Genio y figura

Genio y figura

Silvia Canto

11/04/2021

Una «intervención» han dicho que era aquello… Intervención… Como si tuvieran que operarme ellos de algo a mí… Menuda gilipollez. Menuda manera de «venderte» que te invitan a comer, cuando en realidad lo que realmente pretenden es hacerte un lavado completo de cerebro al que no te han preparado previamente… Qué sabrán ellos…

Mientras abría la puerta de su apartamento, fue repasando algunos de los momentos que acababa de vivir durante la reunión con sus dos hijos y no pudo evitar sentirse frustrado, enfadado e incomprendido. Entró en casa. Tras cerrar la puerta  y dejar el bastón en el paragüero de la entrada, se encaminó despacio y con pasos torpes hacia la salita. Necesitaba sentarse de nuevo en su sofá. Al hacerlo, suspiró con cierta dificultad. Le  costaba coger aire con tanta frecuencia, que ya prácticamente se había acostumbrado a ahogarse cada vez que tomaba resuello.

Alargó la mano hasta la mesita colocada junto al sofá y tomó su Ventolin. Inhaló durante unos segundos. Cerró los ojos. Recordó entonces a su hija mayor, Sandra, quien le había preguntado de forma directa que si se automedicaba habitualmente. Una sonrisa amarga se le dibujó en el rostro al recordar la cara de preocupación de su hija. Que si se automedicaba… Miró el Ventolin aún en su mano. Recordó el momento en que su doctora le recomendó que inhalara cuando tuviera ahogos. Así se lo repitió a Sandra. 

–Papá… Yo estaba allí…–  Le respondió ella, muy seria. –Fui contigo, ¿recuerdas? Lo que te dijo ella es que podías efectivamente utilizar el Ventolin, pero 4 o 5 veces en un día, no continuamente como te vemos que haces–.

Sus hijos se miraron entre ellos y se creó un silencio que hasta para él resultó incómodo. Ahí intervino César por primera vez.

–Papá… — Comenzó. –Te han ingresado por segunda vez en menos de un año porque no te cuidas, ¿vale?– Se calló mientras miraba fijamente a su padre con tristeza. –Tienes los pulmones destrozados por ese motivo principalmente, ya que por suerte, hace años que no fumas, a Dios gracias… Pero el tema es, que no puedes usar un broncodilatador libremente. Si se receta es por algo, ¿sabes? Si tu doctora te recomendó que lo usaras un número limitado de veces al día, no te lo ha dicho por fastidiarte, ni porque quiera que te ahogues, te lo ha dicho ni más ni menos porque si no sigues sus recomendaciones, puedes terminar con graves problemas pulmonares, como es el caso… –Su hijo se le quedó mirando mientras afirmaba lentamente con la cabeza. –Y podrías hasta morir, papá–. Qué trágico es este muchacho. A quién habrá salido… –Ya te han dicho que tu corazón está muy sobrecargado por todo el esfuerzo que tiene que hacer, de ahí que te hayan puesto el estent–. Nuevamente se formaba ese puñetero silencio que se podía cortar con un cuchillo… 

Que me podía morir por querer respirar en condiciones… ¡Tócate los cojones! Ahora resulta que mis pulmones estaban mal por mi culpa, no te digo… Y por supuesto, el corazón también. Miré a mi hijo ahora con cierta rabia, sin decir nada. César se dio cuenta. –Sé que estás rabioso, papá-. «Rabioso»… Esa puñetera palabra sí que me daba rabia escucharla de su boca cada vez que la pronunciaba en mi dirección… –Pero teníamos que hacer esto. No puedes seguir así. Mamá hace años que ya no está y por tanto, ya no la vas a tener nunca más detrás de ti recordándote cuándo tienes las revisiones con tu endocrino ni las raciones que debes consumir cada vez, o pidiéndote, siempre de buenas maneras, eso sí, que no abuses de las copas que bebes de vino porque también te suben el azúcar, por mucho que tú insistas justo en lo contrario, o que no tomes pan si vas a comer patatas o garbanzos. Ya no…– César negó con la cabeza. –Sé que ella se habría encargado de avisarte del número de veces que puedes usar el Ventolin y hasta te lo habría escondido si hubiera hecho falta…– Sonrió al recordar a su madre, menuda era… Lo hizo casi al mismo tiempo que se iluminaba por primera vez la cara de su padre. Era verdad. Menudo personaje la Concha… Siempre pendiente de todo, de él sobre todo. Siempre llevó a sus espaldas todo lo relacionado con la casa, pendiente siempre de los niños hasta que fueron mayores y después incluso de que estos se independizaran, a quienes llamaba por teléfono cada día y más de una vez. Él siempre fue mucho más despegado para las relaciones. Y lo sabía. 

Se secó la lágrima que había comenzado a rodarle por la mejilla mientras se acomodaba el cojín detrás de la espalda y se reclinaba en el sofá. Cuánto la echaba de menos… Y cuánto se maldecía a sí mismo en silencio por no haber hecho más por ella cuando le diagnosticaron la leucemia que se la llevó por delante en menos de un año. ¡Ay, Concha! Siempre tan pendiente de los demás… Tanto, que te colocaste tan en segundo plano, que acabaste olvidando que tú también eras la actriz principal. Cabeceó unos pocos segundos y volvió de nuevo mentalmente unas horas atrás, al restaurante. 

El camarero acababa de servir las bebidas cuando Sandra le tomó el relevo a su hermano y, tras dar un largo sorbo a su vaso de cerveza, comenzó a hablar. 

 –Dejando a un lado los principales motivos de tu nuevo ingreso en el hospital…– Hizo un gesto con la mano. –Ya hablaremos luego de la señora que hemos decidido que venga a cuidarte a partir del próximo lunes…– ¡¡¡Qué!!!! Yo no daba crédito a lo que acababa de oír. ¿Pensaban meterme a una desconocida en casa?, ¿de verdad pensaban que ésa era la mejor solución a todos sus males? 

Ella continuó hablando como si nada. Tenía claro lo que quería decir, como casi siempre. Qué pena que esa seguridad que mostraba al hablar no le hubiera llevado más lejos en otros terrenos… –Otra cosa importante a la que debes prestar atención a partir de ahora, papá, es al ejercicio físico–. Noté cómo mis ojos se abrían como platos ¿Cómo que ejercicio físico a estas alturas? Aún no me había recuperado del susto que me había producido el saber que mis hijos querían meterme a una persona en casa, y ahora querían además, que hiciera deporte… –No me mires así–. Continuó ella. –Tienes que caminar. Y caminar no es salir cada día 10 o 15 minutos al parque de enfrente para sentarte un rato en un banco y volverte cuando te cansas. No–. Abrí la boca para protestar, pero ella me interrumpió antes de que pudiera decir nada. –Sí, papá, sí. Te duelen… ¿Cómo dices tú? Una… «burrada» las rodillas al andar. Y te duelen precisamente, porque no caminas. Es un círculo vicioso. Cuanto menos andes, más te dolerán, y así… Suma y sigue…– Hizo un gesto con las dos manos formando un ovillo. Mientras ella hablaba, vi por el rabillo del ojo cómo su hermano asentía. ¡Parecía mentira lo que ambos habían discutido toda la vida y lo de acuerdo que estaban en echarme hoy la bronca y en decirme lo mal que llevaba mi vida!… Como si las vidas de ambos fuesen realmente ejemplo de algo… 

 –Mamá y tú os comprasteis una cinta que está muerta de asco en la habitación de invitados desde hace años,– continuó Sandra. –Es decir, que tienes una cinta de correr que también sirve para andar, que no usas, y cuando sales, tampoco caminas… Pues nada, ¡Muy bien, campeón! A ver cómo metes en casa una silla de ruedas para llevarla por el pasillo que tienes…– Yo noté cómo se me arqueaba una ceja interrogante. –Porque a este paso, sí, papá, acabarás en una silla de ruedas–. Me miró fijamente. Yo quise decirle en ese momento que también acabaría metido en una caja antes o después, pero que eso no había quién lo pudiera predecir como tampoco podía saber ella, que parecía saberlo todo, que acabaría siendo un minusválido por no caminar… 

El camarero de antes vino de nuevo con los entrantes y los puso encima de la mesa. César repartió los platos mientras su hermana mezclaba la ensalada en el bol para servirnos una porción a cada uno. Se miraron de nuevo. Empecé a pensar que mi escapatoria se tornaba difícil. Aquello era una verdadera encerrona. César prosiguió desde donde lo había dejado ella.

–Como te ha dicho Sandra, papá, vas a tener que empezar a hacer ejercicio–.  Sólo escuchar ésa palabra y ya comencé a sudar… Debí mudar de color, porque mi hijo se dio cuenta y trató de tranquilizarme, pero de poco me sirvió… –A ver, no te asustes… No te vamos a pedir que hagas una Maratón, pero sí que salgas un rato cada día a caminar…– Su hermana lo interrumpió: –Caminar, papá. Nada de sentarte en el parque, ¿eh?– Se metió el tenedor rebosante de lechuga y zanahoria en la boca y le hizo un gesto a César para que continuara. –La idea es que salgas un rato cada día a dar paseos cortos al principio, y más largos a medida que vayas cogiendo ritmo. Poco a poco, sin prisa–. Sonrió, pero yo sabía que aquello no terminaba ahí aún. Faltaba la gran traca final. Y estaba a punto de ser lanzada. 

–Como ya te ha avanzado antes Sandra, desde esta semana vas a tener ayuda–. ¿Ayuda?… ¿Ayuda para qué? Noté cómo se me levantaba de nuevo la ceja interrogativa. Él prosiguió: –Este segundo susto en nueve meses nos ha hecho darnos cuenta de que, aunque dispongas de un botón de SOS en casa, esto no es suficiente–. Su hermana negó ostensiblemente con la cabeza. –Por suerte, en las dos ocasiones en que lo has pulsado, has podido hacerlo tú solo porque la situación no ha ido a más, pero creemos que no te viene nada mal disponer de ayuda extra–. Efectivamente, he aquí la traca final… –Así que Mariana irá a tu casa cada mañana cuando te levantes. Ella se encargará de prepararte el desayuno, comida y cena. Saldrá contigo a pasear y se volverá cuando vayas a acostarte–. Agarró su vaso de tónica y le dio un sorbo mientras me miraba expectante. Yo necesitaba digerir muchas cosas sin haber probado bocado aún. Mariana… Menudo nombre… Era panchita, fijo. No pude evitar una mueca de desagrado. –¡Vamos, papá!– Sandra estiró el brazo, colocando su mano encima de mi pierna. No recordaba cuándo lo había hecho por última vez. Su gesto me sorprendió. –¡No hagas mohines como los niños pequeños! Esto no es un castigo. Al revés. Es una ayuda. Estarás acompañado todo el día y encima te va a echar una mano en todo lo que necesites. ¡Qué más quieres!– Ambos me miraban impacientes por ver una reacción. Yo me di cuenta de que tenía que trazar un plan inteligente. No podía actuar con prisa. Necesitaba pensar. Así pues, cogí mi vaso yo también y sonreí. Les miré. Sus caras reflejaban cierto alivio. 

Incómodo, se removió en el sofá. Llevaba un buen rato en la misma postura y comenzaba a dolerle ligeramente la cadera. Levantó la cabeza. Ya lo tenía. Una sonrisa infantil se le dibujó en la cara. Nadie podría entrar en  casa si nadie le abría la puerta… ¿No?

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