Lo conocí en un invierno de mitad de los años ochenta. Entonces yo era una chica joven y tímida que empezaba a trabajar. No recuerdo el año exacto pero sé que era invierno por la anécdota que hizo que me fijara en aquella figura diminuta. Se presentó un día preguntando por mi jefe. Vestido con gabardina, quizás un poco pasada de moda, ceñida con cinturón y subidas las solapas por donde asomaba una cabecita con algunos pelos diezmados; usaba grandes gafas que casi le tapaban la cara y cuyos cristales a menudo limpiaba con los dedos. Era la piel, en su cara y en sus manos, traslucida, dejando ver unas venillas como si le faltaran capas de piel y se ceñía a sus huesos, creo recordar, sin arrugas.
Mientras aquella figuraba esperaba ser atendido, mi pidió que le indicara donde había un enchufe en la sala. Lo señalé y cual fue mi sorpresa cuando entre los botones del ajado gabán sacó una clavija seguida de su cable que fue a introducir en los dos agujeritos. Allí se quedó un rato, quieto y enchufado. Yo intentaba no mirar y seguir con mis tareas, pero era fácil adivinar mi sorpresa ante la cómica situación.
-«Joven, a esta edad, los huesos son frioleros» -se dirigió a mí, muy serio, apresando mi mirada y destapándose un poco me dejó ver una mantita eléctrica que sujetaba con un cuerda a su lumbar- «Por suerte con el calor que cojo aquí puedo cruzar la calle y me aguanta hasta mi próxima parada, donde vuelvo a enchufarme otro ratito».
Siguieron sus visitas en mi puesto de trabajo; cada vez eran más continuas y no siempre necesitaba escusas ni preguntar por mi jefe. Cuando asomaba su menuda silueta, me producía cierta ternura pero, como suele pasar a los jóvenes, mi visión de aquel simpar octogenario se limitaba a la ancianidad actual, sin pensar en cuál fue su vida, su obra, qué hacía cuando tenía mis años, que sentimientos albergó de amor, de ira… Los jóvenes a veces se creen los amos del mundo y cuesta aceptar que los que la perdieron hace tiempo también tuvieron una mocedad no tan alejada de la nuestra. Pero eso y todo lo que aquel hombrecito había sido lo fui aprendiendo años después.
Saludaba desde la puerta, se calentaba un poquito y tras una breve charla seguía su camino. De aquellos encuentros nació una mutua admiración que me llevó a formar parte de la asociación que él presidía. Fui secretaria y tesorera, por supuesto sin emolumento ninguno; pero por una pequeña cuota que los socios pagábamos para intendencia, me sentía privilegiada de pertenecer a ese docto grupo. Nos reuníamos en un café en tertulia una vez al mes y allí yo absorbía como una esponja lo que se platicaba por aquellos personajes tan lejos de mí, en edad y en sabiduría. Éramos como un escuadrón varado en el tiempo; como una prolongación de esas tertulias de principio de siglo, ya en franca retirada. Creada por y para hombres, habían descorrido tímidamente la cortina para que pudiera pasar alguna que otra fémina. Charlábamos de arte, de historia, de cultura, de todo lo relacionado con nuestra tierra. Era la amalgama que unía aquel grupo tan dispar: el amor a su ciudad.
Entre Don Ángel y yo surgió una amistad sincera y diferente a las que hasta ese momento había conocido. Los casi sesenta años que nos separaban no eran óbice para que nos gustara pasar tiempo que nos enriquecía a ambos. Él me aportaba todo su saber y le gustaba, a veces, pedir mi opinión en cosas que «no entienden estos carcamales» como gustaba provocar a otros contertulios. Compartíamos, o intercambiamos según se mire, su experiencia y conocimiento y mi juventud e ingenuidad. Era ágil de mente, de lúcida ironía.
El viejo profesor había nacido con el siglo como más tarde me contaría en nuestras animadas charlas. Jubilado de su cátedra de dibujo y aunque seguía pintando y escribiendo, pasaba muchas horas de sus ociosas mañanas entre despachos oficiales. Ya se le ve en el Ayuntamiento demandando mejoren ese rincón abandonado en la ciudad o en la Diputación por esa subvención que no llega para homenajear al ilustre paisano fallecido. Pedía con la tranquilidad que da hacerlo para otros, nada para él, todo para su ciudad. Cuando acababa sus gestiones se le veía deambular por la Plaza o por la Glorieta en animada charla con algún conocido.
Me enteré que fue el eterno soltero, amaba a las mujeres, a todas, pero él no había nacido para casarse, o eso me contaba. El amor al Arte en general, la escultura, la cerámica, sobre todo la pintura en particular; también la historia de su ciudad y esas tertulias pausadas llenaban toda su vida. No era hombre de quedarse en el hogar cuidando a la familia, decía. Pero tampoco él supo o no quiso resistirse a las normas sociales y a ciertos consejos bienintencionados que, en la edad de su jubilación, le recomendaron y porfiaron por aquella mujer de buena familia que bastante más joven que él, sabría cuidarlo y le haría más cómodos los últimos años: «Te mantendrá cálido el hogar, mientras tú podrás dedicarte a pintar, tus tertulias.. y todo lo que te gusta» recitaban. Quizás fuera eso lo que le convenció, lo que le hizo entrar en la sagrada institución que él nunca antes había querido probar: el sueño de dedicarse a sus aficiones espirituales mientras alguien velaba por los asuntos mundanos.
No solo nos reuníamos para hablar en tertulia, también se organizaban de vez en cuando cenas, donde se permitía la asistencia de cónyuges. En otras ocasiones se programaban visitas o recorridos a lugares emblemáticos. Amigo de curas, párrocos y alcaldes, nos permitían entrar en iglesias y lugares recónditos, donde otros no tenían acceso y menos las chicas de mi edad. Recuerdo una noche que se preparó una `cena de sobaquillo’ en la Torre del Homenaje del Castillo de Peracense, entonces sin rehabilitar y mucho antes de admitir el acceso al público en general. Sus piedras rojizas de rodeno, ancladas en fuertes rocas, hablaban de más de seis siglos de historia, y a pesar de estar casi derruido, se había mantenido un espacio a resguardo del raso donde decidimos hacer nuestra reunión. Hacía un poquito de frío, el lugar tenía algo de fantasmagórico, pero allí estábamos un grupo variopinto, a la luz temblorosa de las llamas que encendimos, y las historias que relataban no eran muy dispares a las de reuniones de muchachos en campamentos de verano. ¡Bueno! la diferencia estaba en que algunos de estos muchachos estaban llenos de achaques, reumas y otros males degenerativos que hacían sus movimientos más lentos, pero no sus cabezas, que bullían de ilusión.
En otra ocasión se nos permitió subir a los andamios de la Catedral en rehabilitación y pudimos ver las tablillas de los artesonados que estaban al alcance de nuestras manos. El erudito en la materia (todos los miembros del club eran expertos en algún tema, excepto yo, que solo ponía mi interés) nos explicó lo que representaban -siete siglos atrás- cada una de las imágenes y escenas allí pintadas.
Era mi amigo sabio, un abuelo no de sangre pero sí de inquietud y de cariño. Y si los fines de semana lo pasaba bien con los amigos de mi edad en cafeterías y discotecas, cierto es que él me abrió las puertas a un mundo de cultura, de riqueza y belleza con el que disfruté y sigo haciéndolo hoy en día.
No fue mucho tiempo lo que pude disfrutarlo, la existencia pasa rápido y coincidimos en la falda de la montaña de la vida, cuando él la bajaba y yo la ascendía. Me quejaba que lo había conocido muy tarde, me lamentaba de su ancianidad, pero cada época tiene algo que merece ser exprimido; ¿acaso no disfrutaba yo, en esos momentos, de toda su experiencia? Sus vivencias de otros tiempos comprimidas en sus últimos inviernos.
En los años 90 perdía fuerza la tertulia a la vez que se apagaban los ímpetus de los fundadores. Se espaciaban las citas y las cenas eran casi simbólicas. Yo me casé y la dinámica de esos años pletóricos de creación de un nuevo hogar, la absorbente dedicación de los hijos pequeños y el ascenso en distintos puestos de trabajo apenas me permitían otros pensamientos. Nos fuimos distanciando. Ahora no puedo evocar como fueron sus últimas días, no recuerdo si yo estuve a la altura del cariño que nos profesábamos. Fui a su entierro, como antes lo había hecho a la presentación de su último libro, un acto social. De nada sirven lamentos ni pensar que ahora podría dedicarle todo el tiempo que necesitase para escucharle o solo para estar a su lado acompañándole en sus últimas días.
Siguieron años de perder varios integrantes en la asociación, el resto intentamos mantener su legado, que su creación funcionara como cuando él estaba. Comentábamos de hacerle homenajes, solicitar el nombre de alguna calle… pero a menudo todo quedaba en palabras. No teníamos el apoyo necesario, era como querer ir en una dirección y al golpearnos contra una pared, virábamos el camino en lugar de echarla abajo. Nos faltaba la fuerza de aquel pequeño gran hombre, su vehemencia. Las personas son el alma de lo que crean y no siempre es fácil seguir sin su soplo.
Años después falleció su esposa. Y tuvieron que pasar muchos más todavía para que los herederos de uno y otra zanjaran esas situaciones enrevesadas que a menudo quedan tras los que se van. Fue entonces cuando alguien, que bien lo conocía y quería, me entregó un cuadro de él
-«Sé que le hubiera gustado que tú tuvieras algún recuerdo» -me dijo mientras me entregaba una tabla pintada, ya en sus últimos años, donde el trazo se hizo más rápido y suelto, donde el color y la pintura prevalecía sobre el dibujo. Llamativo que con los años los clásicos retratos fueran cambiados por luz y color. Se veía su inteligente brocha, de fuertes y sueltos trazos, la rasmia de aragonés en su pintura como en su vida.
¡Qué ilusión me hizo! Para mí era un gran un tesoro. Veinte años después de su muerte y recibía ahora un pedacito de él, era mucho más que un lienzo, allí estaba el tiempo que le dedicó a pensar y luego a pintar la obra, del amor que puso en cada pincelada, eso es lo que yo disfruto del cuadro junto a los hermosos colores tierras y azules y a las lilas magníficamente plasmadas que parecen expender su perfume por el recibidor donde lo tengo enmarcado. Curioso que tanto tiempo después de su ausencia, sigo descubriendo cosas que tuvimos en común; posiblemente él, como yo, tuvo preferencia por esas aromáticas flores.
Conocí a un gran artista, pero sobre todo a un gran hombre. Entre lo mucho que me enseñó descubrí que los amigos no son solo los que se asemejan en circunstancias y te acompañan en el día a día; la amistad es un sentimiento que nace entre personas uniéndolas con hilos de entendimiento, de aficiones, de admiración y cariño, donde la diferencia de edad no es impedimento, sino riqueza si se sabe aprovechar.
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