Un hombre del pueblo de Zasol, se encaramó en lo más alto de su ego y se instaló allí una larga temporada. A la vuelta, concluyó que no era un ser perfecto porque la excelencia no vive en este mundo. También, descubrió que llevaba mucho polvo en los zapatos y mucha lucidez en los ojos. A sus noventa y muchos años, se pavonea de estar al tanto del género humano, ha tratado con gente importante y recorrido un sinfín de mercados de abasto, << allí las personas se retratan >> afirma. Y dice también que desde lo alto se nos ve despreciables, mezquinos y envidiosos. Todos menos su madre, mujer de grandes talentos y dones, mujer con cualidades rozando la exquisitez. Muerta a destiempo dejando un lastre de apegos indisolubles.
Cuando yo era pequeña también vivía en Zasol, el nonagenario es mi padre. Mis progenitores trabajaban a todas horas y a mí me encantaba salir a la calle sola, sentirme libre para ir y venir de un sitio a otro comprobando que me recibían con una sonrisa: el relojero en su taller, mi tía en la carnicería, una prima adolescente que me enseñaba canciones en su concina vieja, revieja. Una vez me colé en la boda del vecino de mis abuelos maternos, no me hicieron de menos, me sentaron en la mesa y comí con todos los invitados. Allí estaba, con mi carita redonda, embutida en un vestido de nido de abeja en el canesú, rozado por la parte del bajo de la falda, quizá, por jugar en el suelo de la tienda del tío Pepe, el que arreglaba, vendía relojes y también, petróleo a granel. Recuerdo que a mi padre se le veía muy enfadado cuando se lo dijo la abuela, me riñó con coraje y sin parar de preguntar apuntándome con el índice, si había posado en muchas fotos con los novios.
Hoy, apenas me hablo con el de más de noventa años, nos vemos de vez en cuando y así acallo mi conciencia, lo hago por salud mental, la mía por supuesto. Los años no le han dado serenidad, quizá no la ha disfrutado jamás. A mí me ignora, aunque a sus nietos asegura amarlos mucho. Cuando era niña, recuerdo que dijo que me quería, pero ahora no le creo.
También a mí como a otros niños, me llamaba la atención el relojero, un señor jovial y alegre, me sentaba en sus rodillas y me dejaba mirar las tripas de los relojes a través de una lupa cilíndrica, se ajustaba en el ojo sin más sujeción que el fruncido en su contorno. De mi cuenca se caía muchas veces, pero él jamás se enfadaba conmigo.
Un día, siendo muy joven, hicimos una fiesta con las amigas y asamos castañas en una casa vieja propiedad de mi padre, no recuerdo si le pedí permiso. Echamos tanta leña al fuego que las llamas crecieron y crecieron hasta formar una cortina hipnótica que bailaba a ritmo de polka, los fogonazos tiraban hacía arriba prendiendo apasionadamente el hollín que saturaba la angosta, vieja y descuidada chimenea. Recuerdo que entré en shock y no podía dejar de llorar, me puse muy nerviosa y los vecinos que sofocaron la situación dieron aviso a mi padre, cuando llegó, caí de rodillas para pedirle perdón. El señor de más de noventa años hoy, ni se inmutó, no me recogió, no me abrazó, no me consoló.
Ahora cada vez que vamos a verle, a mis hijos les he cincelado que mi relación con él no tiene nada que ver con la que ellos puedan hilar, todos intentamos hacerle la vida agradable. Les indico y les repito que tienen que tejer con su abuelo una red de afectos que les sirva, eso es lo que les digo. Mi hija le adora, a mi hijo ese amor o la falta del mismo, le duele como a mí.
Se siente solo porque vive solo y sólo se relaciona con él mismo y un holograma de mi hermano, creo que él nunca coexiste de forma completa con su padre, con mi padre. Nosotros, vamos a verle con cierta frecuencia y nos recibe a gritos unas veces, otras a susurros y las más, con un halo de secuestrador de emociones que rezuma victimismo. Casi siempre tiene prisa en contarnos todas sus amarguras, apenas respira entre frase y frase, se pone colorado y descoloca la mirada.
Cuando le veo, soy incapaz de acercarme, darle un beso, una caricia. Me quedo a metro y medio y le pregunto cómo está, le insisto en si le duele alguna cosa, añado que su aspecto me parece bueno… No puedo aproximarme, no consigo rozarle, aunque sea un anciano jugando a la ruleta rusa con la vida cada día, sigue con las garras afiladas, parece indefenso, sí, pero es tóxico con las palabras.
Si hay alguna cosa que no soporto es oír a mi padre hablar mal de todo el mundo, sobre todo en el relato cruel de un discurso interminable. Entorna los ojos y habla y habla hasta que las palabras se convierten en un murmullo que se clava como un alfiler esmeril en la memoria inconsciente del que escucha, casi siempre, hilvanando suposiciones como hechos probados. Junto con mi hijo y mi marido hacemos turnos para acompañarle, para ayudar a sostener su soledad. Se conforma con que estemos allí, oyendo sin atender demasiado, aunque a veces, lo que dice cuaja la sangre. Siempre son errores que han cometido otras personas, mi hermano, mis sobrinas, mi cuñada, familiares, vecinos, las gentes del pueblo, el abogado que intervino en algún pleito que tuvo, el dentista que le atendió y al que acusa de sacaperras, el funcionario del banco que le quiere engañar siempre… Y por supuesto, nosotros, nuestra pequeña familia a la que despelleja en monólogos recitados a su hijo, y que mi hermano, encuentra siempre el momento para darnos puntual traslado de las quejas y reclamaciones del patriarca.
El señor de los casi cien años, tiene proyectos y ocurrencias. No hace mucho se empeñó en aprender a escribir a máquina. Con sus manos gigantescas y unos dedos regordetes rematados con yemas barrigonas, golpea dos teclas a la vez en la pequeña <<olivetti studio=»» 45=»»>> de color verde. Era de mi hermano. Le complacimos, como siempre, buscando y rebuscando cinta con tinta bicolor, roja y negra y él solo, sólo con su soledad, practicando, practicando ha conseguido escribir pequeños textos, dedicatorias, poemas. Con la ayuda del diccionario de la Real Academia Española y su mundo fantasioso, juega a juntar palabras hasta que alcanza encontrar combinaciones que reflejan delirios con mi madre, conmigo, con mis hijos y, las atavía en toscos marcos hechos con materiales de reciclaje. Nos escribe notas reutilizando las hojas viejas de calendario por la parte de atrás, en ellas manifiesta sentimientos que quizá, es incapaz de pronunciar con palabras. Ha creado una vida diferente, la ha forjado a su manera y la repite una y otra vez hasta creer que puede convertirla en verdad.
Su padre murió nonagenario, era un ser de luz y sombra. Un ser frío y abrasador. Un ser cariñoso e hiriente. Mi padre y su padre nunca se entendieron, quizá la adicción a la bebida de mi abuelo perturbó el carácter de su hijo. Mi padre no supo encajar todo el dolor que producían las situaciones bochornosas y delirantes de un padre casi siempre ausente de la realidad. Todo ello le forjó un comportamiento agrio que le ha rezumado por cada poro de la piel toda la vida. Yo adoraba a mi abuelo, me miraba y me sonreía, me escuchaba y me decía cosas bonitas y, sobre todo, sentía que me quería. Convivíamos en una complicidad extraña. Era la única persona que venía a recogerme al colegio, pero claro, tenía que correr, llegar la primera a la salida porque si no, mi abuelo, agarraba a la mano de cualquier niña que se pareciera a mí. Yo lo sabía y me afanaba en llegar la primera a la puerta y corría a prenderme de su brazo. Nos íbamos a casa, no recuerdo si él me llevaba a mi o yo le acompañaba a él. Me cogía fuerte la mano y no me soltaba hasta llegar al portal. Se reía con naturalidad y me contaba historias y me envolvía en una tela de araña melosa y agradable.
A la hora de las comidas, en la mesa, me sentaba entre mi padre y mi abuelo. Mi padre cuando daba alguna información que incumbía a mi abuelo, me pedía que se lo trasladara, estaba sentado justo al otro lado, yo lo hacía, repetía el mensaje. Ahora parece un juego, pero entonces no lo era, visto desde la perspectiva que regala el tiempo, era una circunstancia cruel, triste y surrealista. Por otro lado, no recuerdo vivirlo como un drama sino más bien como una sensación de ser colaboradora necesaria, imprescindible. Se pasaron más de treinta años sin dirigirse la palabra. No le perdonó jamás el trato diario que creyó haberle dado a su estimada madre.
Mi padre, a menudo, me regala la oreja con un tema que me encantaría que fuera verdad verdadera. Dice que tiene un diario escrito desde que era joven, asegura que ha ido recopilando sensaciones, emociones y pensamientos desde tiempos pretéritos. Pienso y me excito al rumiar que podría ser como su curriculum emocional. Pienso que no existe. Pienso que nunca ha existido más que en su cabeza. Le pincho a que me lo enseñe, a que me oriente de dónde lo guarda, a que me deje ver parte de las hojas amarillentas y débiles que califica de personalísimas y reveladoras, quizá entonces pueda entender su naturaleza, bucear en esa sima profunda y oscura en la que se ha convertido su existencia.
Cuando mi padre me ve, se limita a decirme que me he cogido peso, que estoy mejor que la última vez que estuve en su casa. Nunca me pregunta si me encuentro bien. Yo tampoco le digo cómo estoy, cómo me siento. Nos limitamos a hacerle las faenas precisas y un poco de compañía. Luego vienen los discursos si la cosa se tuerce. En algunas ocasiones, cuando estamos todos, hace un repaso de los cumpleaños de mis hijos y mi marido, por supuesto atina pocas veces con la fecha exacta, pero lo más gracioso y penoso es que nombra el de todos menos el mío. Yo no existo en el calendario de reconocimiento de afectos. Una vez, no hace mucho, a mis hijos que cumplen años con tres meses de diferencia, les regaló lo mismo, una botella de aceite de oliva virgen extra, con una dedicatoria muy emotiva en una nota pegada sobre la etiqueta de la botella. Original, asombroso y sorpresivo el regalo.
A menudo, pienso que me gustaría tener un padre distinto, supongo que quizá a mi padre, también le gustaría tener una hija diferente, con un temperamento dócil y grácil y adaptativo a su carácter fuerte y mandón. Quizá, aquel hombre que nació en Zasol de madre superdotada y padre alcoholizado que, se encaramó en lo alto de una frágil estructura de supervivencia para tener una visión más precisa del mundo que le rodeaba, al descender se quedó flojo, como desganado en su universo y al comprobar que la verborrea no hacía el efecto esperado no tuvo más remedio que aferrarse a la máscara que había ido tejiendo durante años. Ahora se rebusca en los bolsillos y no encuentra nada, comprende que el entorno es demasiado frágil y envuelve su amargura en una tristeza teñida de desamor. Creo que le quiero y cuando él no esté me llevaré un berrinche morrocotudo o, quizá no.
olivettixtagendz
OPINIONES Y COMENTARIOS