Desde la ventana, Soledad contempla la calle. La ve como si fuera de atrezo, retenida en un cuadrángulo como una foto fija, como un óleo de Edward Hooper con su escena de ciudad con recintos cerrados y panorama urbano desolado; a Soledad le parece una calle castrada, una calle muerta.

En la plaza, las palomas se posan sobre los hombros macizos de la estatua de bronce, en el sombrero de copa, en el hueco de las piernas, sobre el pedestal de mármol… Como cada día esperan ver llegar a Soledad, con su caminar breve e inestable, con su sonrisa blanda en la boca desdentada, con su mirar acuoso. Pero Soledad no esparcirá migas de pan y arvejones por el suelo tibio del mediodía ni las palomas la envolverán en una explosiva vorágine de arrullos y aleteos.

Debido a las restricciones impuestas por las autoridades sanitarias, por mor de la pandemia de coronavirus, Soledad sale a la calle solo cuando es estrictamente necesario. Hay que ser precavida y guardar la distancia: lo dicen en la radio y en el televisor y lo pone en los periódicos: los ancianos son personas de riesgo y el virus se dispersa viajando en las gotas de saliva en suspensión y se oculta en las crestas papilares de los dedos y, tal vez, se propague por el aire. El bicho está en la calle, polizón en cualquiera que por ella transite, siempre dispuesto a un nuevo abordaje, agazapado en los abrazos y en los besos, latente en los bancos del parque, en la barra del bus, en el mostrador de la tienda de ultramarinos, en los objetos más banales…

Soledad está asomada a la ventana. Se distrae mirando a la calle, a la calle vacía. De paso arregla las macetas exuberantes de gitanillas y geranios, hasta que sus piernas hinchadas no soportan por más tiempo la verticalidad del cuerpo. Entonces, balanceante y quejosa, asida a una mesa, a una silla, al quicio de la puerta…, va a la salita de estar, evitando pisar la baldosa que está suelta en el suelo del pasillo y recomponiendo la fotografía sepia de su difunto marido, que siempre descoloca con el hombro cuando pasa.

Como siente frío, atiza el rescoldo adormecido del brasero picón y dispersa sobre las ascuas embravecidas unas ramitas de alhucema. El agradable aroma de la lavándula inunda inmediatamente la estancia en la que resurgen reminiscencias de navidades pasadas, tan felices como lejanas en el tiempo.

En navidad la casa siempre olía a alhucema, a roscos de vino, a mantecados a anisados y a canela. Espumillón de color verde, dorado, plateado, granate, decoraba el marco de los cuadros, pendían como lianas de las lámparas, adornaban las jambas de las puertas; doquier colgaban cadenetas, divertidos afiches, orlas y celofanes.

La familia, reunida en torno a una mesa, montaba el viejo portal de belén, con su río de papel de estaño, con su musgo, con su montañoso paisaje de alcornoque y nieve artificial. Hoy las figuritas del nacimiento, envueltas en papel de periódico, dormitan olvidadas en una caja polvorienta, en el techo de un armario. Este año, Soledad no ha montado el belén: no se atreve a subirse a la escalera porque está demasiado torpe y ni siquiera sabe si podría ella sola con el peso de la caja.

Soledad recompone el embozo de la ropa de camilla que presenta en algunas partes las orillas chamuscadas. Se recrimina a sí misma el no haberse percatado de que la tela ha entrado, una vez más, en contacto con los carbones ardientes, lo que podría haber provocado una tragedia. Pero Soledad está chapada a la antigua y no tolera los braseros eléctricos, ni de gas ni modernas bombas de calor que la sofoca: prefiere la calidez ancestral y reconfortante del cisco.

Soledad abre la puerta de un mueble y coge la canastilla de mimbre donde guarda las agujas de tricotar y las madejas de lana y, mecánicamente, retoma la sempiterna y rutinaria labor de punto que comenzara no recuerda ya cuándo: uno del derecho y dos del revés, uno del derecho y dos del revés… Sus manos artríticas embridan la lana sobre las agujas que entrechocan una con otra con metálico soniquete, como dos sables batiéndose en un duelo.

A causa de la patente deformidad de sus manos, retorcidas como raíces de olivo, acomete la faena con la ausencia de experticia que la caracterizaba en otros tiempos, cuando tejía y cosía para la calle.

Uno del derecho y dos del revés, uno del derecho y dos del revés…, mengua la madeja con cada urdido y, sin embargo, a causa de tantos desbarates y composturas que siempre termina haciendo, la prenda, que Soledad teje desde hace tanto tiempo, parece estar siempre en el mismo punto de hechura.

Lo cierto es que cada día va perdiendo facultades. Se siente torpe y vulnerable. A cada momento más frágil. A veces se encuentra desorientada y triste, apenas duerme, apenas come, nada consigue mitigar el convencimiento de sentirse excluida, de no tener ya sitio en este mundo de interacciones y considera que su vida ya está más que amortizada.

Soledad hace mucho que no ve a sus hijos. Ellos no van muy a menudo a visitarla. La navidad ha pasado y ninguno ha ido a verla. Soledad sabe que están muy ocupados y no tienen tiempo para nada. Además, con las restricciones impuestas por las autoridades debido al repunte de la pandemia, lo tienen muy difícil y tampoco querrán sus hijos exponerla al virus: tan mayor y delicada como está.

Soledad, haciendo honor a su nombre, se siente muy sola. Por eso hace tiempo que le ronda por la cabeza la idea de adoptar a un gato, para que le haga compañía en los largos días de hastío y aislamiento. En el parque, donde suele ir a echar de comer a las palomas, siempre merodean gatitos desamparados. Podría echar mano a uno y llevárselo a casa. El gato es un animal muy limpio y hace sus necesidades en un cajón de arena. Un gato no le daría trabajo. Probablemente se pasaría el tiempo ronroneando en su regazo mientras Soledad teje su prenda infinita; o durmiendo a los pies de la cama o tomando el sol en el alféizar de la ventana, magnetizado con el vuelo errátil de los jilgueros, de los gorriones de las palomas que aguardan en vano la llegada de Soledad con sus bolsa de migas de pan. Además, el gato no es como el perro, al que hay que sacarlo tres veces al día, con lo que le cuesta subir y bajar escaleras. Ciertamente es un verdadero suplicio cuando tiene que salir para ir a la farmacia, por ejemplo, o para hacer la compra o ir al médico, porque Soledad vive en un cuarto piso, con escaleras de peldaños gastados, estrechos, resbaladizos. El edificio es muy antiguo, está muy descuidado y carece de ascensor. Y aunque bajar baja con relativa facilidad, subir es harina de otro costal, sobre todo cuando viene cargada con la cesta de la compra y no encuentra a nadie que quiera o pueda hacerle el favor de subirla.

Pero lo que a Soledad le preocupa, es que si un día no despierta, como ha sucedido a muchas personas mayores que fueron halladas cuando llevaban varios días muertas sin que nadie se hubiese percatado de ello, o que, llegado el caso, la ingresen en el hospital, entonces quedaría desamparado el pobre animal, sin nadie que pueda hacerse cargo. El simple hecho de pensar que tal cosa pudiera llegar a suceder le produce escalofríos. Por tal razón, siempre que se plantea la posibilidad de adoptar a un gato, desiste de la idea.

Los hijos le hablaron de un asilo, le dijeron que allí estaría mejor, atendida por personal cualificado y conviviendo con gente de su edad. Pero Soledad se niega a pasar sus últimos días aparcada como un viejo vehículo en un depósito. ¡Cómo abandonar su casa que con tanto sacrificio lograron pagar! Su casa es el hogar donde fueron concebidos sus hijos, el lugar donde murió su marido…

Le ha vuelto el dolor de cabeza. Pero esta vez vino acompañado de fiebre y de una tos carrasposa y seca que se ha aferrado como un fibroma a su pecho. Soledad piensa que no será nada, que lo más seguro es que se haya enfriado cuando estuvo asomada a la ventana. Hace frío en la calle, es un invierno crudo. Y también hace frío en la casa, en la que hay humedades por doquier y las ventanas no cierran como debieran, porque de madera son y están hinchadas por la humedad.

Soledad se levanta. Va al baño y busca en el mueblecito donde guarda las medicinas, un Paracetamol y el antitusivo con sabor a canela y regresa friolenta a la butaca.

En la calle, las arquitecturas comienzan a emborronarse diluidas en una bruma opalescente, como si todo el paisaje urbano fuese una acuarela inacabada, un paisaje apenas sugerido. Paulatinamente se encienden luces en las ventanas de los viejos edificios, recuadros amarillos en donde se recortan los habitantes como sombras chinescas en el proscenio de un teatro de títeres.

Es hora de cenar, pero Soledad nada cenará: en realidad no necesita ingerir calorías que no va a quemar su cuerpo frágil como el de un pajarito, delicado como una mariposa.

Soledad se encamina al dormitorio y se recuesta de cualquier manera en la cama colmada de ropa dispersa y arrugada. Están húmedas las sábanas y huelen a moho. Las paredes están apulgaradas, raídas y el techo descalichado parece amenazar con desprenderse en cualquier momento sobre su cabeza cana, sobre los muebles desvencijados. Y es que la casa es tan vieja como su inquilina, tanto como el barrio en el que se asienta y todos, inquilina, casa y barrio, a la par, se van derruyendo inexorablemente.

Soledad cierra los ojos enturbiados por la fiebre y trata de abrirse paso a través de su mente confusa para rescatar del olvido los días felices y refugiarse en ellos. Pero es una evocación neblinosa y traslúcida, turbia, y lechosa; es como si mirara al pasado a través de un cristal empañado o de un fino velo. Los recuerdos se desdibujan, se tornan a cada instante más indefinidos, más ajenos.

Soledad lleva ya varios días enferma, pero esta noche desaparecerá la fiebre y cesarán los estertores. Se marchará la tos pertinaz y los ahogos y la influenza irá en pos de otro enfermo. La anciana Soledad quedará allí, sola, en un definitivo encierro, postrada sobre la cama manchada de flema y orines, con el corazón parado, viviendo una irreversible y eterna somnolencia.

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