Amor, lazos de sangre y cabezas canas

Amor, lazos de sangre y cabezas canas

Nadia Cecilia

12/04/2021

-¡¿Por qué me tengo que aguantar a esta vieja otra vez acá?! ¡Que no venga más! ¡No necesito nada! –Sé que decías. Pero menos que nada necesitabas ese espejo miserable que nunca te permitió romper en una lluvia de cristales el recuerdo. La aguja perforándote el estómago. Esa aguja que se clava cuando la ves a ella y te sentís impotente de volver la historia atrás. Aunque en verdad no la ves. Porque mirar te duele y te eclipsa esa suerte de solidaridad que parece tenerte a pesar de todo, pero que no le es.

El departamento es pequeño y ya te movés como una tortuga arrugada y apática. Te cuesta limpiar, te cuesta ir al baño y por eso te ayuda con aquellos pañales gigantes de los que renegás y terminás por aceptar cada vez con menos incomodidad a fuerza de costumbre. – ¿Querés un té? – Te pregunta cansada. Afirmás solo en el ademán y te arrimás a la mesa de madera. No prenden la luz y la sala es deprimente. Muchas veces decidís olvidar. Pero hay tardes, como ésta, en las que levantás el pocillo de porcelana, te lo llevás a la boca y la mirás tras el círculo blanco que cubre parte de tu rostro. Entonces los recuerdos fluyen como ese líquido poco más que tibio que se desliza por tu garganta. 

En un plato pequeño esperan algunas galletas insulsas. Ella mira hacia la ventana y en un suspiro que refrena te das cuenta que está buscando palabras que finalmente no aparecen. La mirás. Allí, cerca tuyo. El tema podría ser cualquier cosa, pero tampoco encontrás las frases para una conversación trivial y mientras el perfil del edificio se pinta de naranja el silencio se apodera del departamento. La ves sentada en tu sala. Tan ella. Con esa forma de encarar la vida muy típica suya. Sumisa, victimificante.

Tal vez no lo sabés porque estás inmersa en la miseria que jamás tu orgullo te permitirá aceptar, pero se te escapa que, si la vieras, si realmente la miraras, serías capaz de entender algunas cosas. Algunas cosas como que el amor puede tener muchas facetas, pero esto no tiene nada que ver con el amor ni la familia. Esto es solo su necesidad. Su auto concebida obligación. Y por eso está. Por eso viene y te ayuda con lo que ya el cuerpo no te permite. Y eso te molesta. Su complacencia. Su otra mejilla. Porque nos molestan esas cosas. Las que nosotros mismos no haríamos o creemos que no podríamos hacer. aunque no entiendas que su exigencia de servir es otra cosa. Nace de esa estrategia que usa para no pensar. Para enterrar y no hablar de lo que lleva dentro porque… ¿Quién demonios sabe lo que lleva dentro? Nunca lo dirá.

Ambas cabezas están canas de principio a fin. Ella tiene un pelo pajoso que ata en un rodete sin poder asirlo todo y mechones se agitan en la soltura de sus pasos enérgicos que no se condicen en absoluto con su condición septuagenaria. Los años son muchos, pero su energía la de siempre y eso te enfrenta al abismo en el que caíste cuando se fue tu mayor tesoro. Cuando perdiste esa gracia juvenil, esa piel lozana y unos ojos chinos y brillantes que llamaban a la aventura.

Tenías catorce recién y él te había atrapado como a liebre salvaje una trampa. Te regaló ese hermoso tapado con cuello de piel que lucís en la foto sepia sobre el modular que hoy las ve tomar el té. Catorce y un anillo que llegó temprano… ¡Pero la vida! ¡La vida nacía recién! ¿Y quién lo entendería? Tan joven. Si. Lo elegiste. Y hoy pensás ¿Qué sabías de elegir a esa edad? Te imagino como la niña que se pone los tacones de la madre y un collar de perlas que le llega al ombligo para jugar a la señora. Te acomodabas a tu nueva vida, Te convertías en esposa. Tenías una posición, un hombre culto que escuchaba música clásica y te doblaba la edad con creces.

Entonces llegó el momento de ser madre. Recién dejabas tus costumbres de niña, o no del todo, y había un pequeño creciendo dentro tuyo. Pero ese bebé no llegó a ver la luz y tampoco el siguiente.

Hubo tristeza, pero él hacía todo porque su princesa volviera a sonreír. Te calzabas una vez más tus atuendos costosos. El encanto volvía y ese carácter que siempre te convirtió en el centro. Entonces seguías capturando corazones y eso te hacía feliz, te hacía superior. Quizás te aliviaba ¡Por Dios! ¡Si siempre fuiste una reina, y lo sabías! Pero tal vez no imaginaste en tu camino de diva a quién dejarías profundas cicatrices.

-Vi que tenías una bandejita de verduras en la heladera. Podríamos hacer un caldo para la noche… -Por fin ella había encontrado algún tema. La mirás y afirmás mientras limpiás con la servilleta la comisura de tu labio. El silencio retorna. Está tan desprolija como siempre, pensás desde tu silla de paño verde. Tan metida en sus cosas, tan mecánica. La apariencia nunca le había preocupado. Subía los árboles, se revolcaba en la tierra, no le agradaban los vestidos ni las joyas. “Zíngara” la gitana, le decían en la familia y también los vecinos. Y el apodo le iba como anillo al dedo con esa apariencia despreocupada. Pero un día lo conoció a él. Lalo la hacía brillar. Fue la primera vez que se miraba gozosa al espejo con esa mirada desconocida. Nunca había creído merecer un amor como ese. Se sintió diferente, se sintió bella “mi bella” solía decirle él.

La primavera mendocina de la década del treinta encontraba los pasos de los enamorados sobre las impecables baldosas de la avenida San Martín hasta llegar al parque de la colina. ¡Ellos apenas se animaban tomarse de la mano! Él la acompañaba a la casona familiar o la visitaba en las tardes de calor a la hora de la siesta. En esa casa que hasta hacía pocos años compartías con la familia y visitabas en ocasiones. Entonces los mirabas. Pasaban horas bajo el porche. Con esa sonrisa plácida… ¡Te revolvía verla tan timorata! ¡Tan sumisa a sus palabras! ¡Tan melosa! Te revolvía que se pierda en su mirada, en ese amor joven, o quizás te revolvía que veías todo lo que ya no podías tener. Sé que tal vez hubieras querido ser ella y que extrañabas.

Te perdés de nuevo en la foto del modular mientras ella se lleva sin ganas una galleta a la boca. Te ves junto a Leopoldo, en la placita frente a la catedral. Él salía a trabajar el día entero. Se ausentaba por largo, pero te colmaba de obsequios como a una criatura caprichosa y eso te encantaba. Entonces, por las tardes, cuando te veías libre, visitabas el hogar materno. 

Ahí estaban ellos. Mirándose con pudor, riendo. Tu hermana menor, y ese joven al que idolatraba. Estabas ahí. Ibas y venías por los pasillos del caserón. Tus miradas de pestañas onduladas y esa sonrisa perlada lo encandilaron ni bien verte y, sin pensarlo, comenzó a correr su foco. Tenías armas y eran poderosas, ¿Cómo saber hoy si fue eso, o solo un impulso o la necesidad de un vuelto de adolescencia que quedó inconclusa?

Te incluían en sus charlas. Hablabas soltando esas risitas contagiosas, repletas de hoyuelos que junto a tu simpatía y un roce casi imperceptible marcaron el camino. Después ¡todo sucedió tan veloz! Esa tarde los encontró en algún rincón oculto. En poco tiempo el engaño se transformó en habito y secreto. Pero ella no lo notaba. ¡Era tan inocente! ¡Tan dócil! Y eso te molestaba. Te molestaba tanto como te molesta ahora su carácter complaciente. Como ésta incomodidad del silencio y la noche que llega, porque querrías decir algo, pero no lo vas a hacer. Ella está ahí, servicial, perfecta. Se nutre de eso, y, quizás no lo entiendas, se nutre para poder seguir.

Veías a Lalo a escondidas. Había vuelto a encender la llama que creías perdida y eso le daba una nueva emoción a la vida. Se besaban y le acariciabas el cabello espeso de bucles castaños, tan diferentes a los grises y débiles del hombre que por las noches acompañabas para la cena.

Ella se levanta y lleva los pocillos. Los apoya en la pileta y abre la llave. El agua corre. Ves su figura desde la espalda delgada. La ves agachar la cabeza para tomar la esponja. Recordás el día que lo descubrió todo. Ella lo supo. Los vio. Lloró y se desvaneció en la cama. No sabías que decir ni como, pero ella… Ella decidió callar. No le dijo a tu hombre, o a nadie más. Ella lo sepultó y tuvo que volver a pararse y seguir. Las tareas del hogar alejaban su mente y se le hicieron costumbre. No se sentaba a pensar. Pensar era peligroso. Ella se encargaba, como siempre, de enterrar a los muertos. Y esa rutina sería su velo de novia, su luto.

Lalo huyó. Se hundía en la vergüenza. Estaba arrepentido. Él la había amado pero la manzana fue más que tentadora. Pensaba en hablarle, en disculparse, pero no sabía, no encontraba la forma, o el valor, o no quería apenarla más. Su trabajo lo llevó a viajar. Fue en uno de esos viajes que solo un par de años después encontró la desgracia. El accidente en la ruta solo le dio tiempo en llegar al hospital y algunos días más. Ella se enteró. Le avisaron y ¿Qué hizo? Lo único imaginable para ella. Puso la otra mejilla. Corrió al hospital. Tan joven, con tanto por delante, y se iba. Él la vio acercarse, la reconoció… -Mi bella – le dijo – Perdón…

Lo despedían al siguiente día.

Lo supiste la misma tarde en que ella subió al mico para llegar a verlo. Tu habitación tuvo una puerta cerrada y silenciosa por largo. Sé que hubieras querido abrazarla y hubieras querido que te abracen, cuando nadie más podía conocer tu secreto.

Ahora la ves ir y venir por el departamento. Comparten cierto programa de televisión y comentan alguna cosa. A veces solo quisieras que se vaya lejos. A veces, cuando estos recuerdos llueven, quisieras que se vaya, porque no lo vas a decir. Jamás lo vas a decir. Los muertos del pasado se diluyeron en la tierra, flores crecieron y murieron para volver a crecer nuevas y ya todo es muy lejano. Pero lo sé, igual te duele.

Ella va a seguir viniendo. Va a seguir haciendo caldos, algún mandado o encontrando ese tema sin importancia como lo temprano que está oscureciendo. El reloj de la sala que comparte el modular con el retrato va a continuar, rítmico, caminando sus horas y minutos y ¿te digo que va a pasar entonces? Entonces, te vas a ir primero. Te vas a ir y ella va a estar ahí. Cerca, como estuvieron siempre y a veces tan lejanas. La escena trillada de hospital va a tener una semejanza a aquella décadas atrás en la clínica de una localidad mendocina. Pero esta vez tu boca estará petrificada. Quedará inmóvil en lateral y tu expresión va a inspirar pena. Todos van a creer aquello como producto del ACV, pero no. Tu boca se va a paralizar porque va a decidir morir antes y no tener que decir aquella palabra. Esa que nunca te animaste y hubieras querido. Entonces, ella va a mirar tus pequeños ojos brillantes y húmedos con los suyos opacos y cansados. Te tendrá la mano. Ya no podrán hablar, y no será necesario. Le vas a ver los ojos profundos, esta vez sí colmados de una verdadera piedad y el amor de sus lazos. Y va a ser en esa mirada que vas a comprender todo y… ¿te digo algo? Ella también. Aunque ella ya lo comprendió hace mucho.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS