Laberinto de luces y de sombras

Laberinto de luces y de sombras

Piquillín

03/04/2021

    I

    A mi madre se le estaba agravando su deterioro cognitivo en plena pandemia. El confinamiento y el aislamiento no parecían colaborar con su enfermedad.

    Como los encuentros con los afectos cercanos estaban siendo virtuales, sólo nos comunicábamos por video llamada. En cada despedida, nos recordaba que no podía visitarnos, nos preguntaba cuando iríamos nosotros y nos enumeraba todas las cosas que tenía para regalarnos. Los encuentros remotos no parecían alcanzar. Me sentía triste, culpable y preocupada. Así surgió la idea de comunicarnos de manera virtual; pero con un propósito. Haríamos actividades de estimulación cognitiva. Busqué herramientas en internet y establecimos un horario.

    Pretendiendo ayudarla a hilvanar las ideas, para sellar los recuerdos que su anciana mente se empecinaba en borrar, me encontré con los auténticos momentos; los que marcaron su vida. Ahí brotaron los pequeños detalles, los más significativos, los que forjaron su personalidad.

    No me ayudaron a tejer un correlato racional y cronológico de su historia personal; pero sí me mostraron las huellas que dejaron en su alma. Su mirada y los gestos de su rostro, me llevaron a esos tiempos y espacios que, aunque se mezclaban en su mente; persistían en alguna parte.

    ….

    Era el verano del 68 y hacía calor. Era la noche ideal para estrenar el vestidito de lienzo color crudo que se había confeccionado con la máquina Singer. Se lo puso, se miró en el espejo y decretó que estaba perfecta. Su cabello lacio y negro resaltaban su dorada piel morena. En eso sonó el timbre. Era Eva, su amiga, la venía a buscar para ira a bailar. Alcanzó a ponerse dos pulseras grandes, agarró su cartera blanca, le dio un abrazo a su madre y salió. Desde esa noche, nada sería igual. Conocería a su compañero de vida, formaría una familia y tendría un futuro e hijas (a las que” le daría lo que nunca tuvo, lo que siempre soñó”).

    En el emblemático restaurant Nino, en el que posteriormente Balbín sellaría acuerdo con Perón, se conocieron mis padres.

    Él era un joven de 20 años, recién llegado del interior, de Villa Carlos Paz, provincia de Córdoba. Esa misma noche arribaba solo al mismo sitio bailable que mi madre. Mientras sonaban “The Beatles”, se acercó por un trago a la barra y la vio. Le impactó su elegancia, su mirada y su sonrisa. Su necesidad de establecer contacto, pudo más que su timidez y se animó a seguirla con la mirada.

    A ella le impactó su cabello colorado y, cuando lo conoció, confirmó que era un hombre bueno, distinto a lo que tenía registrado en su cuerpo desde niña.

    —Era un club muy importante, de categoría—recordaba.

    —Salía con mis amigas y también tenía a Cachito que tenía el pelo colorado.

    —¿Cuándo lo va a volver a tener así? —preguntaba, contrastando con el cabello blanco de mi padre y hasta dudando, si se trataba del mismo Cachito.

    Esas confusiones me producían gracia. El brillo en todo su rostro y su mirada profunda y pura, con la que, tal vez, miró a mi padre ese verano del 68 en el club Nino de Vicente López; me confirmaban que por ahí iba un recuerdo feliz; un auténtico momento.

    Aunque también, emergían los otros, los que me hablaban de una infancia difícil. Su mirada se opacaba y su rostro se endurecía al recordar eventos, que cómo pequeñas e intensas ráfagas nublaban su memoria, negada a recordar los detalles que yo pretendía que evoque.

    —No, no recuerdo ningún juego, yo no jugaba cuando era chica.

    —Mi papá era borracho, no nos dejaba salir. A mi mamá no la dejaba trabajar, y él tampoco traía mucha plata.

    —Mi papá era músico, se iba a los bailes, y no le importaba si teníamos para comer. Entonces, nosotros nos acostábamos a dormir.

    El rancho de Gualeguaychú, donde vivía mi madre de niña con sus padres y hermanos, era muy precario; pero la principal carencia que tuvo fue la de los cuidados y afectos que debían brindarle sus progenitores. Mi abuela, por subsistencia, sólo se preocupaba por mantener a sus hijos con vida. Mi abuelo consideraba que, como hombre, podía hacer lo que quería sin dar explicaciones.

    Mi madre-niña, observaba detrás de la puerta de su habitación. Esperaba algo distinto, una cena familiar, un abrazo, un beso, demostraciones de afecto y cuidado que nunca llegaban.

    —Hortensia, me voy—increpó a su esposa, saliendo del rancho.

    El portazo sacudió la precaria vivienda de barro. El frío y el hambre hicieron que madre e hija se acostaran a dormir juntas en la misma cama para darse calor y olvidarse un ratito del ruido de la panza.

    Mi abuelo tocaba el bandoneón en un grupo musical que amenizaba cumpleaños, casamientos y bailes. Hermosa profesión, romántico el pasado de mi ancestro; si no fuese por el desamparo y el maltrato al que sometía a su esposa e hijos.

    Hay recuerdos que se impregnan en el alma y se trasladan de alguna forma de generación en generación. Por eso, mi abuela siempre tuvo un rostro duro, mi madre fue suavizando con el tiempo su temple; y yo tuve que deconstruir mucho para aflojarme y así poder brindar y recibir amor.

    II-

    A mi madre se le fue nublando la razón. El aislamiento, la falta de contacto y la rutina sin estímulo que podía ofrecer mi padre, aceleraron el proceso de su enfermedad y nos obligó a participar de manera más directa en su cuidado. Debíamos contener al cuidador, mi padre, quien se estaba desgastando. Así fue que empezamos a visitarla para colaborar en su asistencia de manera más directa.

    Un día, mirando fotos familiares, me indicó una en la que estábamos juntas en Palermo, Buenos Aires.

    —Ella y yo estábamos girando—me dijo

    Me detuve en la imagen. Efectivamente, estábamos girando, parecía que las dos estábamos jugando, teníamos el rostro iluminado de felicidad. Mi alma viajó a ese eterno instante.

    Era un luminoso día de invierno del 74. Ella estaba hermosa con un vestido minifalda de lana amarillo. Yo tendría cuatro años recién cumplidos. La visita al jardín zoológico había sido una hermosa experiencia, yo estaba maravillada. A la salida fuimos a los parques de Palermo, seguramente hicimos un picnic ahí y disfrutamos del solcito de esa fría estación, que siempre es tan bienvenido.

    Ella y yo girábamos y girábamos, jugábamos; lo disfrutábamos. Mi padre captó el instante en su polaroid.

    Mi madre presentaba episodios de ansiedad, en ocasiones se encaprichaba como una niña y anunciaba que se iba.

    —Me voy— avisaba colgando su cartera al hombro.

    —¿Dónde vas? — La increpábamos preocupados.

    —A comprar helado, voy por allá derecho, ya vengo.

    Ya no estaba en condiciones de circular por la vía pública sola, sin vigilancia. A veces, la acompañábamos y compraba helados. A veces, no teníamos ganas y utilizábamos un recurso que descubrimos que era un paliativo mágico para su ansiedad. Poníamos un tango y la invitábamos a bailar.

    Escuchaba la música e inmediatamente recordaba el ritmo de la danza y sus pasos. Brillaba de felicidad todo su rostro; su cuerpo se alivianaba, dejándose llevar. La acompañábamos, nos indicaba como era la coreografía.

    Una vez más, muchos años después, ella y yo seguíamos girando, bailando, jugando, comunicándonos.

    A mi madre, se le fue nublando la razón y borrando la memoria; sin embargo, mantenía su identidad, su pertenencia, sus pasiones. Mantenía intacta otras posibilidades de comunicación, la danza era una de ellas. Podía olvidarse que había hecho hacía cinco minutos, no recordar un rostro y tantas otras cosas; sin embargo, no perdía el ritmo, ni el estilo de las diferentes danzas que había aprendido, internalizado y disfrutado toda su vida.

    Cada vez que íbamos, ella le enseñaba a mi marido a bailar tango, yo seleccionaba la música.

    —¿Y? ¿ qué tal el bailarín? —Le pregunté una vez.

    —Y más o menos. Yo me movía bien, él no sabía qué hacer—Me decía en secreto, riéndose.

    También nos retaba, si estábamos en bermudas de jean desflecados.

    —No, así no se puede bailar tango, hay que estar bien vestidos.

    El tango era todo un mundo simbólico que aún tenía muy presente, la música, las letras, el ritmo, las vestimentas, todo lo recordaba y lo disfrutaba.

    También avanzamos en la gestión para conseguir profesionales, necesitábamos alivianar la actividad diaria de mi padre y estimular a mi madre.

    Una ayudante terapéutica la ayudó a recordar su pasión por la pintura. Así fue que se animó a continuar un lienzo que había abandonado. Su pintura era distinta, de rasgos menos definidos.

    Mi madre pintaba óleo con espátula. Práctica que descubrió, perfeccionó y disfrutó de adulta. Nos mostraba una y otra vez sus cuadros, sabiendo que eran sus obras y recordando como plasmaba en su mente una idea.

    —Porque esto hay que pensarlo y después … —decía haciendo el gesto de agarrar el pincel.

    —¿pintabas? —completaba, para aliviar la ansiedad, que le provocaba reconocer que le faltaban las palabras para expresarse.

    —Claro, exacto—afirmaba con énfasis.

    Mi madre llegó a tener asistencia diaria. Al principio, temíamos que no se adaptara a la acompañante terapéutica o a la cuidadora. Por lo contrario, cuando no tenía asistencia, o interacción era cuando entraba en una crisis de ansiedad o repetición de conductas. Necesitaba sentirse bailar, crear, pasear. No podía “solo estar”; nunca lo estuvo, siempre fue muy activa.

    Reiteradamente  quería ir al pequeño edificio donde mis padres tienen habitaciones en alquiler anual. Anteriormente, en ese lugar, tuvimos una rotisería, un restaurant y habitaciones de alquiler temporario para turistas. Trabajábamos muchas horas, durante muchos días en las temporadas veraniegas. No sé qué recuerdo albergaba; pero manifestaba la necesidad de ir a ese lugar.

    «Quiero ir allá… a “Dientes”», «Nosotros vamos a ir a vivir allá, tengo un departamento» «y sí … allá están construyendo para que nos vayamos a vivir» «Hay que ir a ver, hay gente»

    Eran algunas de las frases recurrentes que expresaba. 

    ¿Extrañaría los momentos de zozobra laboral, la ocupación cotidiana de una actividad? ¿su condición de patrona? ¿su condición de anfitriona de turistas de distinto puntos del país?  No añoraba el lugar; sino el tiempo en el que fue útil.

    III

    A mí madre se le fue borrando la memoria de manera lenta, progresiva, certera; sin embargo, continúa manteniendo intactos sus modos de vincularse con los afectos más cercanos, hasta de manera más auténtica. El laberinto de luces y sombras que tenía en su alma encontró alivió al olvidar y dejó fluir sólo la energía del amor, que ahora, descubro que es más fuerte que los prejuicios que tejió en su mente durante tantos años.

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