Su hijo llama a las nueve de la noche, después de que acabe Pasapalabra. Su hija, por las mañanas, antes de hacer la comida, sobre la una. A parte de eso, nada.
No ocurre nada. Un día detrás de otro.
Se levanta porque se hace pis y maldice levantarse porque se hace pis. Camina al baño sin encender la luz porque se sabe la casa de memoria porque es su casa, igual que su nombre es su nombre. La casa y el nombre y él se conocieron todos a la vez. Hace pis.
Parece como que encima tuviera que alegrarse de que hacer pis no le duela. Le da rabia alegrarse, pero se alegra. Camina de vuelta a la cama, se mete en la cama aunque sabe que no va a dormirse, como intentando educar a un cuerpo ya ineducable, como diciéndole oye, ahora toca dormir, vale ya de hacer el tonto.
Efectivamente, no se duerme.
Se enfada con su cuerpo que es él mismo. Se enfada con su cuerpo para no enfadarse consigo mismo. Y no funciona.
Cuando se cansa de no poder dormir, enciende la radio. Dan exactamente la misma noticia que el día anterior. Solo cambia el número. Parece que se ha estabilizado la cosa en unos 100 muertos diarios.
Cuando dan las noticias en la televisión aparece además un gráfico pintado en pantalla. Color azul, que es un color así como muy neutro. Una línea que serpentea y que avanza cada día un poquito hacia arriba. Una línea que para él no significa nada. Piensa que quizás debería alegrarse, de estar delante de la gráfica, al lado de la radio y no dentro de ella. Pero no se alegra.
El presentador, por su parte, sabe que no debería mostrar que él si se alegra, pero se alegra y se le nota un poco. El presentador es joven.
Apaga la radio. Suspira.
Se siente a la vez superviviente y náufrago.
Se asea, se viste, esas cosas. Desayuna pan mojado en el café mientras mira por la ventana. Hay un festival de golondrinas hoy en la ventana. Están nerviosas. Parece que se van.
Él también estaría nervioso, piensa, si pudiera irse a algún sitio. Correría y haría ruido y reiría a carcajadas como las golondrinas. Si no estuviera atado a esta casa en la que ya no pasa nada, que aún es tan suya como su nombre. Tan parte de su cuerpo como su cuerpo. Si no tuviera miedo, pánico, a salir de casa y aterrizar dentro de la gráfica.
Si pudiera irse a algún sitio sacaría fuerzas para poder irse, seguro. Como ellas. Haría las maletas y reuniría a los vecinos y a las vecinas y a los amigos del parque, y entraría a misa y sacaría a la gente de allí y a la gente de los bares y a las parejas que bailaban y ya no bailan los domingos de verano en la verbena. A todos, los juntaría y se irían todos volando y montarían un escándalo increíble, piensa. Y nadie los vería marchar, porque nadie estaría en la calle para verlo.
Se irían y ya está. Si al final qué más da. Si se va. Qué más da.
Tuerce el gesto. Desmigaja otro trozo de pan y lo deja flotar un rato en el líquido tibio. El pan acaba por hundirse y él lo rescata con una cuchara pequeña. Suspira. Las golondrinas no acaban de irse y de pronto ya le caen fatal. Es una estupidez que monten tanto alboroto, piensa. Nadie va a darse cuenta de que se marchan. A la gente le encanta que las golondrinas vuelvan, claro. Pero les importa poquísimo si se van o no. Qué más da. La gente está a sus cosas, se dice. Están todos a sus cosas, se repite. Todos menos él que no tiene cosas porque están de pronto prohibidas todas.
O porque le dan miedo.
Maldice a las golondrinas por haberle recordado que él tiene una pata atada a la casa y que la otra le duele si camina mucho rato. Que se le hinchan los pies, que respira incómodo, que le entra cuando hace frío una tos feísima y que, a veces, le duele cuando hace pis.
Y que, además, ahora, que es de pronto náufrago, población de riesgo, diana, tiene miedo.
Él -piensa, mientras camina de la cocina a la puerta, ida y vuelta, ida y vuelta, ida y vuelta- él no tiene edad ya para tener miedo a cosas. Le da casi como pereza. Le da vergüenza. Le da vergüenza cuando llama su hija y le pregunta “qué, hoy has salido al parque, ¿o tampoco?”. O tampoco. Le da vergüenza decir que no, y por eso camina ida y vuelta ida y vuelta ida y vuelta hasta la puerta sin tocar la puerta hasta que son 45minutos. Los camina y luego se sienta en el sofá y sube los pies porque le duelen y cuando ella le llama dice “no, es que ya va haciendo frío, pero he caminado aquí por casa, casi una hora”. Y ella dice bueno. Bueno.
Y él se da pereza y vergüenza por no atreverse a decir es que tengo miedo.
Se siente niño, de pronto. Y le parece sentirse niño a estas alturas terriblemente injusto. Y, puestos a sentirse niño, se siente un niño pequeño, superviviente y náufrago. Y eso le parece terriblemente triste. Y le da vergüenza estar triste tan solo.
Pero es que tiene miedo. Cómo no va a tener. Le da miedo pensar que hace varios días que no escucha a Milagros cantar en el balcón de arriba, que no se sabe el teléfono de José Antonio porque para qué, pero que le gustaría poder llamarle y preguntarle qué tal el huerto y decirle vaya la que tenemos montada y que él diga no lo sabes tú bien. Y reírse juntos un rato.
Y le gustaría bajar al parque, y pasear, y tomar un mosto después y jugar la partida, pero tiene miedo y cómo no lo va a tener si el primer día que salió se encontró con Aurora y Aurora le contó que la residencia en la que está su hermana había sido un horror, y que no permitían visitas y que -por si acaso- ella estuvo separada de Vicente casi un mes. Y que no, él está bien pero muy débil, ya sabes. Le da miedo salir.
Si a Vicente le da miedo salir por qué él no tiene derecho a tener miedo.
Y por qué a nadie le enfada. Por qué a nadie le da pena que Milagros no cante, que Vicente tenga miedo a salir, que las golondrinas se vayan. Por qué a nadie le asusta ya. Por qué encima, parece que el presentador se alegre cuando desenfunda la gráfica y explica con su voz de presentador joven que hoy solamente han muerto 100 golondrinas. 100 vencejos. 100 niños pequeños náufragos, supervivientes. 100 personas solas.
Qué ha pasado en el mundo mientras el mundo estaba encerrado en casa para que ahora nos de igual, nos parezca bien, nos alegre incluso, que el gris sea el color de las cosas.
Come. Duerme la siesta. Mira la televisión, hace un sudoku, lee un poco, comprueba que las golondrinas aún no se han marchado. Riega las plantas.
Arranca un par de hojas secas del geranio del balcón y acaricia los pétalos de la flor grande, roja, que empieza a abrirse. Está precioso, es posiblemente la única cosa preciosa que es capaz de reconocer en esta isla casi desierta que es su casa.
Si el miedo le da vergüenza, el geranio floreciendo le infla de orgullo.
A Marga le encantaban los geranios. Él, por afán de llevar la contraria y por amor, que son a veces cosas parecidas, prefería las margaritas. Tenían una maceta de cada en el balcón, una al lado de la otra, y ella cuidaba las dos. Esas cosas pasan. Son a veces las flores reflejo de la vida misma. Cuando se murió Marga se murieron los geranios y las margaritas y a él empezaron a darle igual las plantas.
Y, bueno, a principios de junio, cuando empezó la gente a salir a pasear, su nieta le trajo un geranio. Hablaron un rato, ella sentada en el rellano de las escaleras, él en una silla que había colocado frente al felpudo. Era raro, estar sentado con los pies en el felpudo propio. Como dispuesto a salir, como llegando apenas, como siempre de vuelta. Como invitado de pronto en esa casa que era tan suya como su nombre y como su cuerpo.
Pero estaba bien. Estaba bien.
Al marchar, ella le dijo te he traído una flor te la dejo en la puerta. Como si al geranio le diera vergüenza -o miedo- pasar. Como si fuera el geranio un niño, pequeño, un niño náufrago.
Colocó el geranio en el sitio del geranio. A veces le hablaba, y le llamaba Marga. Un poco por amor y un poco por llevar la contraria. A veces le contaba que tenía miedo, a veces le silbaba una canción del oeste o le cantaba un salmo de misa, o le leía el santoral. Lo sacaba cuando hacía sol y lo guardó esos días que granizó muchísimo.
Habían resistido el verano juntos, el geranio y él.
Riega el geranio y espera a las ocho. Y a las ocho nadie aplaude. Aguanta apoyado en la barandilla, a que acabe de ponerse el sol. Le gusta un poco ver la ciudad encenderse de luces, imaginarlos ahí, cada uno dentro de su isla, cada uno hablándole a su geranio. Le da pena verlos tan lejos, pero le gusta verlos al menos.
El cielo es aún color rojo, hay sobre las montañas esa línea naranja brillante y entre las nubes parece que se ve alguna estrella, cuando empiezan a salir las golondrinas. Son muchísimas. Salen todas juntas, un poco de todas partes. Salen como salieron todos el primer día que se pudo salir, como salieron los niños, como la gente que salía y corría y la gente que hablaba a voces y que reía. Y él las mira y las ve todas y se despide de ellas. Está bien, piensa, poder despedirse de las cosas.
Dice hasta luego muy bajito y aplaude un rato sólo, frente a la ciudad, a las golondrinas que se marchan. Y, después, casi sin darse cuenta, llora una lágrima. Y después llora otra y después ya no se ve el sol y casi no se oyen las golondrinas y él sigue llorando. Llora los 100 muertos de aquel día, llora a Milagros y a su balcón en silencio infinito, llora a Vicente, que está mejor, pero se ha quedado débil. Y llora a José Antonio, por si acaso. Y llora su miedo y su vergüenza y se alegra un poco porque Marga no está ahí, pasándolo mal con él y llora también porque ella no está. Llora porque se siente cada vez más náufrago, cada vez más niño.
Y después, suspira, encoge los hombros y camina hasta el sofá. Se sienta y pone los pies en alto, porque le duelen un poco.
Suena el teléfono. Enciende la tele, sorprendido, todavía queda medio rosco. Se encoge de hombros. Se rasca un ojo. Mira el número solo para comprobar que no es su hijo. No es. Levanta el auricular. Contesta.
Levanta las cejas, sonríe.
-Hombre, José Antonio, pero qué sorpresa me das.
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