Cuaderno de campo: bocetos desparramados por la casa de mi abu

Cuaderno de campo: bocetos desparramados por la casa de mi abu

Júlio Campello

08/04/2021

Era el cuarto día que rompía otro plato. Bueno, de los hondos, pero mañana tocaba a alguno de los tres comer en uno más largo.

De hecho no tenía las mismas ganas de lavarlos como antes. Se quedaba sentadito en su sillón reclinable esperando a que le preguntaran si ya quería el postre. El fútbol de la tarde, más allá de pasatiempo, le servía de ASMR. Lo encontrábamos, mi papá y yo, durmiendo con la boca abierta, inmóvil, hechizado en una posición rara para quién toma una siesta.

Le gustaba mirar por la ventana. Y ahí se entretenía, se inclinaba y bajaba la cabeza.

Luego se iba a la cocina. Se sentaba, cogía su celular nuevo y prendía la radio. Lavaba los platos y ollas una vez más. Pulverizaba las plantas con su juguete recién comprado y volvía a la sala de estar. Las almohadas tomaban un poco de sol.

Me miraba un poco serio, con sus cejas gruesas, y hacía algún comentario al respecto del almuerzo, que las papas quedaron muy saladas y la comida tenía mucha sazón. Fruncía el ceño como cuando destripan un chancho en el matadero.

Bostezos.

Le traía un vaso de agua, pero ya no estaba.

Un silencio rotundo inundaba ahora el ambiente.

Paseaba por el departamento mientras todos dormían. Probablemente mi abuelito soñaba con algún animal a estas alturas. Me lo contaría después. No todo. Y no lo hacía porque era su voluntad. Le preguntaba, claro. Le instaba a hablar. Aun así me contaba poco, muy poco realmente. “Imagina el resto”, me provocaba, perezoso.

Sus ojos brillaban. Hacía un movimiento con el brazo como si tocara la guacharaca. Era su reflujo habitual. Resignado, se hundía en el sillón y lo perdíamos de vista.

Mi pa preparaba el café. Me pedía que le preguntara al nono si quería algo de comer. Decía que no, pero en realidad quería decir que sí. Viene, con sus pasos inocentes. Mesa puesta. Se sienta en la misma silla de todos los días. Saca unos panes del saco y los unta con mantequilla, tomando café entre cada bocado. Come poco y me sugiere que coma más, que no sea como él, que engorde un poco. El queso quema en su lengua.

Después del café de la tarde, vuelve a aburrirse con la tele. Ya no hay partidos y tiene que contentarse con programas de vistas aéreas, viajes y entrevistas. Se queda solito en la sala de estar, mientras mi papá y yo andamos a jugar el canciller alemán en la habitación donde siempre dormimos.

Regreso a la sala y lo veo mirando una serie, los subtítulos huyendo de sus ojos. Me cuenta que es la tercera vez que la ve. Le contesto algo que no me acuerdo más. Nota un cierto tono juicioso en mi voz. Sacudiendo la cabeza, me pregunta si me bañé. Le digo que sí. Había me tardado casi una hora en el baño y no se enteró. El departamento es grande, pero no tanto. Se pierde en una memoria inventada. Según él, había salido y no llevaba bien puesta la mascarilla. Me regaña. Comenta que ya se vacunó. Le da pena la gente que aún no se ha vacunado. Me dice que no me preocupe, que todo estará bien.

Apaga la tele y se arrepiente de no haber aprendido un instrumento.

Camina en dirección a la puerta. Nos avisa que luego regresa, que solo baja a revisar el buzón y a pasear por la planta baja. Me acuerdo de los frutales solitarios, arrinconados. Del aguacatero de la altura de un recién nacido. Del papayo que solo daba flores. Del arco hecho de tubos de obras, tan pequeño que meter un gol era casi tan difícil como distinguir el sabor de la comida cuando se tiene rinitis. Del piso lleno de agujeros y defectos, con fallas en la marcación del campo de fútbol.

Como de costumbre, se tarda en llegar.

No me saluda y se dirige a su cama, a eso de las once de la noche. Solo hay una luz prendida en la sala de estar y es la de mi celular. Me reprende por estar todavía despierto, me agarra del brazo. Comenta algo al respecto del daño causado a los ojos por leer a oscuras. Se aleja de mí y va hacia al balcón. El mismo donde mi abuelita se quedaba en las noches, apoyada sobre un cojín largo y marrón claro. Tenía insomnio y se demoraba en ir a la cama. Luego comprendí a que Di Girolamo se refería cuando dijo que “la única obsesión de los insomnes es quedarse dormido”. Ella no podía dormir por los dolores que llegaban en caravanas. Y mi abuelo, que ahora ya no dormía en la misma habitación que cuando mi nona vivía, ocupaba el cuarto más lejano, lo de la ventana que da al tráfico. Al menos no le molestaba tanto el ruido como a mi padre.

Su móvil lo acompañaba hacia la cama. No prendía la radio como cuando tomaba el café de la tarde. Navegaba por YouTube, sin saber muchas veces qué es lo que estaba clicando. Ponía canciones con duración de dos días, de las que tenían una animación de una cascada al fondo, videos de hinchas y dichos periodistas deportivos o de canales políticos. Se aburría en cuestión de segundos. Antes de irme a dormir yo lo veía, adormecido como un niño, escuchando su teléfono como si fuera una radio. Su mano tensa no lo dejaba escapar. A veces lo despertaba para desearle buenas noches. A veces entraba en su cuarto simplemente para verlo durmiendo e intentaba adivinar si tenía la boca abierta o cerrada.

Escribía en la sala de estar. Mi computadora frente a mí, mi abu frente a ella. Me hacía compañía y se estiraba mientras hablaba. Recién mató a una cuca en la cocina y me sugería que no cogiera el vaso fuera del secador de platos. Decía que mañana iba a limpiar la cocina. Se paró por un tiempo, puso sus manos en la cintura y se quejó de todo. No le hice tanto caso y justo en momentos como ese desviaba mi atención. Me ponía a pensar en cómo la gente entra y sale de nuestras vidas. Ahora sí se iba a la cama, me daba un ligero manotazo en el cuello y me pedía que no durmiera hasta tarde. Yo me quedaba, por su pollo. Era más de medianoche. El ventilador de techo me acompañaba en la decisión de postergar o no mi vuelo. Disfrutaba del silencio. Lo único que me molestaba era la oscuridad del resto de la casa, la puerta abierta de la cocina que veía desde el sofá. La cama me invitaba a su fiesta.

Se siguieron unas buenas horas de sueño. Ventana abierta. Alguien hablaba de la empleada que se despertaría con un mensaje de despido. Un flaco veía memes en un foro alemán y se reía sin entender mucho. En un cuarto anaranjado, una moza se ponía ansiosa con sus admiradores secretos en una app de citas.

A eso de las siete de la mañana, uno se despierta. Saca la cabeza de la habitación y oye algún ruido que viene de la sala de estar. Camina hacia allí. Me cuenta mi pa después que mi abuelito andaba a observar a las hormigas de la casa. Punto de encuentro: tienda de queques.

Las migas de pan competían por la atención de las hormigas. Unas gotitas de café se dejaban resbalar. El mantel ya se había rasgado en algunas partes y exhibía orgulloso unas manchas de salsas importadas y otras que no se volverán a hacer.

Uno de los hombres que cambiaban los azulejos de la fachada del edificio aparecía para saludar por la ventana. Llevaba un termo en la mano. Veía a su rostro pintado esfumarse, mientras cerraba las cortinas.

Mi viejo se lanzaba al pelotero tras comer una papaya insípida. Le gustaba esconderse entre las bolas coloridas.

Se daba un baño demorado. Tocaba la puerta y me contestaba con un gruñido tímido y encogido.

A estas alturas deberíamos de empezar a preparar el almuerzo. Ya sabíamos que mi abuelo se tardaría en llegar para almorzar y que mi papá se cabrearía por eso.

Cortaba una col. La tintura escurría, mis ojos parpadeaban, cerrando a cada corte. Me ayudaba a pintar unos animalitos en la tabla de cortar. Mi papi se burlaba de eso e improvisaba un chiste. De alguna de las ollas salía un humo que llenaba toda la cocina. Olía bien.

Un rumor político en el aire. Más un ministro renunciará hoy. Los oídos atentos al análisis de un político pedetista. Una pausa publicitaria más y le traigo su tacita de agua. Me pregunta si hay algún partido de fútbol hoy. Le digo que probablemente sí. Si no me equivoco, habría un partido de dos equipos italianos de media tabla. Además del sorteo de la Libertadores. Fluminense acababa de fichar a un patadura más. En tono de mofa, exaltaba al club que aprendió a amar desde el día de la peluquería. Me lo contaba de la misma forma, pero se demoraba en los detalles, cambiaba el color de su traje cada vez.

Se escuchaba una radio de Pescara. A mi papá no le agradaba mucho la canción, así que me pidió que cambiara la estación. Puso una napolitana. Entrevistaban a un profe de la universidad local. Se consideraba frustrado por la reducida participación de los estudiantes en clase. Mi padre volvió la cara hacia el desagüe del fregadero. Una canción hortera al fondo. Me aseguraba de que comeríamos hasta las dos de la tarde. Viene mi abu y ensaya una coreografía. Apagamos la radio, pues todavía le tocaba a mi pa llamar a la compañía eléctrica para cobrarles la devolución del doble pago de febrero.

Ya no hay nadie en la cocina. Las hormigas corrían por alguna razón. Ni siquiera el tarro de miel les hacía parar.

La sala de estar se calentaba. Me pedían que encendiera el ventilador.

Mi viejo se acercaba de mí. Me preguntaba qué hacía, exhalando ese aliento que tienen los abuelos. Escribía. Sus dedos se detuvieron en un párrafo de la cuarta página. No me dijo nada, solamente sacó la lengua y la retrajo como una ranita.

Nos llamaba el chef. En la tele, una señora recién vacunada. Su nieto chupaba una piruleta verde y amarilla. La tiraba al piso, pero justo cuando una doctora pasaba, le caía en el pie.

Nos esperaba mi padre con su plato ancho. Cogíamos mi abuelo y yo los hondos que quedaban, con borde de flores. Fideos fritos con verduras y hongos. Una gota de salsa me salpicaría la piel y se quedaría allí por el resto del día. Me la quitaría solo cuando me revolcara en la cama.

Como es habitual, mi viejo sacaba el tenedor y el cuchillo del cajón. Le recordábamos que ya estaban sobre la mesa. Se volteaba, sin perder la elegancia. Sentía que se le secaba la boca. Nos preguntó con voz baja si había algo de beber. Le damos un mate idealmente helado. Prefiere el tibio, pero bueno, es lo que hay. Se calla. Lo tomamos como un gesto de aprobación. Doy las gracias por no haber dicho nada. Termina de comer y se retira.

Desde la cocina lo escuchábamos murmurar. Hablaba con mi tía por teléfono. Se quejaba de la comida grasosa. Dentro de poco el reflujo aparecería en el ojo mágico de la puerta, como un pariente embole que venía a visitarle cuando aún tenía cabello.

Juzgaba mi bigote. Me preguntaba si podía cortar mi pelo, hacía un gesto de tijera con las manos. Movía la cabeza, disfrazando.

Agitaba los brazos. Otra vez me pedía que no me acostara tarde. Mañana se iba al mar. Tenía una cita con las sirenas.

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