No había normalmente razones para andar silbando, pero de regreso a su viejo y apretujado apartamento a don Abraham le dieron ganas de hacerlo. Venía de caminar al parque para relajarse pero, al igual que durante todos los sesenta y pico años de su vida, no había encontrado la fuerza de voluntad para echarse en el pasto y dejarse llevar. ‘Si fuera un poco más bajito me daría menos pena’, pensaba, dándose un poco de moral. Después de todo le venía bien la espontaneidad al menos de silbar.

El viejo se puso el periódico debajo de la axila y sacó con sus alargados dedos las llaves del motoso bolsillo de dril, y quitó el seguro. Sin embargo, no había seguro. Sólo tuvo que girar el mecanismo una vez para entrar a su refugio. ‘Ya llegó esta niña. Esperemos que…’. Caminó con calculados pasos a través de la pequeña sala amoblada con un sólo sofá, una mesa plástica descolorida y un televisor polvoriento, para dirigirse hacia su habitación. Cuando oyó cuchicheos, se dijo ‘no, por favor, no otra vez…’

Contempló, a través del marco de la puerta, a aquella muchachita que hacía un par de meses había logrado ser su improbable compañera de apartamento. La chica lucía su crespa cabellera en todas direcciones, y su pequeña figura se hallaba sentada en el asiento junto a la cama, donde se encontraba una señora cuarentona con la que charlaba atentamente y a quien él no reconocía, a pesar de tener claro la razón de su aparición. Don Abraham se quedó parado, derrotado, observando la escena. La chica miró hacia afuera y lo vio, tras lo cual se levantó con chispas en los ojos y una incontenible emoción que cabía inverosímilmente en su cuerpo bajito. «¡Don Abraham, estuve esperándolo desde hace rato! No me gusta que se me pierda así. ¡Venga que le quiero presentar a Martha!» Don Abraham espetó un silencioso suspiro para sí. Le parecía inexplicable la energía de esta niña. Era la misma energía con la que le rogó, así como hacen los niños cuando quieren que les compren una golosina, que la dejara vivir allí. Una energía tan asertiva que lo logró convencer de dejarla vivir allí, a pesar de que no se le ocurría ningún motivo para permitirlo. Esta chica sólo lograba recordarle lo natural que era para él acceder a las peticiones de otros, aunque a él no le pareciera nada bueno ni beneficioso. Le chocaba esa gente segura, que podía agarrar el mundo con el índice y el pulgar y hacer lo que quisiera de él como si fuera poca cosa. Y ahora ella estaba allí, para quedarse, para alardear de su juventud bien aprovechada, y para impregnarle un poco de ella. Por eso había llevado, por octava vez, a una mujer para presentársela. Por eso estaba Martha ahí, sentada en su cama haciendo visita con la chica.

‘Mucho gusto’ dijo cortésmente el viejo, dándole la mano a la señora. La chica entonces lo tomó del brazo y lo acomodó enérgicamente en la silla donde ella había estado sentada, como suelen hacer las mamás con sus hijos cual si estos fueran ositos de peluche, y eso que la chica no le llegaba a los hombros al alto Abraham. «Bueno, los dejo para que charlen tranquilamente. Voy a estar arreglando la salita que está un poco desorganizada. ¡Chao!» dijo la muchacha cerrando la puerta tras de sí. ‘Adela, venga, espere…’ pero el viejo se quedó sin respuesta, frente a Martha, en su habitación. Ella lo miró expectante y nerviosa. Él, normalmente muy callado, ya sabía cómo armarse de valor para zafarse, después de repetir la rutina durante siete aprietos similares.

‘Bueno, un gusto conocerla, Martha. Mire, quiero pedirle mil disculpas. Ella es Adela, una sobrina lejana que tengo yo, y que es bastante curiosa. Ella cree que yo tenía mucho mejor humor cuando estaba casado, y por eso quiere emparejarme cuanto antes.’ Doña Martha se ruborizó levemente. ‘No, no, mire, esto es un verdadero malentendido. Ella de verdad quiere que yo me case otra vez, pero no me ha entendido lo que le digo. Es un poquito terca, pero no puedo hacer nada. Me disculpo por incomodarla con esta situación. No le voy a pedir que se quede aquí más tiempo, pues estoy seguro que tiene cosas más importantes que hacer. Permítame acompañarla a la entrada, Martha, y le agradezco su comprensión.’ Ambos se levantaron sin decir nada más, y a ella se le notaba en parte contrariada y aliviada de salir de allí. Parecía no tolerar una conversación incómoda, y Abraham se sintió bien consigo mismo de ayudarla como a él le hubiera gustado que lo ayudaran si algo así le sucediera. Mientras atravesaban la salita, el viejo pudo notar la mirada fija de la chica, que se había levantado del sofá en el que parecía haber estado sentada durante los minutos en que estuvieron los mayores en la habitación. ‘Hasta luego, Martha. Que tenga un buen día’ le dijo Abraham, dándole la mano. Ella contestó, aliviada, ‘Gracias señor’. La puerta se cerró.

‘¿Otra vez, Adela? ¿En serio? ¿Me tengo que encontrar el mismo cuadro cada vez que regreso acá? Da igual salir a la calle por salud si tengo que regresar a lidiar con esto una y otra vez’. La chica solía responder de una forma que a Abraham le causaba escozor: con un tono de progenitora joven y moderna, en el que cada regaño no va cargado de enojo sino de decepción, e incluso con energía positiva. «Don Abraham, se me están acabando las posibles candidatas, y usted las espanta así. ¿Por qué no me deja ayudarlo? ¿No le gustan? Yo le hablo maravillas de usted a todas las señoras de la oficina y usted las saca a correr. Me está haciendo quedar como una mentirosa, y yo no soy ninguna mentirosa.» El viejo suspiró, como hacía por costumbre desde hacía ya ocho ocasiones. ‘Yo ya le había dicho que no se molestara haciendo eso, pero no me escuchó. Yo le dije que no pienso seguir ese jueguito de las citas a ciegas, si ni casado ni emparejado estuve. Si no tuve una cita de esas fue por cosas de la vida, pero yo ya estoy muy viejo para ponerme a payasear así. Que esta sea la última vez que me sale con estas sorpresitas, ¿sí?’ Adela no tardó un segundo en refutar. «Y yo ya le había dicho a usted que nunca es tarde para nada. Mire que usted tiene muy buenas cualidades: es respetuoso, amable, y sí, tal vez un poquito gruñón, pero yo sé que usted puede hacer muy feliz a una señora como las que le he estado presentando.»

‘Usted no sabe nada’, espetó el viejo. Notando lo fuerte de la afirmación, se apuró a añadir ‘…me refiero a que usted no sabe si yo puedo hacer feliz a una señora de esas. Parece más bien que usted quiere amargarles la vida presentándoles a un viejo gruñón, en vez de buscarles un hobby o qué sé yo. Usted es inteligente y les puede buscar algo que las entretenga. Una mujer ya tiene que lidiar con muchas cosas como para sumarle el cuidado de una máquina de quejas y achaques, ¿o me equivoco? Además, yo estoy bien así solo. Ya me había acostumbrado.’ La chica trataba de decir un montón de cosas que se le agolpaban a la vez, casi mostrándose devota de su fe en buscarle pareja al viejo Abraham. Finalmente soltó, casi con impaciencia «¿por qué no se da el derecho de sentirse contento? ¿por qué le parece tan difícil? Yo lo he visto armarse de paciencia en filas largas, en… en… bancos, o cobrando su jubilación… sí, se queja, pero… sigue esperando y… usted sabe… ¡ah! y haciendo la fila para pagar el mercado, y… en fin, esto… no, ya sé, ya sé. Hay una señora en la oficina que tiene lo que usted está buscando. Tiene alto perfil, es… es muy sexy, es como una… ¿cómo es que les llama? ¿milf? Esa palabra toda rara… pero sí, es atractiva, es un poco orgullosa, pero sé que le atraería un hombre como usted. ¡Ya sé! Para que usted no se enoje conmigo, la traigo un día que le parezca bien, en vez de traerla de sorpresa. ¿sí? Para que no se moleste.»

‘Usted es la que no debería molestarse’ dijo el viejo, que ya se había sentado en el sofá y prendido el televisor. ‘Mire, como le he dicho, le agradezco la intención. De hecho, estoy sorprendido porque no pensé que hubiera gente joven preocupada por la gente vieja en estos días. Pero me gustaría, y creo que esto le beneficiaría a usted también, invertir esa energía y esa juventud suya para contribuir a una causa más grande. No sé, una ONG, una beneficencia, una caridad, una obra social, algo así, ¿no? No le veo la utilidad a ayudar a un viejo a conseguir una cita porque todavía está soltero.’

«Usted me recibió aquí cuando yo lo necesitaba. Es algo parecido a lo que habría hecho mi abuelo. Yo no pude ayudarlo a él, y tampoco me interesaba hacerlo. Pero él me apoyaba en todo y yo le daba la espalda. Me fastidiaba su amabilidad y su comprensión, pero él ignoraba esos sentimientos y seguía siendo él mismo, como cuando usted saca a correr a las señoras que le presento; es porque usted también cree en lo que siente. Ehm… yo supe después de un tiempo que eso no estaba bien, pero seguí terca. Ahora ve que siempre he sido así… Yo quiero ayudar. Usted no es el único que cree que ya es tarde, pero como ve soy muy muy terca. Tanto así que no quise ir a la cremación de mi abuelo. De todos modos yo sé que él entendía por qué no fui, pero yo estaba determinada a seguir con mi… mi determinación y… ¡yo sé que le puedo conseguir…! ¡PAULA!… se llama. Yo la traigo el jueves. Yo sé que se van a entender. Ella tiene clase, como usted. Y no vaya a salir otra vez con eso de que usted no es bonito, porque usted no se ha dado cuenta…» Adela se había sentado, casi dejándose caer, al lado del viejo en el sofá, mirándolo fijamente como si le estuviera mandando una plegaria a un santo.

Abraham, derrotado, la rodeó con el brazo y la trajo hacia su hombro. Él pensó que Adela iba a llorar, pero la muchacha estaba perpleja y con la mirada perdida hacia el televisor, en el que estaban presentando un programa mañanero y había un invitado musical que sonaba a lo lejos. «Don Abraham, ¿por qué dijo que era una sobrina lejana? ¿cuando traiga a… Paula, seré su sobrina segunda?»

Don Abraham se sacó el periódico que llevaba bajo la axila, lo abrió y ubicó un aviso clasificado encerrado por un trazo circular de un marcador, mostrándoselo a Adela. «Esta es tu nueva casa. Con tus ingresos podrás pagar el arriendo sin problema. Y por favor ocupa tu tiempo en alguien que no esté tan viejo esta vez. Yo te enviaré tus cosas esta tarde, así que espera allá y no me vayas a llamar, que yo sé cómo le hago.»

La chica se levantó de forma casi automática, caminó derecho hacia la puerta, dejó la llave junto al televisor y salió del lugar. El viejo apagó el televisor, se levantó del sofá y se dispuso a embalar las pertenencias de la muchacha.

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