Escarabajo de San Juan

Camilla Hamm

Era un jueves lluvioso de finales de mayo de 1942. Otro día largo y aburrido para Karl y los demás soldados heridos. Muchos de ellos hacía ya seis o hasta incluso doce meses que estaban en aquel hospital de guerra en las cercanías de Dormagen, trasladados hasta allí para recuperarse de las graves lesiones y de las mutilaciones sufridas en el frente. No tenían otra cosa que hacer, más que esperar con paciencia a que pasara el tiempo. Pero aquel día, notaron que algo estaba ocurriendo. Los que no podían desplazarse por la gravedad de sus heridas levantaban levemente la cabeza para captar alguna cosa, mientras los que luchaban por su vida se mantenían ajenos a todo.

Karl, a quien después de la amputación de los pies no hubo manera de que se le cerrara la herida, esperaba al médico en su silla de ruedas, una especie de triciclo con asiento de mimbre y un pequeño volante con dos manivelas, gracias al cual podía impulsarse en la dirección deseada. Quería preguntarle sobre la fecha de su próximo trasplante de piel. Aguardando su turno notó que sus compañeros observaban algo que sucedía al fondo de la sala. Se oían risas y gritos. ¿Qué hacían tantos camaradas agrupados alrededor de una cama, animados y divertidos?

Después de haber conseguido la respuesta del médico, continuó observando Karl cómo los hombres, la mayoría jóvenes, se apretujaban para llegar al lugar donde se encontraba la cama de Sepp Obermaier, el tirolés. Poco a poco se fue formando un cierto tumulto. Los que podían, se acercaban con la ayuda de muletas o en sillas de ruedas. Unos cojeaban y daban pequeños saltos mientras otros se arrastraban lentamente. Todos llevaban pijamas del ejército de un color gris pálido. Karl sabía que no era fácil avanzar entre la filas de camas metálicas, que debían de ser unas sesenta, colocadas improvisadamente en aquel refectorio del Convento Knechtsteden, un complejo monacal del siglo Xll convertido hacía un año en hospital militar. Ya ni se fijaba en que sobre la pared lucía una cruz de madera al lado de un retrato del Führer en blanco y negro tomado de perfil, con la mirada dirigida hacia el victorioso futuro de la nación.

Ahora Karl también empezaba a hacerse camino en su silla de ruedas hacia la cama de Sepp Obermaier, su vecino, el austriaco que no podía moverse del lecho. Se caían simpáticos y trataban de distraerse contándose cosas de sus vidas. Cuando hacía buen tiempo, jugaban a cartas o charlaban con sus camaradas en la explanada, bajo el denso follaje del castaño, sobre el tiempo pasado en el frente y las promesas de Hitler de convertir Alemania en la primera fuerza del mundo. A veces, se enseñaban las fotografías de sus chicas, sus padres y hermanos. Pero cuando se apagaban las luces por la noche, Karl soñaba con poder bailar otra vez, jugar con sus amigos un partido de fútbol, pasear con su padre por los terrenos del caserío…

Tenía veintiún años y pensaba que le había tocado la secreta suerte de estar vivo gracias a la repatriación, pero no lo decía nunca. Su lesión había ocurrido durante la invasión de Rusia, cerca de Kiev, cuando a consecuencia de las temperaturas de 40 grados bajo cero había sufrido congelaciones en ambos pies. Durante todo el transporte, a lo largo de miles de kilómetros, había estado tendido sobre una rejilla de equipaje en un tren de la Wehrmacht. Contaba que sus pies olían terriblemente mal, ya que se estaban pudriendo, y que se habían vuelto de color negro. Durante el trayecto, sus camaradas, también heridos, no paraban de quejarse. Contaba también que su madre, al ver que su hijo no volvía a casa después de los pocos meses que, según había anunciado Hitler, tardaría el ejército en vencer a ‘Ivan’, se había apresurado a mandarle unas botas de cuero y fieltro para que se protegiera del frío brutal que, como sabía ella, ya había obligado a Napoleón, en su momento, a la rendición. Pero las botas apretaban demasiado, faltaba un poco de margen que hiciera la función de aislamiento. Karl explicaba, con una sonrisa, cómo lograba siempre arrancar unas carcajadas a sus camaradas en el frente contándoles que su madre, por miedo del severo invierno ruso, le había aprovisionado también con unas pieles de zarigüeya, suaves y finas, para que se las colocara debajo del casco metálico. Pero Karl presumía de que a él lo que le importaba era proteger su miembro cuando tenía que orinar, más que su cabeza bajo el casco de acero.

—Créeme, Sepp —decía—, he conocido a más de uno a quien se le ha caído el pito meando sin protección.

Sepp era un joven recluta originario de una aldea en la montaña del Tirol. A sus veinte años había perdido la parte inferior de sus piernas a causa de una explosión en una estación de tren mientras su compañía se trasladaba a Rusia, durante la llamada ‘operación Barbarossa’. Hablaba un fuerte dialecto de la zona, que no parecía ser alemán, razón suficiente para que los camaradas se burlasen contínuamente de él. Una raya precisa separaba su cabello moreno al debido estilo militar. Por debajo de sus mofletes sonrosados lucía un tupido bigote no muy frecuente en aquel lugar. Una tímida mirada revelaba su ánimo receloso y desamparado. Hablando consigo mismo antes de dormir, Karl le oía a veces suspirar, “¿Por qué estoy tan lejos de mi casa?”

Aquella tarde estaba agitado. Tenía una idea y se le veía cara de pillo. Apenas llegó Karl a su lado, Sepp le rogó, aprovechando que él se podía mover en su silla de ruedas, que cogiera tres escarabajos de San Juan en la explanada y se los trajera en una caja de zapatos. Pensaba que ese podía ser el momento de ganarse el respeto de los compañeros y a la vez hacerse con un botín nada despreciable.

Sabía que fuera, en los árboles, se saciaban los escarabajos de San Juan con las hojas verdes de los castaños centenarios, como cada primavera. Medían entre dos y tres centímetros, eran rechonchos y de color amarronado, con rayas claras sobre el caparazón. No vivían más de seis semanas. Durante ese tiempo, volaban de hoja en hoja y, cuando caían al suelo, eran presas fáciles para los niños. Recordó Sepp cuando él jugaba con ellos, observando atentamente cómo abrían las cuatro alas transparentes, cómo movían sus patas y antenas para explorar el entorno, y lo impresionado que se quedaba de lo dura que era la coraza del bicho. Sepp contó que en su aldea servían incluso de pasto para las gallinas, y que su madre había preparado en tiempos de hambruna sopa de escarabajos. Cuando Karl le hizo una mueca de asco replicó que, si esos escarabajos no aparecieran de vez en cuando en forma de plagas, serían inofensivos. En todo el centro de Europa son un escarabajo popular.

En casa de Karl, en primavera, también comían escarabajos pero de chocolate, envueltos en papel de estaño de color marrón brillante. Rememoró cómo su madre, mientras zurcía calcetines, tarareaba la triste canción del escarabajo ‘Maikäfer flieg’. Una canción sobre padres ausentes y países derrotados.

—También en Tirol se canta esta melodía— afirmó Sepp con tono nostálgico.

Fuera, en la explanada, escogió Karl tres ejemplares como le había pedido Sepp, los puso en la caja y los entregó a su amigo. Luego ayudó a dos enfermeras a sentarle en su cama con el apoyo de unos cojines. De esa forma podía ver a sus camaradas y proponerles su idea. Lentamente abrió la caja de zapatos y les enseñó los animalitos que corrían sobre el cartón. Acto seguido invitó a todo el mundo a participar en una colecta para reunir cinco marcos. Como no le hacían caso, dijo que estaba dispuesto a comerse uno de los escarabajos. Karl no podía creer lo que tramaba su compañero e intentaba distraerle con otros divertimentos. Al principio, los camaradas no comprendían bien lo que les pedía el tirolés, pero cuando entendieron la apuesta, le dijeron excitados que estaban dispuestos a pagar si se comía los tres, y naturalmente vivos. Después de reflexionar unos instantes, Sepp afirmó que solo lo haría en caso de poder cortarles las patas. Pero los otros gritaban “¡Recibirás la pasta si te los comes con sus muslitos! ¡Queremos ver cómo patalean entre tus dientes!”

Con ojos ansiosos esperaban el espectáculo. Intentaron acercarse más para escuchar el crujido de la coraza al partirse entre los dientes de aquel loco de la montaña. Sepp comprobó de reojo que la cajita de metal se había llenado con los óbolos de cada uno de ellos. Pidió a Karl que contara el dinero. Faltaba un marco y veinte céntimos. De esa manera ganaba tiempo para pensárselo otra vez. Mientras sus camaradas completaban la suma acordada, Sepp intentó darse coraje recordando las sopas de escarabajo que preparaba su madre. Era verdad que en aquellas sopas ya no estaban vivos, sino que nadaban cocidos y calientes enriqueciendo un pobre caldo de hierbas. Se concentró Sepp pensando que aquél era su día. Tenía la posibilidad de ganarse el respeto de todos, y por fin sería aceptado como uno de ellos. Félix, a quien le había alcanzado una metralla en el pulmón, agitaba nervioso la cajita. La suma estaba completa. Karl, como no quería aceptar lo que estaba presenciando, hizo un último intento por convencer a Sepp de que no hacía falta tal espectáculo repugnante para convertirse en el centro de todos. Pero ya era demasiado tarde. Entre burlas y obscenidades, los otros se empujaban para verlo mejor. Reclamaban chillando el inicio del espectáculo.

La cara de Sepp se había puesto colorada. Observaba cómo corrían los escarabajos. De repente agarró uno, cerró los ojos y empezó a masticar. Se oyó un crujido. Mientras unos se tapaban los ojos, otros se cubrían con las manos los oídos. Se reían diabólicamente animando a Sepp para que se comiera los otros dos bichos. Sepp se los zampó a duras penas, mientras sus camaradas seguían ululando de placer y de asco.

Karl se separó del grupo. No resistía más. Vio cómo Heini, al que le faltaba un brazo, vomitaba en un rincón.

En aquel hospital, como en tantos otros, seguían abasteciendo de carne a los cañones.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS