y el mestizo viene corriendo, Amigazo y abre la bolsita que cada vez trae más llena.
El viento fuerte abre una ventana de golpe, No es día para ir a la playa, pronostican tormenta eléctrica y sudestada. Baja la temperatura y Rodolfo prende el calentador, tapa los chifletes que entran por debajo de la puerta y se dispone a preparar un guiso de lentejas con el cantimpalo que le sobro de la tortilla española de la cena. Cuando mira por la ventana de la cocina y observa el vendaval grita” ¡Carajo!” Y calzándose la campera amarilla y las botas va en busca de Amigazo.
Lo encuentra mojado y hecho un ovillo en su escondite del médano. Asustado y temblando se deja llevar hasta la casa donde Rodolfo, con un pulóver viejo, le prepara una cucha.
“¿Cuánto vive un perro, diez, doce años? Nunca tuve una mascota” Piensa mientras le seca la cabeza con una toalla y el cachorro le lame la mano. “¿Que estoy haciendo?”
A la mañana luego de desayunar juntos, lo lleva a la veterinaria para que lo revisen y vacunen. Nunca se imaginó que fueran tantas las obligaciones: libreta sanitaria, correa, chapita, desparasitarlo, pomada para las orejas, pipeta para las pulgas. La cara de Rodolfo al ver el dinero que debía es de incredulidad.
-Disculpe, no tengo tanta plata.
-Me lo paga como pueda.-Dice la veterinaria- Lo importante es que Amigazo este bien-
Rodolfo le clavo la mirada y sin querer, como quien dice su número de documento, le cuenta su situación y el temor a darle un hogar que iría a perder en poco tiempo. La doctora lo toma de las manos y sonriendo sin el más mínimo dejo de piedad le contesta.
–Si quiere soy la madrina, usted lo cuida. Se cuidan. Y si pasa algo, le doy mi palabra que lo adopto-
-Hecho, y para sellar el pacto la invito a comer unos chorizos a la pomarola el viernes, ¿acepta?
-¿Crema o dulce de leche?-.
-¿Para los chorizos?
-No, para el flan que voy a llevar.
-Ambos entonces. A las ocho la esperamos
Después de esa noche se suceden largas charlas y caminatas por la orilla del mar, los tres juntos. Una joven llena de sueños, un viejo enfermo y un perro demasiado flaco. Ella le cuenta sus proyectos, expectativas, sueños. Él, con la filosofía de tanta vida vivida, le brinda escucha y confianza. Muchas veces, ni siquiera hablan: tres almas en silencio dejando ocho huellas en la playa.
Partidas de domino en las frías noches, una amistad destinada a ser corta y profunda. Por primera vez en su vida Rodolfo puede ser sincero, reír, llorar, enojarse, insultar y expresar temores. Compartir un buen vino “No gastes tanto” le decían los conocidos, si el pudiera explicarles lo absurdo de ahorrar.
Y pasaron los veranos, los nietos lo visitaron, jugaron con Amigazo y lo acompañaron a pescar. Pudo transmitirles sus sentimientos y abrazarlos.
En su médano tan querido, allí mismo, una mañana cerró los ojos mirando la caña de pescar. Según comentan en el pueblo justo ese día había picado una corvina de cinco kilos, otros dice de tres o dos. Pero da lo mismo, nadie la vio.
La doctora cumplió con su palabra, a pesar de que todo el pueblo pidió quedarse con Amigazo.
Cada mañana ella le abre la puerta y él sale al trote hasta su refugio en la playa, donde se acuesta mirando el mar.
Susana Carraro
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