Este relato, a pesar de que soy un jubilado de 75 años, tiene que ver más con mi difunto amigo Teodorito que conmigo.
En el barrio Los Eucaliptos de Caracas donde pasé parte de mi niñez, hasta que el gobierno de Pérez Jiménez nos aventó al bloque dos de la Silsa (Llamado antes Atlántico Norte), conocí a Teodorito. Su papá era carpintero y bebía igual que un botellero.
Menciono botellero porque para mí, muchacho inocentón de los cincuenta, no existía cristiano en el mundo que bebiera más licor que un señor dedicado a recoger botellas de vidrio.
Claro, diré en mi descargo, que esa era la imagen que uno presenciaba continuamente: el botellero gateando borracho por los desiguales escalones de tierra del barrio, mientras cantaba o maldecía.
Decían los mayores, que este señor de sombrero tan gastado como el paltó (en esos días hasta los ayudantes de albañilería usaban paltó), se dedicaba a recoger botellas de vidrio por todo el cerro con la finalidad de vendérselas a la fábrica de lejía.
Pero bueno, volviendo al papá de Teodorito, el señor Simón como tenía mal carácter; después que se embriagaba, echaba a todo el mundo fuera de su rancho. Mejor dicho; no los echaba: la señora Mónica y sus tres hijos cuando lo escuchaban prender la sierra y maldecir a todos los santos, agarraban el monte y se le perdían El monte era la casa de sus vecinos, quienes ya sabían que al día siguiente el señor Simón amanecería como una Pascua, y disculpándose con su familia y el vecindario.
Teodorito era mi amigo porque crecimos juntos; pero realmente él no era compañero para jugar metra o beisbol con pelotas de cartón, que eran las diversiones de aquella infancia pobretona de Los Eucaliptos. Tampoco servía para acechar los amapuches de su hermana Rosario con mi primo Ramón en el cambural de su casa. Teodorito sólo hablaba de escapes; de jubilarse, como le decíamos antes.
El señor Simón, su papá, le había confeccionado un juguete muy popular en aquellos días del año 1953, una perinola. Pero la perinola de Teodorito era una perola vacía de sardinas Pica Pica y un trozo de palo de escoba. Las perinolas con las cuales jugaban niños y adultos eran todas de madera.
Sin embargo, a Teodorito eso no lo trastornaba; pues tras ensartar la lata en el cabo pocas veces, preguntaba mirando a uno con sus ojos traviesos: “¿Te pegó tu papá, verdad?”. Uno, aún adolorido por los correazos, asentía desganadamente. Y entonces Teodorito se erguía ante uno con sus pantalones de travilla rotos y exclamaba: “Vamos pues, al escape”.
Yo, que tengo fama de “caído de la mata” no daba importancia a aquellas arengas; incomprensibles para mí. Pero entonces el negrito Tato, que habitualmente se quedaba con mis metras jugando “pepa y palmo”, me preguntó una tarde intrigado: “¿Ese carajito del carpintero, es amigo tuyo?” “¿Teodorito?, claro; vive al lado de la casa”.
Tato, que siempre andaba con las bolas afuera y sorbiéndose la nariz tras cada palabra, se agarró con la mano izquierda los anchos pantalones rotos de su hermano, el que estaba preso por ratero, y se santiguó con la devoción de un Papa.
“—Ten cuidado –dijo mientras se alejaba con mis metras—ese carajito de lo que habla es de matarse.
Bueno, como ya lo dije, fuimos instalados en los bloques de la Silsa, y allí llegó Teodorito con su filosofía de escape.
“─ ¿A ti no te provoca ─me susurraba─ cuando te levantan para ir a la escuela tirarte de este piso pa¨abajo?
Mi difunta hermana, que siempre estaba a mi lado, me daba un pellizco y decía repelente: ─Teodoro, las botellas que se bebía Simón te rascan es a ti.
Teodoro se quedaba absorto examinando el vacío, como midiendo la altura.
Así fue mi vida: recién casado a los veinticuatro años de edad unos rodillos mal iluminados, en la textilera de mala muerte donde laboraba, me arrancaros la piel y la falange de varios dedos.
Luego, me robaron todo en el quiosco de periódicos donde había soñado ganarme la vida, ante la negativa de los empleadores de darme trabajo.
Después, como Carlos Andrés me dió trabajo, fui el segundo que los copeyanos despidieron del Ministerio de Transporte y Comunicaciones.
Le había escrito una carta a Carlos Andrés Pérez, recién elegido presidente, solicitándole empleo después de detallarle que andaba tan arruinado, que ni siquiera pude enterrar a mi hijo fallecido de cinco días de nacido.
Teodorito, en un descuido mío, la leyó antes de enviarla. Su mirada juguetona se apagó, y luego de estar largo rato en silencio dijo “le pones música y es un tango”. Pero fue un instante, enseguida reanudó su cantaleta “Vamos a suicidarnos, guevón” (Por esos días ya estaba empezando a desaparecer del trato coloquial “mi llave”, “mi caballo”, “mi brother”).
“─Teodorito, te aprecio en el alma; pero ¡coño chico! Ya está bueno de esa ridiculez. Está bien cuando éramos unos carajitos… Mi hermana tiene razón: la caña que se tragaba tu papá te rascó fue a ti.
Simón, el carpintero tiempo hacía que había muerto.
Mientras estuve trabajando en el Ministerio vi poco a Teodorito: pero como llamado por el destino apareció por mi casa el mismo día que los copeyanos me echaron a la calle.
Entonces empecé a tratarlo, pero alerta siempre a sus insinuaciones suicidas. Teodorito de vez en cuando mientras nos tomábamos una cerveza clavaba sus ojos traviesos en mí y me decía: “Chamo, tranquilo, contigo nada; pero yo de que lo hago lo hago. Por eso no quiero ser tu compadre”.
Trabajando en una oficina de Contabilidad, donde lo único que no hacía era limpiar estuve cuatro años. A cada rato me venía a la mente el jugoso sueldo que ganaba en el Ministerio, si lo comparaba con la miseria de ahora. ¿Y la labor? Manuscribir larguísimas actas de asambleas que sólo ocurrían en el cerebro del contador. Ir a las notarías, bancos, registros; comprar, elaborar y servir el café de la oficina. Lo peor era que no podía ni comprar zapatos, y entonces caminaba todas las calles de Caracas con unas pesadas botas que había comprado en los tiempos del Ministerio, con el objeto de trabajar albañilería dentro de mi casa.
Similar a un carro viejo enganchado a una grúa, estaba yo en aquel empleo: no podía darme el lujo de abandonarlo pues necesitaba el escaso sueldo.
Entonces llega mi hermana (ya es hora de que la nombre) Magali, y me anuncia por teléfono.
“─Te conseguí una cita mañana en la tarde para que te entrevisten en la mejor empresa cervecera del país.
“─Hermana, usted está tronada. ¿Ya se te olvidó lo que pasó en la chocolatera?
“─No, no se me ha olvidado; pero esta vez es diferente. Vas recomendado por misia Maaga. Ella tiene un cargo importante en esa empresa.
Esa misma tarde, me llamó Teodorito.
“─Mi pana, véngase que lo estoy esperando en el bar Los Luchadores, de La Vega. Me dijeron que el negrito Tato. No sé si te acuerdas de Tato; el mocoso de los pantalones rotos, es el gerente de la fábrica de cemento. Vamos a hablar con él para que dejes esa oficina.
Pensé mencionarle a Teodoro, las diligencias que había emprendido Magali; pero ante la curiosidad de ver después de tantos años al negrito Tato convertido en gerente, y también por qué no de tomarme unas cervezas que me hicieran olvidar mis pesadas botas accedí.
El negrito Tato no se apareció en el patio de bolas del bar Los Luchadores, y yo, distraído por la espera, creo haberme bebido unas once cervezas llenas de tierra amarilla porque me dio, a mí que nunca me ha gustado, ponerme a jugar bolas. Y de improviso, mientras mi mente trataba de representar el encuentro con el empleador de la cervecera, brotó Teodorito, detrás del mingo, y me señaló unos árboles:
“Esos árboles están bien buenos para ahorcarse; no los voy a pelar. Aprovecha y haz tú lo mismo; no ves que nadie te quiere dar trabajo”.
Yo ni le presté atención; había estado hablando tanto de lo mismo que estaba seguro que jamás lo haría. Pero ¡Dios! Lo hizo y esa misma tarde lo vi cuando lo bajaban los bomberos, con una lengua tan larga como la subida del barrio Los Eucaliptos.
Al día siguiente, dejé la cama con las sienes punzándome cada vez que recordaba los ojos de Teodorito, cuando miraba los árboles del patio de bolas.
Había pasado una larga noche soñando mil disparates: que la lengua de mi amigo yo la pisaba y me resbalaba; que la lengua trepaba los árboles y envolvía un autobús donde viajaba. Que la lengua recogía las bolas y las aventaba contra la fábrica de cemento matando a Tato.
Por la tarde, con más ganas de devolverme que de llegar, fui con mis dedos remendados a solicitar empleo a la mejor empresa cervecera del país. Me sostenía en el empeño saber que me había recomendado una tal misia Maaga, a quien de paso ni conocía.
El médico industrial me examinó en silencio; pero no supo disimular el estupor que le produjeron mis dedos. Luego con gesto adusto pareció querer lavarse las manos. “Venga mañana, porque su ingreso a la empresa lo decide otro que no soy yo”.
Salí con la muerte reflejada en el rostro, y mirando con tristeza los silos de la empresa. Ya sabía yo, que era la última vez que pisaba la cervecera, pues igual me había ocurrido con una prestigiosa fábrica de chocolate: me citaron para el día siguiente sólo para decirme que no.
Esa noche dormí a medias. Cada vuelta en la cama veía el rostro del médico industrial diciendo “No” con su dedo índice enrollado en la larga lengua de Teodorito.
Cerca de la madrugada, deseando ser dejado de lado por el mundo en sus luchas, me dormí. Y entonces, con su pantalón de overol azul marino y su perinola de lata, me dijo Teodorito: “Viejo, no te suicides; te van a dar el trabajo en la cervecera porque confundieron a Maaga, la que te recomendó, con Águeda, la dueña de toda esa vaina”.
¡Muchacho! Pegué un salto. Aquello no parecía un sueño.; hasta el olor del agua servida que bajaba por los escalones de tierra del barrio Los Eucaliptos estaban en mi nariz cuando desperté.
Me lavé y fui a la cita animado por el sueño, aunque de vez en cuando se me filtraba en la mente la experiencia de la chocolatera.
¡Cara! Me estaban esperando para darme el carnet que me permitiría acceder a las instalaciones de la Cervera. Y empecé a trabajar ante el asombro de varios empleados cercanos, que no comprendían como una empresa tan rigurosa en el reclutamiento de su personal me había dado trabajo.
Yo tampoco lo entendía, hasta que un día un delegado con el cual me tomaba una cerveza, me dijo en tono bajo, “Yo sé que usted no eres ningún cogido a lazo: está aquí porque misia Águeda lo recomendó”.
Al consultar mi duda con Magali, dijo: “Ahí Teodorito tuvo razón: confundieron a misia Maaga con misia Águeda que es, como te dijo el loco ese en tu sueño, la dueña de toda esa vaina”.
Bueno, chamo, hoy que salgo jubilado de la cervecera tengo que exclamar: ¡Bendito seas, Teodorito, donde quiera que te haya enviado Dios! Y aunque te negaste a ser mi compadre, te diré que por algo mi segundo hijo lleva tu nombre. A tu tumba si no voy, porque no sé si sabes que no la tienes; te cremaron, Teodorito.
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