Y ahora con esto de no poder verla el corazón se me vuelca dando giros y retorcijones. Me pongo a pensar en lo mal que mamá la pasa. Tumbada allí, en esa camilla de peltre mohosa, envuelta entre sabanas húmedas y olorosas a hospital, sin nada más que hacer sino sufrir como sufre desde hace tres meses. O, mejor será decir, como sufre desde hace ya dos largos e interminables años. Pues, una mañana de un gris octubre me llamó y sin más, así con su voz risueña, tan impasible como siempre ha sido ella, va y me dice, “hija tengo cáncer, pero no te preocupes. No es nada grave. Dios mediante del cielo me habrá de ayudar. Tan segura estoy de ello que si no, me dejo de llamar la señora Flor Enriqueta”. Empezó entonces una vertiginosa y perpetua maquinación del destino que hoy me tiene aquí entre estas paredes de fría losas esperando la fatal resignación. Porque, desgraciadamente, esperar es lo único que se puede hacer; y, mientras todo esto ocurre y mientras el tiempo se estanca en una burbuja inmóvil me vienen a la mente una infinita serie de imágenes pasadas como una película en retroceso. Rememoro la tarde de hace dos años. Mamá y yo bebíamos chocolate caliente; sentadas a la sombra de un álamo herido, sobre la terraza delantera de la gran casona, donde, en otra época, nacimos todos sus hijos y también algunos de sus nietos más queridos y bisnietos. Un pequeño regimiento móvil del ejercito pasa enfrente de nosotras. Sus fusiles están descansados a la espalda. Un hombrecito que dice estar al mando y dice ser cabo tercero se acerca y nos dice, a ella y a mí, que, en tres días, es decir, el viernes de esa semana misma, una brigada de salud viene al pueblo con los mejores médicos del departamento, y todas las personas que así lo consientan pueden asistir a un chequeo general sin compromiso de nada y, lo mejor aún, sin un solo peso que pagar. Mamá me recuerda el dolor que últimamente le está carcomiendo “aquí” y se toca levemente el costado bajo el riñón derecho. Le hace saber al hombre que allí estará. “Muy temprano iré”, le dice. Los soldados se marchan. La calle queda tan vacía como una jarra sin agua. Mamá se queda viendo la calle, todavía con la taza de chocolate humeante en los labios, y no sé por qué, cuando me despido de ella para ir a casa y le prometo acompañarla ese viernes, ella sigue, entretanto, con la mirada puesta en la calle como si esperase algo que no llega. Yo la dejé allí, sola, pensativa, sin saber que pasaba por su cabeza, como si ella misma, desde mucho antes, presagiara el inesperado giro del aciago destino. Hasta que al fin aquel viernes llegó, trágicamente. Una lluvia torrencial me impidió ir a casa suya para darle compañía, pero a ella no le impidió, con un paraguas y unas botas altas de cuero, ir al batallón de la séptima brigada. Recibió el chequeo y, además, recibió la instrucción para viajar a la capital; y que, una vez allá, hacer esto y aquello, así y asa, y luego esperar los resultados de los extensos exámenes. Los resultados insospechados los esperamos yo y mis siete hermanos con una expectante agitación, hasta la mañana nublada de un gris octubre en que el menor de mis hijos cumplía cinco años y ella me llama y me dice, “hija tengo cáncer”… y todo lo demás. Confieso que en verdad yo la escuché, pese a todo, magníficamente alegre, como si la escena de muchos días atrás en que ella miraba la calle vacía fuera un hecho muy lejano que no se repetiría más. Pues, ahora, aunque no lo quisiera, nos hacía creer que apreciaba el deseo manifiesto de someterse a un minucioso tratamiento. Sabía que el tratamiento le ocuparía, seguramente, todas sus fuerzas y energías. Y, de hecho, se sometió poco después con imperturbable estoicismo, símbolo de su carácter recio. Pero nunca dejó de reprocharnos abiertamente que no hacía falta hacer tanto caso a una vieja torpe. Nos decía, “déjenme aquí con el recuerdo de su padre muerto y mis animales y mis maticas que riego a cada mañana. No hace falta tanto ruego ni tanto cuidado ni nada”. Así siempre hasta el cansancio de terminar por persuadirla y enviarla a vivir a la capital….y con el arduo trabajo que nos constó a nosotros ocho reunir cierta platita después de ávidas y extensas privaciones. Guardo todavía ese recuerdo palpable de verla llegar, aquí, a la capital, confusa y extraviada por su nueva agitada vida con su vestido azul merino rematado con tulipanes y violetas de muchos colores y su cabello dividido a raya como un colegial. La instalamos en un cuartito al fondo de la casa alquilada, bien limpio y bien iluminado que ella acogió cálidamente. Pero un tiempo después nos contradijo diciendo, “me muero en estas cuatro paredes quiero ver vida”. Entonces la trasladamos a la pieza que da contiguo a la calle. Desde allí, ella sentada en una mecedora de mimbre, veía a la gente pasar y veía el humo de los coches y veía, en las tardes, los niños jugar, y aquellas risas y gritos llenaban profundamente su corazón desolado. Eso fue en los primeros meses cuando solo iba al hospital a la sazón de una o dos veces por semana, porque luego se hizo más frecuente sus visitas al médico hasta que ya le fue imposible regresar a esa extraña y melancólica morada de la vacía ciudad que había comenzado a odiar demasiado hondo como nunca en su vida había odiado algo. Y es la razón por la que hace tres meses está aquí como huésped permanente y distinguido del dolor y la muerte. Eso a mí me duele mucho y a mis hermanos y sobrinos igual les duele mucho verla así como un muñeco de trapo seco y flexible y sucio y arrugado. Me ataca la saturación gráfica de imágenes del pasado donde mamá se disculpa conmigo hablando lentamente a mi oído palabras tristes de agonía, “hija, no importa. Tú sigue tu vida. Yo ya me voy. Ya mi cuerpo dejará de existir pronto en este el torcido mundo, y no importa y no te preocupes por una vieja tonta como yo”. Entonces, no puedo retener más tiempo las lágrimas y caen, caen y caen tristemente sobre su tierno regazo. Le digo, “no te dejaré nunca porque eres mi vida toda”. Y, para pasar página al rato amargo, recuerdo, a la vez, el otro día ver llegar a mi hermano Nelson con una jovencita de la mano, cuadrarse enfrente de mamá mientras esta mira la calle con los niños jugando en la acera, y él, le dice, “mira, mamá, te presento mi mujer”, y mamá mira fijamente los ojos de la jovencita con su mirada profunda que atraviesa las paredes y las cosas y, luego, le dice a Nelson muy seria y muy convencida, “es puta no te conviene”. También me viene a la cabeza una vez, en una noche, en que los edemas abultaban sus extremidades hinchándolas grotescamente como un balón a punto de estallar y ella, débilmente, agitando la cabeza en un delirio de ensoñación susurraba para sus adentros, “déjenme morir, déjenme morir”. Sus días eran más largos y extensos que el medidor del tiempo de cualesquier ser humano que haya pisado alguna vez esta tierra; y, en cambio, sus noches, tan cortas y difíciles, siempre le recordaban lo breve de la vida. Hay otros muchos recuerdos alegres y tristes, pero ahora nada importa. Un hombre en bata viene hacia mí y su expresión es seria y segura y camina, además, rápido con desenvoltura; se queda mirándome y, después de un rato, me dice, “venga conmigo”. Yo voy con él, por corredores solitarios de la muerte escuchando los ecos de sus pasos distantes mientras avanzo detrás de la espalda de su humanidad corpulenta y él se detiene y dice, “siga”. Mamá está tirada allí en una camilla mohosa. El tiempo es lento, todo sucede intempestivamente, me siento aislada del mundo y de todas las cosas. Sólo existe ella y yo. Sólo hay un abismo profundo de cuatro gigantescas baldosas de pegajosa losa fría que me separan de su vida. Mis pies no caminan y mi boca no concibe palabra alguna para expresar lo que mis ojos ven. Al fondo de la habitación iluminada por un bombillo de centellante luz blanca lechosa: Un amasijo miserable de carne y huesos, un cuerpo moribundo de rasgos afilados como cuchillos, y un cutis de piel arrugada y desecha como el pergamino sumergido en aceite, y el plas, plas, plas verdoso nauseabundo cayendo sobre el suelo y el tic, tic, tic de aquella máquina de tentáculos grasosos unidos a la levedad corpórea de mamá, y, cuando por fin cruzo ese abismo hondo que nos separa, ella, como si se tratase de sus palabras postreras antes de recibir el gélido tenebroso sopor óbito de la destrucción, pregunta, con su vocecita ronca de lastimero quejido por Nelson y por los demás y yo le digo que ellos aún no vienen, y ella, conteniendo el vidrioso brillo de sus ojos replica que la perdone por todas las molestias que causó y que la perdone, acaso, por tantos estragos de ser una cosa inservible; y, entiendo, quizá, en este momento, después de dos años como dos siglos, la razón del porqué su terquedad férrea. No quiso jamás que sus hijos y sus nietos y amigos y familia irrumpieran el ciclo de sus vidas, tan solo por el inconmensurable amor que nos tenía, no quiso nunca vernos privados de tiempo ni de lágrimas ni dinero ni nada, no quiso robarnos el sueño, la felicidad y la energía de ser mediamente jóvenes aún, no quiso nada de eso, no quiso, no quiso vernos llorar preocupados por ella; eso la debilitaba más y más y cada día más. Porque alguna vez me lo hizo saber y yo estaba tan reconcentrada en tenerla aunque fuera un pequeño tiempo más viviendo a mi lado que no quise escuchar sus palabras. “Tus lágrimas me matan más rápido que la quimioterapia”, me decía. Y encima supo esconder todo ese infinito dolor muy bien en su corazón y supo engañarnos hábilmente y supo hacer a la perfección esos movimientos y esos viajes dolorosos por la ciudad imposible que odiaba a raudales. Fue una resignada amorosa, entregada a los suyos. Y, entonces, ahora siento, de pronto, que el sonido de su voz se va, siento que su cuerpecito se estremece bruscamente buscando libertad para su espíritu maltrecho. Siento de pronto que el reflejo de sus ojitos que se están cerrando lentamente me dicen adiós y hay algo que se rompe dentro de mí y quedo viendo a la nada escuchando el tic, tic, el plas, plas…
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