Aurora miró el bastón y decidió que hoy lo iba a coger. Tenía ochenta y seis años y aunque sus hijos se lo habían comprado hace un montón de tiempo ella nunca lo usó. Se sentía orgullosa de estar todavía tiesa, de que sus huesos todavía consiguieran mantener su cuerpo erguido, como cuando era joven y altanera y paseaba sus tacones por toda la ciudad. Sus pasos ya no eran tan sonoros como cuando tenía 17 preciosos años pero aún tenía garbo para que los hombres la miraran durante unos segundos. Su cara tenía arrugas claro, pero los ojos no se arrugan si sigues ilusionándote con la vida. Y aunque cada vez le resultaba más difícil que algo la sorprendiera, todos los días intentaba hacer algo nuevo para que sus ojos negros brillaran como antaño.

Sin embargo un mes de marzo algo llegó y llenó de asombro su vida. De pronto, el telediario, el periódico, las vecinas en el portal se llenaron de palabras extrañas, que solo los médicos tendrían que utilizar, términos que, aunque no lo sabía aún, la acompañarían durante mucho tiempo. Coronavirus, antígenos, pcr, mascarillas, respiradores, ucis, muertos, muertos, muertos… Su vida se paró, no podía salir de casa, no podía ver a nadie, todo resultaba amenazador, hasta la compra que su hija le dejaba en la puerta podría estar llena de virus mortales. Salía a las ocho a aplaudir al balcón, incluso el día de su cumpleaños la aplaudieron a ella, y no lo entendía. No entendía que su vida tuviera que pararse, que no pudiera pintarse los labios para nadie, que no pudiera salir a taconear y que Anselmo la mirara andar sin bastón. Ya era mayor, sí, ya había vivido sí, se había enamorado, tenido hijos y nietos, había viajado y había estudiado, había leído miles de libros y recibido miles de besos… Alguno podría decir que su vida había sido buena y que ya podría morir en paz. Pero ella no quería morir en paz. Quería vivir dando guerra todavía. Y ahora tenía que atrincherarse en casa, esconderse de un enemigo invisible, como la cobarde que no era, que nunca había sido.

Salía al balcón y veía a Jesús en el suyo. Pobre, ella iba a su bar todas las mañanas a tomarse un café antes de ir al mercado. Sabía que era el único ingreso de su casa y que estaba pagando una hipoteca y la carrera de su hija mayor. ¿Qué iba a ser de él? También veía a las ocho a Josefina, una señora de su edad pero maltratada durante toda su vida por un marido déspota al que aguantaba porque no le quedaba otra y así tenía que ser, que para eso lo había elegido. Y ahora estaba encerrada con él sin poder escapar ni cinco minutos mientras compraba el pan. Ella los veía juntos, aplaudían a la vez como un matrimonio bien avenido y amoroso, sabiendo que un poco más de sal en la tortilla de la cena podría desencadenar la más brutal de las palizas.

También salían a aplaudir una parejita joven de dos muchachitos rubios, con barbitas azules a los que nunca había hecho más que saludar pero a los que descubrió cantando una tarde en el balcón.Todos los vecinos, los de toda la vida, los miraron con recelo al principio, pues eran marido y mujer, o marido y marido, qué iban a saber ellos. Pero como no daban problemas y eran muy educados los dejaron en paz, aunque seguían cuchicheando sobre qué es lo que harían en el dormitorio las noches de invierno. Ahora les hacía rosquillas y se las pasaba en una cesta atada a una cuerda. Y ellos todos los días le cantaban una canción de Los Panchos. Y a la ocho en punto todos estaban en los balcones, unos cantando, otros llorando por el hijo médico contagiado de covid e ingresado en sabe dios qué habitación de qué hospital madrileño, otros rezando para que todo pasara pronto, y todos asustados sin saber qué es lo que estaba pasando y qué es lo que pasaría mañana.

Cuando llegó junio, Aurora había perdido cinco kilos, tres amigas y un montón de esperanzas. Pero la dejaron salir a pasear, aunque solita y en horario determinado. «Así no, así no quiero que sean mis últimos días.» Las lágrimas salían a pasear con ella y hacían que los paisajes de su barrio se desdibujaran para no ver las tiendas cerradas ya para siempre, las colas en la iglesia de gente que quería dar de comer a sus hijos, los vecinos que ya no le darían los buenos días al entrar al supermercado.

Pasó un verano regular, entre la alegría de poder volver a ver a sus hijas y nietas, y el desamparo de no poder abrazarlos ni besarlos. Sus labios siempre pintados de rojo estaban permantemente escondidos por una mascarilla que la protegía de contagios pero le impedía sentir el aire en la cara. y llegó el otoño y con la caída de la hoja el bicho se volvió a hacer fuerte. Y ella cada día se sentía más débil, más pequeña, más asustada de respirar. Y por las noches soñaba con dar un paseo con sus labios pintados al aire, taconeando para que Anselmo la mirara caminar sin bastón. Pero al despertar sabía que Anselmo ya no podría verla nunca más, y sus labios pintados no besarían a nadie durante el paseo.

El invierno la pilló desprevenida, sin fuerzas ya para pintarse los labios, los tacones perdidos al fondo del armario. Aurora no quería salir de casa si no podía respirar aire puro, no filtrado por la horrible mascarilla que le impedía ver las caras de los niños que ya no jugaban juntos en el parque. Porque los niños ya no jugaban en las calles, ni gritaban en los parques, ahogadas sus carcajadas por telas con dibujitos infantiles. Las madres ya no se sentaban en los bancos a vigilarlos de lejos mientras cotilleaban del vecino nuevo que estaba como quería de bueno. Decían en la tele que las vacunas eran la esperanza pero no sabía si ella ya tenía las fuerzas para volver a tener esperanzas.

Y entonces un día, en vez de los tacones, vio el bastón largamente olvidado en el armario. El bastón le había ganado la posición a los tacones. Y alzó los ojos y en el espejo vio unos labios desnudos de carmín, unos ojos negros llenos de lágrimas en vez de luz y un cuerpo que empezaba a curvarse bajo el peso de tantos muertos. Llorando en silencio cogió el bastón y bajó a la calle.

Fueron días oscuros de invierno, de paseos cortos y mucha casa. Nada le proporcionaba placer, ya no leía, ni bordaba los pañuelos que tanto le gustaban a su nieta mayor. Las videollamadas la dejaban más triste que nunca y las lágrimas le asomaban a los ojos en cualquier momento y lugar. La cama era su refugio y cada día le costaba más abandonar el calor de las sábanas, únicas confidentes de sus miedos. Un paseo al día era suficiente para que sus piernas no se atrofiaran del todo, siempre apoyada en su nuevo y mejor amigo, el bastón que le recordaba que ya era anciana, que la vejez le había llegado de pronto de la mano de un bicho que le había robado sus años finales. Nadie, ni sus hijos, ni sus nietos, ni las amigas que le hablaban de esperanzas nuevas de volver a salir algún día, conseguía que Aurora levantara el ánimo y levantara sus manos para pintar sus labios. Fue el peor invierno de su vida, ella creyó alguna mañana tenebrosa de febrero  que sería el último.

Y entre lágrimas y bastones, fue pasando el invierno, Aurora arrastrándose hacia la primavera sin más compañero que un bastón de madera pintado de rosa. Y un día de marzo, Aurora escuchó a lo lejos unas notas familiares. Las voces de sus vecinos le llegaban ahogadas desde el piso de abajo. Salió al balcón y le pareció que había retrocedido en el tiempo, que volvía a aquellos terribles días de abril donde su casa era su cárcel y la gente moría en soledad. Pero ese día el sol se esforzaba en calentar como un sol de junio y las nubes hacían que el azul del cielo fuera aún más intenso. «Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer…» Con los ojos cerrados se vio a sí misma con 17 años bailando en esa misma plaza con el chico más guapo y alto del barrio, prendida de unos ojos azules como el cielo que ahora la rodeaba. Y en el balcón volvió a tener 17 años enamorados y volvió a ser madre por primera vez y a vivir como si su casa no fuera su cárcel. Cuando terminó la canción abrió los ojos y lanzó un beso a sus vecinos.

Con la rapidez que sus más de ochenta años le permitía se puso los zapatos de tacón y salió a la calle, pero agarró el bastón pues todavía no estaba segura de nada, de si volvería a ver a sus amigas, de si volvería a besar a sus niñas, de si seguiría viviendo dentro una semana…

Bajó a la plaza y miró el banco desde donde Anselmo la miraba con ganas, vacío ahora, y se negó a llorar. Entró en el café de Jesús y pidió dos cafés con churros y tostadas y dos pinchos de tortilla, pero le dijo que solo le pusiera un café. Lo demás para el bote. Fue el café más rico que había tomado en meses.

Salió a la plaza y se puso a pasear entre sus jardines, verdes ya, con alguna margarita temprana asomando entre las hierbas del suelo. Iba distraída pensando en lo que le gustaban las flores cuando de repente algo calentito se coló entre sus dedos. Una manita pequeña y suave, caliente y rosada tomaba la suya, fría y huesuda de mujer mayor. Una niña muy chica, de unos dos años, la miraba con unos enormes ojos negros, brillantes, llenos de alegría, llenos de asombro y esperanza, su boca abierta en la sonrisa más bella que jamás Aurora viera. Y esa niña pequeña no tenía miedo de tocar a nadie, de que nadie la tocara, y su sonrisa se veía libre de mascarillas y sus ojos miraban a Aurora y le decían que no todo estaba perdido. Entonces llegó la madre de la niña y le pidió perdón y le dijo que la niña acababa de lavarse las manos, y que tenían mucho cuidado… Aurora acalló sus explicaciones, «no importa, no pasa nada, todo está bien» Y era verdad, ahora todo estaba bien, esa niña, con su mano y sus ojos, era Aurora, una Aurora que ya no tenía miedo a vivir. Una Aurora de labios pintados y tacones poderosos.

Aurora vio cómo la niña se alejaba cogida de la mano de su madre y lentamente comenzó a andar, llegó al banco de Anselmo y dejó allí el bastón. Ya no lo necesitaba, ahora tenía la mano de la niña de ojos valientes grabada en su corazón.

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