¡Atención!, dijo su hijo Arturo, mientras golpeaba la copa con una cuchara, ¡Atención, por favor! Tenemos a la ganadora del concurso.
Mercedes, que llevaba un sombrero de bombín y un vestido negro con flores lilas, rojas y blancas, lo oyó desde el centro del jardín, rodeada de todos los invitados de su fiesta.
¡Atención!, repitió Arturo, antes de dar el veredicto…, y se formó cierto barullo entre sus amigas, que lucían sus singulares sombreros como unas quinceañeras.
Ella misma fue la que puso orden: Shhhh….
Su hijo continuó: antes de dar el veredicto, queremos homenajear a la dueña del cumpleaños.
Los ojos de los invitados, como estrellas que de pronto aparecían en el cielo, la miraron. Mercedes se ruborizó y vio acercarse a su nieta Josefina, que traía un sillón.
Siéntate, abuelita, le dijo.
Como homenaje, anunció Arturo, vamos a presentar la breve obra de teatro organizada por Carla, la segunda nieta de doña Mercedes. Arturo se detuvo y miró a su madre: Carla además acaba de ingresar a la universidad, por lo que pido un fuerte aplauso.
De pronto apareció Carlita, con un vestido escotado y los hombros descubiertos, una oda a la adolescencia. Su nieta hizo una venia y se puso a un costado.
Los personajes son…, leyó Arturo, la abuela Meche. Y apareció su nieto mayor, Enrique, con una peluca gris, un palo de escoba como bastón y un vestido enorme. El mozo, y salió su nieto menor, Horacio, con una pajarita para morirse de la risa. Y, ¡la hija María!, entonces la menor de las nietas, Andrea, saltó al escenario con un vestido tropical y tacones rojos, riendo a carcajadas. Así, con ustedes, dijo Arturo, la obra titulada: No pidas chupe en un restaurante.
Las risas y aplausos se prolongaron unos segundos.
Su otro hijo, Francisco, el mayor, con la cámara de fotos colgándole del cuello, puso una mesa y dos sillas en el centro de la terraza.
Aparecieron en escena su nieto vestido de ella y Andreita, haciendo de su hija María.
¡Dónde está el camarero!, dijo él.
Ay, mamá, por favor, no grites, le respondió Andreita, provocando la solitaria risa de la verdadera María.
¡Meche!, se oyó la voz de su prima Grimucha, que iría por el quinto pisco sour, ¡eres terrible!
Shhh…
Buenas tardes, señoras, dijo de pronto su nieto Horacio.
¡Me lo como!, interrumpió alguna.
Buenas tardes, dijo Andrea.
Se hizo un silencio: los actores se habían olvidado el guion.
¿Y qué pasó?, se oyó la voz dulce de Carla, ayudándoles.
De pronto, Enrique dijo:
Perdone, señor mozo, ¿aquí tienen chupe de camarones?
Otra vez las risas detuvieron la obra.
Sí, señora, exclamó Horacio, que se tomaba muy en serio su papel de camarero, ahorita se los traigo… ¿y qué desean para tomar?
Una jarra de chicha, please, dijo su nieta Andreita.
Y su nieto Enrique, tímido como un galgo de ciudad, asintió con la cabeza.
Va-va-vamos a probar el chupe, tartamudeó de miedo.
La gente aplaudió para animar su actuación, de momento un poco tibia.
El mozo, el mejor actor de la obra, llevó a la mesa dos platos hondos con un líquido rojo que se iba chorreando por el suelo a cada paso.
A ver, papito, dijo Enrique, que había ganado mucha confianza, y la imitaba con desparpajo; esto de acá, dijo, señalando el plato con el dedo, esto de acá no es un chupe de camarones.
¡Ay, mamá!, interrumpió Andreita, mordiéndose los cachetes.
Dile al cocinero que esto es una sopa, ¡y yo he pedido un chupe de camarones!
Entonces su nieto se puso de pie, y Andrea, hiperbolizando a María, se abanicaba la cara de terror, y el mozo se puso de rodillas suplicando clemencia, redondeando una actuación memorable. Y al final, Carla se paró al frente, mientras los actores seguían exagerando la escena; las carcajadas hicieron que levantara la voz:
Con ustedes, la actuación estelar de…, y señaló un extremo de la tarraza: ¡El caminante!
Apareció entonces el hermano menor de Enrique, Lorenzo, apenas cuatro años, que cruzó el escenario sin mirar al público y luego desapareció por el otro lado, ese niño tenía una locura especial.
La gente estaba disfrutando de aquella noche mágica, fresca y húmeda, propia de los últimos días del verano.
Gracias, dijo Carla. El público se puso de pie y dedicó una divertida ovación a la obra. El caminante cruzó la terraza un par de veces más y arrancó nuevas risas.
Sus nietos se le acercaron y la comieron a besos, y no había felicidad más grande que sentir esas pequeñas manos tocándola, ofreciéndole un amor diáfano, irracional, desmedido; un amor misterioso por su naturaleza, porque se había generado casi de forma espontánea, como si esos niños hubieran nacido queriéndola. Ella besó la frente de cada uno, estaba orgullosa de ellos.
Otra vez el barullo gobernó la noche, y algunas personas se pusieron a bailar en la terraza, y las amigas se acercaron a Mercedes, que no le soltaba la mano a Josefina. Su prima Grimucha, recién enviudada, parecía coja de lo borracha que iba: ¡Mechita!, cantaba a viva voz, ¡Qué tal caminante! Me ha robado el corazón, ¡sepáramelo para dentro de unos años!
Mercedes sufría por el sombrero de ala ancha de su prima, que se bamboleaba, y parecía que iba a salir volando en cualquier momento.
No le den más pisco a Grimu, exclamó, apretando la mano de su nieta y susurrándole: ya está hasta las caiguas.
Alguien lanzó un sombrero de charro y este giró como un platillo en el aire.
¿Quién crees que gane?, le preguntó a María, que se había acercado un momento. Mercedes se acomodó el sombrero de bombín y preguntó otra vez: ¿crees que tengo oportunidades?
Ay, mamá, tú no puedes ganar, pues, le dijo María, que tenía los dientes manchados con pintalabios: dirán que es trampa.
Mercedes se rio y le dijo: Si no gano los mando a todos al cacho.
Se rieron y Mercedes soltó la mano de Josefina, tomando las de su hija:
Estás regia, le dijo, sabiendo que no había sido nunca una madre cariñosa, y notó el efecto que sus palabras tenían sobre ella; y hubo algo místico, redentor, en la forma en que su hija se lo agradeció con la mirada.
Mamá, dijo María, el director está fascinado con la fiesta… y la obra de Carla… no han dejado de hablar desde que acabó la actuación.
Es un señor adorable, dijo Mercedes, quizás un poco borracho.
Ay, mamá…
¡Abuelita!, dijo Josefina, que parecía haber vuelto a la vida.
Las tres miraron al director, que estaba conversando con Arturo y, sobre todo, con Carla; tenía un vaso de whisky en la mano y decía algo moviendo la cara, con una elegancia que hacía juego con el pañuelo lila que le cubría el cuello.
Dice que ha sido dificilísimo elegir el mejor sombrero, dijo María.
Mercedes se giró y vio a sus amigas: su compañera de timba, Angelita, pésima perdedora, con el sombrero de plumas rosadas y un trozo de canapé en la barbilla; Susana, con el sombrero de campana, tan caído como sus ojos octogenarios; Doris, con una palmera envuelta en una cinta celeste, que pronunciaba su palidez y tacañería; y luego vio al corro de las más locas: otra vez Grimucha con su sombrero de ala ancha que le bailaba sobre la cabeza; Fina, la moderna, con un sombrero de condones de colores, y finalmente, Amalia, la perfecta, sin ninguna arruga, con un sombrero de Peter Pan, recién salida de Neverland.
Ahora sí… no podemos esperar más tiempo, anunció Arturo, ha llegado la hora de dar el veredicto.
Las participantes se levantaron y acercaron a la terraza, donde Arturo, el director y la costurera de Mercedes, Edita, flamantes jurados del concurso, las esperaban. Ella también se puso de pie, con ayuda de María y de Josefina, y se unió a sus amigas.
El director quiso ofrecer unas palabras:
Meche, dijo él, he quedado prendado de tus hijos, de tus amigas, de todos estos maravillosos sombreros. Luego dirigió la mirada a las participantes: he pasado una noche inolvidable, todas son ganadoras. Pero bueno, vayamos al tema… Edita, por favor.
Edita, con sus manos pacíficas, sacó el papel del sobre ante la tensión de las candidatas.
Mercedes no pudo evitar el deseo de escuchar su nombre; aunque resultara inapropiado, se moría por ganar.
La ganadora es…, Edita dejó unos segundos de suspenso: ¡Amalia!… con su sombrero de Peter Pan y su mensaje de eterna juventud.
Mercedes sintió un pequeño hincón en el pecho, pero el dolor se disolvió de inmediato, porque nada, ni la derrota en aquel concurso tan original que ella misma había organizado, podía aplacar la enorme felicidad que estaba viviendo. Así que abrazó a Amalia, siempre perfecta, atractiva, impecable, y la acompañó a recibir el premio, que era uno de los cuadros expresionistas que Mercedes había pintado en el taller del Museo de Arte. El cuadro retrataba un torbellino de cabezas, sombreros y colores en medio de un jardín.
Es un tornado, dijo Amalia, un tornado de sombreros.
Es mi vida, dijo ella.
De pronto se apagaron todas las luces y los invitados empezaron a cantar: Cumpleaños, feliz… cumpleaños feliz…, el menor de sus hijos apareció con un pastel de chocolate, lleno de velas encendidas… el coro cantaba y hacía palmas bajo la oscuridad de la noche… feliz cumpleaños a ti…
¡Pide un deseo!
Mercedes lo pensó, pero decidió que ya no tenía deseos, y que si alguno le quedaba era el de vivir ese instante. Así que sopló con fuerza, sintiendo el flash de las cámaras en la cara, y la emoción le humedeció el rabillo de los ojos.
Feliz cumpleaños, mamá, le dijo su hijo menor, Octavio, que se había pasado toda la semana arreglando su jardín para que estuviera majestuoso esa noche; él fue el primero al que abrazó cuando se encendió la luz.
Gracias por este jardín, le dijo Mercedes, eres un genio.
Alguien puso un merengue de Juan Luis Guerra en la radio de la casa. La gente se animó a bailar y, en breve, se armó la jarana. Grimucha, borracha como una cuba, y su nieta Josefina, sensible por naturaleza, lloraban abrazadas.
Mercedes se acercó a su marido, Paco, que estaba en una silla de ruedas, acompañado por la mayor de sus hijas, Eva, ataviada con un vestido asimétrico, diseñado por ella misma, y un sombrero de vaquera.
Mi papi quiere darte las buenas noches, dijo Eva.
Ella le dio el bastón a su hija y apoyó las manos en las braceras de la silla.
Que sueñes con los angelitos, amor, le dijo y le dio un beso en los labios. Los ojos grises de Paco no dejaron de mirarla hasta que Mercedes lo perdió de vista.
La noche continuó y ella, aprovechando la distracción de sus invitados, se apartó un poco y se quedó mirándolos desde la sombra: en el centro del jardín ahora estaban los más jóvenes que, eufóricos, levantaban sus sombreros, bailando con energía y soltura; mientras que sus nietos, aparecían y desaparecían, pululando como abejas; en cambio, cansadas de felicidad, sus viejas amigas habían vuelto a sentarse, y, adormiladas, miraban el gran baile. Un tornado, se repetía Mercedes, un tornado… ay, Amalia, ¡El arte no es lo tuyo!
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