En la mañana en que nací la noche representaba algo más que el final del ruido, un intervalo entre un párpado abierto y las alas de una mariposa. En cuanto a las horas, éstas discurrían al ritmo de los trigales, la montaña cristalizada del fondo y un sol oblicuo y, de pronto, por obra de un milagro inexplicable —sólo lo que se repite conserva su prodigio—, la vida dejaba de ser extensión del dominio del ocio, también cruce de olores y perfumes, para aletargarse. Con la noche y su música resonaban los cimientos de la casa y de entre las grietas surgían monstruos hambrientos de temores. Por supuesto, los peligrosos de verdad permanecían ocultos bajo la cama o en el trastero y, ahí siguen, al acecho de otras generaciones que los den de comer, esta vez sin problemas de cobertura y con una red de carreteras que es la envidia de toda Europa. 

Reconozco que el miedo duraba más bien poco, justo lo que tardaba en darme cuenta de que era tan mayor como mi padre y, por tanto, estaba a salvo del hombre del saco, los gamusinos y el mal humor de Franco. Porque al igual que el dictador, yo también fui un bebé que nació viejo para, con el tiempo, ir desprendiéndose de las arrugas, del dolor de huesos y la baba, de la disfunción eréctil, la sequedad en todos sus ámbitos y la pérdida de la capacidad para oler y asombrarse, toda una lista de cruces vinculadas a la putrefacción de la carne, hasta llegar a convertirme en lo que nunca fui. Debe ser cosa de la enfermedad, la única que me ha ayudado a confiar en lo inevitable del movimiento de rotación de la tierra, del tiempo descontado con los dedos. Es por eso que ahora, en una cama plegable y antes de que las benzodiazepinas produzcan su efecto me concentro en la expresión de la cara de Javier, mi primogénito. Ha heredado de mí todo lo malo, con la excepción de unas piernas robustas y el verde de los ojos. Eso sí, su piel refulge bajo la lámpara, hoja en blanco sin pliegues ni descolgamientos y al mismo tiempo historia que se escribe a fuego de puertas para afuera. Es por dentro que se quema la madera. Todavía no lo sabe, pero están siendo nuestros últimos días juntos. Y digo días por no llamarlos raros, ya que el que espera la muerte sobrevive en un suspenso con trágico desenlace… para los que se quedan. Tampoco sé muy bien por qué empleo el adverbio juntos si ya cumplí de sobra con el cometido de morirme antes de lo que pensaba y él, por su parte, ha vivido mucho menos de lo que le corresponde a cualquier mozo. Cierto, respiramos el mismo aire de la habitación en la que tenía mi despacho y, sin embargo, resulta evidente que el cordón umbilical se corta en el momento de la concepción. La del óvulo y el espermatozoide, claro. La otra sólo sirve para los camioneros y su afición a los calendarios.

Y es que viendo cómo me vela el sueño, con otra cabezada y en una silla del Ikea, es preciso establecer la diferencia entre envejecer y hacerse viejo, algo que la gente suele confundir, quizás por falta de ganas, quizás porque a nadie le importa lo que sienten y padecen los septuagenarios. Eso sí, con los cien te sacan en la Sexta. ¡Y las velas en la tarta mejor de esas de número, que una a una agujerean el bizcocho! Envejecer es más bien consecuencia, gesto involuntario que modifica la relación con nuestro mundo y sus derivas, lo expande para reducirlo a una simple cuestión de movilidad, palabro tan indefinible como el Universo. En cuanto a lo de hacerse viejo todo depende de dos cosas que, en realidad, suman tres: la salud, siempre la esperanza; el dinero o la ilusión creada por los que controlan del capital, todavía productivos para la sociedad aunque se jubilaran con Suárez en el poder y, por supuesto, las ganas que uno tenga de ser joven. Eso sí, nada de ponerse un chándal para salir a la calle. Así se lo dejé bien claro a mi familia en el momento que me diagnosticaron exceso de edad justo el día de mi ochenta cumpleaños: «Recordad: cuando me llevéis al hospital que sea en traje y corbata. Yo pago el taxi y la tintorería».

Hecha esta precisión quiero otorgarme el privilegio del patriarca para regresar al primer rayo de la aurora, un momento que se sostiene por encima del olvido, las crisis y la niebla del hipocampo. Era verano, estación amarillenta y yo tendría doce o trece años y una herida en las rodilla. Por aquel entonces solía pasar las tardes con Diego. Jugábamos a las chapas, disparábamos con tirachinas caseros a los grupos de franceses que venían a arrebatarnos nuestro banco en la Calle Real, y cuando nos entraba la sed subíamos de cuatro en cuatro las escaleras hasta el séptimo piso, una de las primeras casas con ascensor de la provincia. Ahí vivía este chico con sus padres y su hermano. También tenía una hermana que iba por libre, un nombre hueco en boca de mi amigo que siempre se refería a ella como «La Pesada». Abríamos la puerta —a veces le pedía que me dejara hacerlo a mí—, caminábamos sudados hasta la cocina y allí, mano a mano y también, por qué no decirlo, imitando a los habituales de «El Socorro», bebíamos agua con una rodaja de limón. La cocina disponía de una gran mesa de hierro forjado y una terraza con vistas a Madrid, entonces algo tan inalcanzable como la vajilla que la madre de Diego guardaba en los estantes más altos. Casi me ahogo. A través del vaso pude distinguir su silueta. Apuré por pudor y sin sed, tragué la rodaja como si se tratara de un arenque y, tras dudar varios segundos en los que pensé en ir al váter y mear un banco de peces, despegué mi boca del cristal tibio para enfrentarme a una visión que permanece suspendida como la crisálida en el ámbar, mezcla de recuerdo en adobo y tesoro a salvo de John Silver el Largo. Belén existía. Es más, aquella tarde también fumaba. En una postura que podría ser cualquiera —para eso recuerda uno, para inventar—expulsaba el humo en aros concéntricos y excéntricos. Cabeza sobre la barandilla, camisa de manga corta con estampados de palmeras anudada por encima del ombligo, brazos ocre a juego con las vértebras expuestas en la parte inferior de la espalda y unas piernas de pista de tierra batida delimitadas por unos vaqueros rotos en la órbita de la pelvis, el set y el partido. Giró levemente el cuello, una brisa de aire le revolvió el cabello entre las pestañas y saludó con una bocanada de humo que yo interpreté como la llamada de las sirenas. Entonces todo desapareció a su alrededor y el mío: el rumor de los exámenes y el viento; los niños que gritaban «Inésputa» por la calle; Roland Garros; la mastitis que convertía mis pezones en dos perdigones y acrecentaba en mí la duda, sin quererlo, de transformarme en una mujer… Y cuando digo todo también me refiero al miedo a los monstruos, a la cercanía de la noche corroborada por el reloj de la cocina en la que mis ojos imitaban a una tragaperras, a la posibilidad de morir mientras los demás dormían o, con un poco de suerte, leían o rezaban. Belén conseguía con su presencia fantasmal y tórrida espantar a los Yokai de la cultura japonesa, al Waay Chivo de los mejicanos, a los gitanos de «La Colorá», precisamente porque el mundo se ceñía a ella y su relieve, y ni montaña ni desierto ni fines de semana en el campo bajo las perseidas. Belén era, es y será mi infancia cuando imita al único resquicio de vida vivida con la intensidad de al que le llega su hora, una experiencia que rozó el ridículo años más tarde.

—Pues la verdad es que no.

Así de tajante respondía a la pregunta «¿te acuerdas de aquel día en la cocina con tu hermano Diego?». Fue algo que surgió sin querer en una conversación entre amigos y hermanos amigos, y en una fase en la que mi DNI confirmaba lo que mi madre ya sabía al nacer: yo era varón, aunque con ramalazos de hembra. En cuanto a Belén, algo menos joven y mejor conservada, igual de guapa que a la intemperie de aquella terraza y dueña de una memoria infalible —siempre según su propio criterio— y una belleza ruda y asilvestrada, no había dudas: hembra con ramalazos de diosa. De alguna forma un tanto extraña algunos nacemos cuando otros fuman, y nada podemos hacer para enmendarlo, excepto regresar o regresarnos al origen de todo, al Bing Bang, pero no al de la teoría, sino al de la práctica, la carne y sus recuerdos. De hecho, en los últimos treinta años lo vengo haciendo con cierta regularidad. Incluso el día de mi boda y frente al cura que devoró de una sentada la pata de jamón del banquete nupcial. Miré la cara de Jesús crucificado en la capilla, cerré los ojos y me perdí en ella, en Belén, antes de besar a la otra, Elena, mi mujer, mi amor y madre de mis hijos.

Porque a veces la palabra casa adquiere significados imprevistos y puede construirse con retazos de la infancia, o con los mimbres de una cesta al borde del río. También puede representar un escondite en los suburbios, línea de horizonte con bandada de estorninos, incluso un vientre, una guitarra o unos senos. Nunca le conté a Belén que ella es la mía. Un poco por vergüenza, un poco también para dejarlo tal y como creo que pudo suceder, siempre distinto, siempre mejor. Pero sobre todo para tener la oportunidad de volver una y otra vez con el convencimiento de que esta historia responde a su versión múltiple y de perfil, el de mi cara hundida en la almohada. Ahí fuera la noche vibra con el estruendo de los grillos.

Puede que haya exagerado un poco y que al final me quede algo más de tiempo del que podría parecer, algo muy común entre los de mi edad. Nos da por dramatizar y resumir lo vivido sin ganas en un caleidoscopio de momentos inconexos, desprovistos del sufrimiento presente. Soy un hombre a ratos feliz, por mi sangre corre un sedante para caballos y cuando miro el techo de la habitación me siento como Nick Nolte atravesando aquel puente en un descapotable. Repito las palabras como una fiesta, como una alabanza, como un susurro rancio y virgen: «¡Belén, Belén!». Belén está aquí conmigo y mi hijo Javier abre los ojos. Otro milagro del crepúsculo se obra.

  

  

   

 

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