SÁBADO.
Querida Mari Paz, ya sé que escribir es bueno para lo mío, pero si se trata de que ejercite mi mano de vieja para que no se me atrofie, casi preferiría que me pusieras a repetir la misma frase una y otra vez, como hacían los profesores en el colegio. Bromeo, Mari Paz, tus redacciones son bienintencionadas, pero el tema de hoy me infunde demasiado respeto. Mi experiencia como madre, ahí es nada. Nunca he sido tan feliz como el día que nació Natalia, y de eso hace ya treinta y cuatro años. No sé cómo juzgarás esto, pero la llegada de esa criatura supuso la plenitud de una vida incompleta: mi hija no trajo un pan debajo del brazo sino un sentido. Por desgracia, el espejismo no duró. El vacío volvió a surgir, se desperezó de su letargo y comenzó a dar zarpazos de nuevo. Vacío extraño aquel, en cualquier caso, por estar tan lleno: de preguntas sin respuesta, de insatisfacción perpetua, y en cierto modo, de un denso aburrimiento. Natalia tenía seis años cuando le pedí el divorcio a su padre, como si él fuera el culpable de mis recovecos de angustia, o al menos, el responsable de llenarlos. Todo lo que parecía sólido, se derrumbó y la maternidad no fue una excepción. Agitando en mi mano de entonces –sin rastro de los temblores de ahora- las leyes de divorcio que España estrenaba, me arranqué el disfraz de ociosa resignación -cuyas costuras apretaban sin apretar- y me convertí en una mujer moderna. Me había liado una manta a la cabeza y un amante a la entrepierna, un tipo que me regaló el primer orgasmo de mi vida. ¿Lo puedes creer, Mari Paz? A los treinta y tres años y siendo madre de una criatura de cinco. Tras salvarme del tedio, mi fogoso amante dio por concluidos sus servicios, ya que puestos a salvar cosas, lo prioritario era salvar su matrimonio. “Por amor a mis hijos”, puntualizó. Entonces, Mari Paz, me vi sola y apestada por todos, sujetando entre los dedos un rosario de obsesiones donde cada cuenta era una culpa. Mi egoísmo se convirtió en el tema de conversación de mi entorno y la culpa, amiga mía, una culpa ingobernable, comenzó a roer mis entrañas con sus dientes afilados, y a esa culpa, de la que tanto te hablo, siguió el miedo a los reproches de Natalia. Y es que me parecía sentir su censura invisible acechando por todas partes. Escondida entre los pliegues de las mantas con las que su padre ya no la cubriría cada noche, o agazapada en las hojas de los álbumes, donde las fotos de nosotros tres, juntos y abrazados, desaparecerían para siempre. Los años pasaron y Natalia, sin embargo, jamás me amonestó, quizás porque viví entregada a su cuidado, sin volver a enredarme compulsivamente con hombres.
LUNES.
Ayer no pude escribir, y mira que lo intenté, Mari Paz. Me dolía demasiado la mano, en realidad el brazo entero, y no solo los músculos, también los huesos andaban peor que mal. Pero hoy me encuentro bien, así que continúo donde lo dejé. Cuando Natalia tenía catorce años perdí mi empleo de recepcionista en una clínica ginecológica (mi antiguo amante, amigo del empleador, había tenido el detalle de buscarme un sustento, a la vista del desamparo en el que me había sumido mi aventura emancipadora). Aunque todavía no me habían diagnosticado la enfermedad, el suelo comenzó a temblar bajo mis pies y procurar no sucumbir ante el vértigo del abismo se acabó convirtiendo en rutina. Natalia apenas advirtió cambios: su plato de comida, su ropa planchada y su paga semanal estaban siempre donde debían estar. Mi impotencia revestida de angustia –a mi edad y sin formación no encontraba trabajo- le pasó desapercibida y debido a mis ingenierías domésticas con las facturas, a mi pericia enlazando subsidios, a la pensión que le pasaba su padre y al hecho de que, cuando el agua me llegó al cuello, pudiera malvender dos plazas de garaje y un trastero -mi única herencia- seguí ingresando dinero en nuestro modesto hogar. Inmersa en sus particulares dramas adolescentes, Natalia fue siempre ajena a los míos. A pesar de todo, cumplidos los diecinueve, un día me abrazó llorando. Quería darme las gracias «por sacarla adelante», pero aquellas lágrimas eran más una despedida que un innecesario agradecimiento. Había decidido que viviría con su padre en Francia. Jamás volvió, salvo para visitarme de forma esporádica. En aquel país estudió, encontró trabajo, se casó, y tuvo un hijo, mi nietecillo Pablo, que en julio cumplirá un año. Desde el día de su bautizo, en Lyon, no he vuelto a verlo.
MARTES.
Qué extraña sensación, Mari Paz, esta tristeza que viene y va. Recordando la última tarde que pasé con Natalia, se me ha nublado el ánimo. He de confesarte que yo, una melancólica de libro, no sabía en qué consistía la verdadera tristeza hasta que me hice mayor. Y vaya si es mortífera, a pesar de la apariencia de suave melancolía con la que envuelve a sus víctimas, en plan mosquita muerta. No sabía que podía ser tan erosiva como esa gota constante que va desgastando la más firme de las rocas. Lucho para que no me devore en silencio y sin aspavientos, para que no me obligue a rendirme, pero la soledad no ayuda Mari Paz. La soledad es la verdadera enfermedad de la vejez. Ahora vienes tú un par de días en semana a cuidarme y la asociación se hace cargo… pero pronto necesitaré más ayuda y no podré retribuir los servicios de nadie. Con suerte, lo sé, acabaré en una residencia de ancianos subvencionada.
En cuanto a Natalia, es curioso que mientras más vieja me hago, más la añoro. Pero al menos, os tengo a vosotros, la asociación, que sois como mi familia. Y en especial tú, Mari Paz, mi lazarillo colombiano, que eres todo corazón. Me habéis ayudado tanto que siento pudor al quejarme, y este tono lastimoso que uso, empieza a fastidiarme. Después de todo, vivo tranquila, con días mejores y otros peores, como todo el mundo. Y cada mes, puntualmente, recibo el amor de Natalia, un amor que se muestra en forma de transferencia bancaria. Ella no sabe nada de la enfermedad, y mientras yo pueda evitarlo, así será. Ya le destrocé la vida una vez-o al menos se la compliqué – Se la volví estrecha, difícil, incierta, y aunque estos remilgos sean cosa de tiempos pasados y mi generación sea la última a la que le atormente la culpa por romper la familia, así somos las mujeres de antes. Mi expiación es necesaria para hallar la calma, y pasa por la resignación de aceptar la soledad, por más claustrofóbica que se vuelva. Mientras te escribo con una mano, la otra tamborilea sobre la mesa, incansable, al ritmo del segundero del reloj de la pared, ese que contiene el secreto mejor guardado: las horas que me quedan por vivir en este túnel de recuerdos encadenados de tiempos felices que no eran conscientes de serlo. En él paso los días instalada, Mari Paz, tú lo sabes, recorriéndolo de arriba abajo y de abajo arriba, sin gastar ni un poquito las suelas de una memoria portentosa. Porque mi cerebro, Mari Paz, sólo es defectuoso a medias.
MIÉRCOLES
El insomnio vuelve a hacer de las suyas. Mis ojeras parecen dos carreteras, de lo anchas y lo grises, pero es que soy tonta, Mari Paz, porque me meto en la cama y me pongo a fantasear que Natalia y yo vivimos juntas de nuevo, como en los viejos tiempos, y en esas visiones tengo una habitación en su casa, y ella contrata una cuidadora que me ayuda, pero luego, con mi tendencia natural a destruir todo lo bueno, me empeño en verla en la cocina cuchicheando a hurtadillas con su marido, y la oigo decir lo cansada que está de mi, la pesadez que supone vivir con una señora quejumbrosa por culpa del párkinson. Y entonces, Mari Paz, la oscuridad devora la escasa luz que se filtra por la ventana y lo engulle todo, hasta el sueño. Querida Mari Paz, había dejado de escribirte y ahora retomo la escritura con el corazón desbocado. Acabo de hablar con Natalia. Hace un rato me telefoneó y me pareció todo muy raro, porque nunca hablamos tan temprano, y aún menos por videoconferencia, pero la vi sonriente y me tranquilicé. Le pregunté por mi nieto, le pedí que le dijera cuánto le quiero, y entonces ella, ¿sabes que hizo Mari Paz?, abrió un cajón de su escritorio y sacó una cajita blanca de pastillas, o eso parecían, y acercándola a la cámara, me preguntó si sabía yo para qué servían. Y entonces, Mari Paz, se me congeló el corazón. Se trataba de un envase de Sinemet, y mientras lo abría y sacaba el blíster, con sus pastillitas azules, pensé, idiota de mí, que también a ella le habían diagnosticado párkinson, y por un momento se me nubló el entendimiento, y no oí siquiera lo que me estaba diciendo, ella, que es más lista que el hambre y que anoche, mientras hablábamos vio mis pastillas en la mesita del sofá, así que buscó información y averiguó que la levodopa sólo se administra para el párkinson. “Así que te vas a venir conmigo, mamá- me ha dicho- , aunque te de pereza, que ya sé que vas a poner el grito en el cielo y mil excusas, como que no te gusta la mantequilla, o no sabes hablar francés, o que aquí son todos muy antipáticos… ¡si te conoceré yo!. Pero tú por el idioma no te preocupes, que la cuidadora será española o latina, y la más simpática que haya, como tu Mari Paz, que ya sé que no puedes vivir sin ella, y me tiene muy celosa, pero poco a poco, mamá, que ya te vale ocultarme lo malita que estás, que parece mentira, que me haya tenido que enterar así. Tú siempre haciéndote la fuerte y sin pedir ayuda. Y mira, mamá, al tiempo que aprende Pablito a hablar francés, pues lo aprendes tú también… Y quién sabe, ahora que papá está viudo, pues podríamos quedar los tres para merendar de vez en cuando, o para llevar a Pablito al parque, que para eso sois sus abuelos. Y a ti papá te quiere mucho, mamá, a pesar de todo, fíjate, que hasta creo que sigue enamorado de ti, el muy tontorrón, que no te creas que el dinero que te envío para ayudarte solo es mío, que si él me ayuda tanto es porque sabe que yo te ayudo a ti…
Bueno Mari Paz, ¿para qué seguir escribiéndote, si estás a punto de llegar? Estoy tan feliz y tengo tantas ganas de hablar contigo que…. ¡ay, estás llamando a la puerta!.
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