Luisa
Se llamaba Luisa. La conocía de siempre. Había formado parte de nuestro entorno creo que desde antes de mi nacimiento. Siempre la vi igual. Menuda, con el pelo castaño oscuro, donde luego aparecieron algunos cabellos blancos, peinado hacia atrás haciendo una montañita de ondas y recogido con un moño.
Republicana acérrima y persona independiente donde las haya, dejó su puesto de enfermera en Segovia al principio de la guerra y se enroló para ayudar a los Republicanos. Se refugió en Francia con los demás en 1939. Había pasado los Pirineos andando y había sufrido los campos de internamiento en Francia. En la Liberación, el azar hizo que fuera a parar a la misma ciudad que mis padres. Allí se conocieron y surgió una amistad profunda. A falta de poder ejercer su profesión en el país, se dedicó a la costura que se le daba bastante bien. Vivía con estrechez pero jamás se quejó: ¡era libre!
Era para nosotros lo que el Ministro Illa hubiera calificado de “allegada” en estado puro. Había conservado de sus costumbres españolas los horarios o, quizás, la falta de horarios. Como en aquella época no existía el teléfono asequible a todos, se presentaba en casa a las ocho o las nueve de la noche. Solía acostarse muy tarde, como en su juventud y no se levantaba antes de las diez. A veces, mi hermana y yo ya dormíamos cuando llegaba. Debíamos tener entonces cinco y ocho años, mi hermana era la mayor. Traía puesta en la espalda una bolsa de agua caliente que se sujetaba por medio de una toquilla, para contrarrestar el frío intenso que soportábamos durante los largos inviernos. Ella misma, antes de marcharse cambiaba el agua y, con su bolsa calentita, regresaba a su casa. La distancia no era corta pero la recorría con valentía. Mis padres la apreciaban mucho, tenía una conversación amena e inteligente y era una bellísima persona.
Algunas veces habíamos ido a su casa, una de ellas fue cuando estuvo enferma. Mi madre la cuidó con mucho cariño. Vivía en frente del parque en una buhardilla desde cuyas ventanas tenía un agradable paisaje. Su cuarto de trabajo que era también su salón-comedor-cuarto de estar, era un batiburrillo de telas de colores, retales de todas formas y tamaños, que hacían nuestras delicias.
Luisa tomaba siempre un café con leche “bien calentito” en nuestra casa. En las fiestas y algunos domingos venía a comer. No era de esas personas que se dedicara a los niños. Sé que nos quería mucho y nosotros a ella pero no jugaba con nosotras, era como un pilar seguro en quien teníamos plena confianza. Lo que sí hacía, de vez en cuando, era traernos trocitos de telas de colores para hacer vestidos a las muñecas. Eso era una fiesta y mi hermana y yo nos pasábamos mucho rato repartiéndonoslos e imaginando qué haríamos. Mi hermana llegaba a hacer algunas cosas, por mi parte, solía hacer tres agujeros y pasaba el trozo por la cabeza y los brazos, con un cordel hacía un cinturón y mis muñecas ya estaban servidas.
A mí me gustaba mucho escuchar las conversaciones de los mayores mientras parecía absorta en mis juegos. Mi padre y Luisa hablaban mucho de política, tanto española como francesa, y yo, que evidentemente no comprendía nada, me quedaba con frases que me preocupaban enormemente. Luego, le preguntaba a mi padre, que se quedaba desconcertado con la pregunta, y procuraba tranquilizarme y explicarme las cosas de manera asequible a mi edad. Un día oí que explicaba a Luisa el porqué se habían puesto en huelga en su empresa. Un momento en que Luisa se quedó sola le pregunté qué quería decir “ponerse en huelga”. Ella me dijo que era una protesta por algo con lo que no se estaba de acuerdo y que como los jefes no hacían caso, los trabajadores dejaban de trabajar.
Una cosa que yo ya tenía muy clara era que si no se trabajaba no se ganaba dinero y que, sin dinero no se podía comer. Al día siguiente volví del colegio con un montón de colillas y palitos de madera. Mi madre, al ver mi botín, quedó escandalizada y me preguntó por qué traía todas esas porquerías. Le dije que como papá no iba a trabajar no tendríamos dinero y así, al menos, podría fumar y podríamos encender el fuego. Me explicaron que cuando se hacía huelga, aunque no se trabajara, los Sindicatos pagaban al trabajador y que podríamos comer igualmente. Cuando Luisa se enteró de la anécdota, se disculpó por no haber comprendido el alcance de mi pregunta. Todo quedó en eso, una anécdota, pero, a partir de entonces, Luisa fue también mi informadora y a ella recurría cuando no entendía algo.
Un día pregunté a Luisa por qué no tenía niñas y, con la mirada perdida, con un atisbo de tristeza en los ojos, me dijo que ya tenía dos niñas preciosas a las que quería mucho: éramos nosotras. Eso me dio qué pensar. No comprendí bien cómo podíamos ser niñas de mis padres y de ella. Mi madre me lo explicó. Desde aquel momento la quise más, si eso hubiera sido posible.
A partir de entonces, buscaba los momentos para hacerle preguntas más íntimas: ¿Dónde estaba su marido? Me contó que había tenido un novio en Segovia pero que él no entendía la vida como ella. Él se quiso quedar allí cuando ella se fue a cuidar a “sus” heridos. Ante mi curiosidad de si estaba triste porque él se había quedado, me dijo que no, que no hubieran podido ser felices juntos, no tenían las mismas opiniones. Yo no lo entendí mucho pero como ella lo decía con tanta seguridad pensé que era así.
Otra pregunta que recuerdo haberle hecho fue: ¿Por qué no se venía a vivir con nosotros? Ahí fue muy contundente al decirme que cuando se es mayor cada uno debe tener su casa. Las familias en una casa y las personas solas en la suya.
Hubo también preguntas como ¿Qué hacía cuando era enfermera? ¿Dónde estaba Segovia? Y otras más o menos indiscretas que se me ocurrían. Me contestaba a todo y, lo que me gustaba, es que hacía como mis padres, nunca me decía que ya lo comprendería cuando fuese mayor. Adaptaba sus respuestas a mi comprensión de niña.
Llegó un día en que mis padres, por circunstancias familiares, contemplaron la posibilidad de volver a España. Fue una temporada muy intensa: conversaciones con los amigos sobre si debíamos o no hacerlo, si era el momento oportuno o no. Intercambio de cartas con nuestros familiares de ambos lados en España y muchos, muchos interrogantes, incertidumbres y, por otro lado, ganas.
El viaje iba a ser en tren. Imposible llevarnos todo lo que teníamos. Había que dejar muchas cosas. Con el corazón destrozado mi hermana y yo dimos la mayor parte de nuestros juguetes y libros. Uno de ellos, grande, que nos habían enviado nuestros abuelos de España, que tenía un xilofón en su parte inferior nos resistíamos a entregarlo. Era la historia de las canciones populares de la época, con la letra y la música que mis padres nos habían enseñado a cantar. Le teníamos mucho aprecio, yo había aprendido a leer español con él. El problema era que pesaba y abultaba demasiado para traerlo. Lo hablamos mi hermana y yo y decidimos dárselo a Luisa. Era como no desprendernos del todo de nuestro tesoro. Fue la primera vez que vimos lágrimas en sus ojos. Se emocionó porque comprendió que le dábamos algo que realmente contaba para nosotras.
El día en que emprendimos el viaje, vinieron muchos amigos a la estación a despedirnos, Luisa entre ellos. Era temprano, un día frío y amenazando nieve. Las lágrimas se escaparon a todos. Fue un adiós muy triste. Mi hermana y yo nos dábamos cuenta que perdíamos seres queridos. Dejábamos una vida en esa estación. Esa sensación la he vivido algunas veces más en mi vida. Perder de golpe algo que me había entrado por los poros poco a poco. Sabía que los iba a echar de menos. Cuando fui a despedirme de Luisa me vinieron a la mente unos pensamientos crueles: ¿dónde iría Luisa por las noches frías de invierno si no podía venir a casa? ¿Se quedaría sola en su casa, rodeada de retales de colores? ¿Con quién hablaría de política si mi padre se iba? Y los días de fiesta, ¿con quién comería? ¿Quién sería su familia, como ella decía, ahora? Antes de subir al tren, me eché en sus brazos otra vez llorando desconsoladamente. Ella sacó de su bolsa un paquete de caramelos y me los dio. Quería consolarme con algo que me gustaba mucho.
Mis padres siguieron manteniendo una correspondencia seguida con ella y siempre, cuando recibíamos sus cartas nos mandaba besos. De vez en cuando le mandábamos fotos nuestras. No dejaba nunca de felicitarnos por las buenas notas que obteníamos y nos animaba a seguir estudiando con tesón. Pasaron varios años, nosotras ya íbamos al Instituto y teníamos nuestras preocupaciones pero, Luisa estaba ahí, siempre presente.
Un día, por amigos españoles comunes, supimos que estaba muy enferma. Era algo de pulmones, yo no lo recuerdo exactamente. Estuvo varios meses en el hospital, ya no podía escribir y dictaba sus cartas para nosotros a amigos que la iban a ver, en ellas nos contaba cómo nos echaba de menos, que, cuando saliera quizás vendría a vernos (eso representaba perder sus derechos de refugiada que significaban enormemente para ella), que tenía muchas ganas de abrazarnos y que le encantaba que le mandáramos fotos. Nunca se quejaba ni hablaba de su enfermedad. Nos dijeron que estaba grave, que su vida corría peligro y que ella lo sabía.
Después, recibimos una carta de unos amigos donde nos anunciaban su fallecimiento y, unos días después, un giro a nombre de mi hermana y mío. Eran unos cuantos miles de francos, no muchos, pero era la herencia para sus niñas. Falleció arropada por amigos con los que no tenía la intimidad que tenía con nosotros. Nos había dejado todo lo que tenía.
Fue un gran golpe para todos. Mi hermana y yo lloramos desconsoladamente. La hubiéramos querido eterna.
Pensando en ella una vez me hice mayor, comprendí que había sido una mujer íntegra desde el principio al fin. Antepuso su libertad e independencia así como sus ideas, a todo, pero tenía un corazón de oro que amaba y sufría. Todo lo hizo de forma natural y sin aspavientos. Sigo pensando que fue un acto de crueldad por nuestra parte el dejarla, puesto que representábamos su familia y su hogar.
Descanse en paz, querida Luisa.
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