Y TODO POR LA SOLEDAD

Y TODO POR LA SOLEDAD

Luz del Mar

07/04/2021

Al parecer, para Ángela Padrón, uno de sus mayores entretenimientos era ir al médico. Cualquier síntoma o malestar que sentía era ya un motivo inmediato para sacar una consulta médica. Cita con el cardiólogo, con el dermatólogo, con el nefrólogo, o con el oftalmólogo y así, no terminaba la lista.

Ella era bella como porcelana,  de bajo peso. Cuando la llevaban al médico usaba su mejor vestido. Se preparaba anticipación: pagaba su bono, llamaba a los hijos para averiguar quién la acompañaría, buscaba la historia clínica, y tenía a la mano los resultados de los exámenes de laboratorio. Después se preparaba ella.

Parecía que sentía agrado con cada visita médica. Y quizá fuese porque, en ese momento, ella se convertía en el centro de atención. Sus hijos la llevaban, estaban con ella en la espera y en la consulta, luego la regresaban a casa.

Aunque una tarde no la pudieron recoger a tiempo, y ella, en su desespero, decidió regresar sola a casa. Con la mala suerte de que se extravió en el camino, ocasionando angustia a sus seres queridos. No recordaba dónde quedaba su casa y deambulaba por las calles sin rumbo fijo, tal vez empezaba a asomar el rostro un principio de la enfermedad más temida: el Alzheimer. Afortunadamente un ángel, de esos que siempre aparecen cuando más se necesitan, se le acercó, la reconoció, y la llevó de regreso a su hogar. En cualquier caso, salir al médico, encontrarse con la familia o con los vecinos eran momentos en los que ella sentía que cambia la rutina de su profunda soledad. Salía a la calle, se distraía, conversaba…¡vivía!

Cuando niña, vivía con su madre y sus hermanos en una vereda del municipio de Fundación, en el departamento del Magdalena. Allí, en esa zona apartada de la infraestructura urbana, lejos de hospitales y centros de salud, su madre fue víctima de una picadura de insecto que se infectó y se complicó, trayendo como desenlace un prematuro y trágico fallecimiento. Murió muy joven y dejó a ocho hijos huérfanos. Años más tarde, sobrevino la muerte de su padre. Ella, que solo tenía seis años, fue entregada a unos parientes de la ciudad para que la terminaran de criar. Con sus hermanos sucedió algo parecido, pero ellos eran mayores.

Por sus grandes precariedades no alcanzó a terminar los estudios básicos. Para ganarse el pan y el techo de cada día, debía trabajar vendiendo curíes (mascotas) en las asoleadas calles de la ciudad, o trabajar en las labores domésticas en la casa de crianza. A los 16 años se enamoró de un joven moreno, alto y delgado, estudiante de medicina. Ella lo quería mucho, pero sus padres adoptivos se oponían a esa relación. Pasó el tiempo y, por cosas del destino, el joven estudiante tuvo que irse a otra ciudad a terminar sus estudios. Ella no pudo esperarlo. Su necesidad de cambiar la vida que llevaba la hizo fijarse en un hombre bohemio, un marinero y negociante que le ofrecía un poco de estabilidad.

Tal vez era la única carta que tenía para alejarse de esos parientes lejanos con los cuales vivía. Buscaba amar y ser amada.

Con él se fugó de la casa de crianza una noche silenciosa de mayo y formó su hogar. Desde un principio, sufrió al lado de su marido por las permanentes borracheras que se daba.

Cuando quedó embarazada de su primer hijo, se separó. Sola y desesperada, buscó el apoyo de una hermana que vivía en una ciudad vecina. Esta, al verla llegar con un bebé en brazos, le dejó muy en claro que solo podía pasar esa noche en su casa; que ahí no podía quedarse a vivir.

Desesperada por la desnutrición de la criatura, y por la apremiante situación económica que la ahogaba, retornó a su viejo hogar. Tuvo que aguantar nuevamente las infidelidades y borracheras incesantes de su alcohólico marido.

Ángela, entre abortos y nacimientos, llegó a tener siete hijos; cinco lograron nacer y acompañarla. Con gran sacrificio, vendiendo mercancías y prendas de oro que le entregaban en consignación, logró brindarles a sus hijos una formación académica para que se defendieran en la vida y no sufrieran lo que ella sufrió. Con el transcurrir de los años, todos se hicieron adultos e independientes.

Ella, a pesar de sus escasos estudios académicos, lograba ahorrar dinero del gasto diario. Tenía la firme decisión de conseguir un techo propio. Pensar que algún propietario la sacara de la vivienda con sus hijos o le echara sus pertenencias a la calle, era un mal presentimiento que la perseguía. Por ello, siempre estaba ahorrando algún dinero de sus pocas entradas o ingresos. Y se cumplió esa desventura. Ya alguien lo había anunciado, _los peores presentimientos de las personas mayores_ se cumplen.

Una calurosa mañana de abril, llegaron a exigirle que entregara la casa. Ella pensaba que su marido pagaba puntualmente la mensualidad del arriendo. Además, él le había prometido que iba a comprar esa residencia, y ella le creyó.

Fue la peor noticia de su vida. En ese momento sintió vergüenza, veía su dignidad deteriorada con la llegada de un abogado y dos policías locales para realizar el lanzamiento de sus pertenencias a la calle. Desde ese momento, se prometió a sí misma que iba a conseguir su propia casa; por eso, del dinero del mercado diario tomaba una parte y la guardaba en una alcancía. También fue una de las principales enseñanzas que les dio a sus hijos: ahorrar, siempre ahorrar para contar con algunas reservas que los ayudaran a salir adelante. La otra importante enseñanza de vida que les dejó a sus amigos y familiares era tener un techo propio, para que nadie los saque de su casa y los avergüence ante los demás.

Así fue. Con el correr de algunos años, pudo comprar una casa pequeña de dos habitaciones y un baño. Decía: “Después que la puerta se cierre, no importa lo que suceda. Si hay para comer o no, nadie tiene porque enterarse, uno está resguardado bajo su propio techo”.

Pero la vida es como un viaje en tren, a cada momento se va divisando un panorama diferente; a ratos, te acompaña un sol radiante, y más tarde puedes ver la más profunda oscuridad.

Uno de sus hijos se casó y llevó a vivir su mujer a la casa de Ángela, obviamente con su consentimiento. Aparentemente era una nuera agradable y servicial, pero con el tiempo fue mostrando su hipocresía. Poco a poco se fue adueñando de los espacios comunes del lugar. Se sentía la cabeza de familia, disponía de la decoración y de todas las decisiones de la casa, relegando a un segundo y tercer lugar a la propietaria. No le agradaba ver a la suegra sentada en la sala ni ocupando las sillas de la terraza. La pobre Ángela debía estar encerrada en su habitación para no ver gestos desagradables ni soportar humillaciones. Pobre Ángela, ya su casa no era su intimidad. Su hijo no veía nada o se hacia el ignorante para no pelear con su mujer. Esta situación no hizo más que profundizar su soledad y marginación familiar. Ella aguantaba esas humillaciones porque se sentía culpable al permitir que ellos entraran a su hogar. Además, como ya desde hacia muchos años había quedado viuda, sentía la necesidad de la compañía masculina en su casa, y qué mejor compañía que la de su amado hijo.

Ahora entiendo por qué le gustaba salir a caminar, siempre inventaba alguna salida: a la misa de las mañanas, a visitar a sus otros hijos, a saludar su única hermana, en fin. O también la podían encontrar sentada en los parques del vecindario.

Yo la conocí y puedo dar fe de que Ángela Padrón era una dama de esas que ya no vienen. Sus hijos y nietos siempre fueron lo primero. Primero, incluso, que ella misma. Todos sabían que moría con cada nota triste a su alrededor. En los casi 90 años de edad en los que vivía atrapada, seguía siendo tierna a pesar de sus aflicciones. La química sanadora de sus manos era la medicina predilecta de sus hijos. Cada que enfermaban con fiebre alta y malestar general, ella llegaba con su ungüento Vick VapoRub y les suministraba sobijos por todo el cuerpo hasta desaparecer los dolores.

Para ella, la mayor felicidad era ver a la familia reunida y ello ocurría a final de cada año o en fechas especiales, en las que yo también participaba por ser una amiga cercana de la familia.

Cuando sus hijos no la llamaban en el día, ella se deprimía. Por eso cuando se hizo una adulta mayor y empezaron las enfermedades y los achaques, se concentró en la importancia de atender su salud. Cada semana iba una o dos veces al médico.

Ella sabía muy bien que las medicinas no eran del todo eficientes; sabía que Dios era su sostén y que a Él le debía los años de vida, pero sabía que eran un recurso válido para seguir adelante cada día. Tal vez los medicamentos no lograran curar su profunda soledad ni las enfermedades que padecía, pero sí la ayudaban a mejorar el ánimo la compañía de sus hijos y amigos, así como la atención que los médicos le brindaban.

Doña Rosa, vecina y amiga de Ángela, cuenta que el día 17 de diciembre, ella se sintió mal y pidió que la llevaran al hospital más cercano para ver como tenía la presión arterial. Así se hizo, la llevaron al hospital San Miguel Arcángel. Después de examinarla, determinaron que debía quedarse hospitalizada. Vaya, esa noticia no se la esperaba nadie, menos la señora Ángela. Su rostro se tornó preocupado y triste como si presintiera lo peor. Ya no quiso hablar.

Esa noche, aproximadamente a las 11:30 p.m., debieron llevarla a otro hospital, supuestamente porque el primero al que acudió no contaba con la tecnología necesaria para unos exámenes del corazón. Sus hijos, confiados y seguros se fueron pensando que su madre estaba en manos profesionales y bien atendida. Además, aparentemente no había una situación de gravedad, solo se trataba de una revisión médica.

La sorpresa fue mayúscula cuando al día siguiente, muy temprano, llegaron a visitar a su madre al hospital y les dijeron que se encontraba en la UCI (unidad de cuidados intensivos). Se alistaron para verla y ¡oh sorpresa mayor!, la encontraron con un tubo introducido en la tráquea por medio del cual recibía el aire a sus pulmones. Por consiguiente no podía hablar. Era prácticamente un cuerpo vegetal. Sus hijos, alterados, buscaron al médico jefe para que les mostrara la historia clínica, tratando de hallar una explicación racional. Pero como casi siempre sucede en un pueblo pequeño, la verdad se encuentra entre frases cortas que viajan de un lugar a otro y la responsabilidad queda diluida entre las personas. Al parecer, solo les interesaba seguir suministrándole nuevos procesos médicos para prolongar su estadía en la clínica. El dueño de la vida, _que mueve los hilos del tiempo de los seres en la tierra, dispuso que Ángela solo duraría una semana más. El 24 de diciembre dejó de funcionar el aparato que monitoreaba los latidos de su corazón.

Como amiga de Ángela presencié su último momento de vida. Es increíble, le gustaba ir al médico, pero no le tenía miedo a los hospitales. Toda una ironía del destino. Nunca imaginó que su última morada sería una cama de hospital.

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