En la casa del adiós

En la casa del adiós

La chica se sentó frente a mí, me sonrió y preguntó, directamente: “Y usted, abuela, ¿cómo vino a parar acá?” Fue una grosería preguntarme de esa manera, sin haber dicho más que su nombre y que estaba visitando el geriátrico en busca de historias. Una mocosa maleducada, eso resultó ser la chica. 

Pero a mi edad ya he aprendido que no siempre se puede decir lo que uno piensa en la cara de la gente, que a veces es mejor y más sencillo hacerse el tonto. Por eso, yo la miré con curiosidad, le sonreí y moví la cabeza de un lado al otro, tratando de hacerle entender que no la había oído. Maricarmen, la asistente del turno tarde, había visto lo que pasó y se reía como si se estuviera divirtiendo. “No, señorita, con Clotilde no va a tener suerte. Ella esta sorda, ni siquiera los audífonos le sirven para nada, así que busque a otra que quiera contarle su historia…”, le dijo a la chica, y la guió hasta el rincón donde estaba Doña Sara, tejiendo su chal interminable.

Maricarmen sabe que no soy tan sorda, pero siempre me protege cuando se da cuenta de que no quiero hablar de algo; es mi derecho, dice ella. Pero me quedé pensando en la pregunta de la chica. ¿Cómo vine a parar a esta casa de viejos? Cuando llegué, me pasaba horas tratando de entender qué había pasado, qué había hecho mal, en qué había fallado para haber terminado aquí, sola entre un montón de gente que me parecía tan distinta a mí, tan lejos de mi casa, mis gatos, mi jardín, mi familia, mis muebles y mis recuerdos.

Todo empezó cuando Horacio murió. Mi hija Daniela vino enseguida a quedarse conmigo; renunció a su departamento de soltera en Buenos Aires para venir a vivir a la casa vieja, despintada y con tantas cosas descompuestas que nuestras dos jubilaciones mínimas no habían alcanzado para reparar. Una vez la escuché hablando por teléfono con una amiga: “Pero mamá no puede quedarse sola, ahora que papá falleció yo siento que es mi obligación hacerme cargo de ella”, decía. Me pareció exagerado eso de “hacerse cargo”, porque yo no estaba tan vieja ni tan enferma como para que mi hija de veinticinco años tuviera que cuidarme, pero la dejé hacer porque en ese momento me sentía sola y me pareció lindo refugiarme en su cariño.

Ella se mudó con todas sus cosas y tuvimos que sacar algunos de mis muebles para acomodar los de ella. Un día dijo que vendrían a pintar la casa y hubo que poner todo en el fondo para que el pintor pudiera trabajar tranquilo. Hizo arreglar el baño, también. Le cambiaron los azulejos por cerámicas, el piso, los sanitarios, le agregaron una bañera con unas salidas de agua para hacer masajes… hidromasajes, creo que dijo Daniela que se llamaba. El baño quedó hermoso, parecía de una casa de esas películas norteamericanas que se ven en las películas que dan por televisión.

Después, renovó la cocina, hizo construir un lavadero nuevo, colocó rejas en el frente, porque había muchos robos en el barrio y ahora que veían gente haciendo arreglos en la casa pensarían que teníamos dinero y había más peligro de que quisieran robarnos. Eso era cierto, yo veía los noticieros de televisión, seguro que Daniela tenía buenos motivos para pensar que teníamos que debíamos proteger la casa.

Después, ella consiguió trabajo en una empresa importante. Le conté que, a su edad, yo estaba casada y era madre de tres hijos, pero ella me miró con una sonrisa y contestó que los tiempos cambian y como ni siquiera tenía novio, no sabía si alguna vez llegaría a casarse. Me pareció tonto lo que dijo, si era linda, elegante, simpática y educada, ¿cómo iba a casarse? Pero si nunca salía, si no conocía gente, si se quedaba siempre en casa, nunca iba a encontrar al hombre adecuado; por eso la animé para que volviera a trabajar.

Luego conoció a Ramiro, y después vino el casamiento, la fiesta, las reuniones de amigos en casa, gente entrando y saliendo todo el tiempo, gente joven y linda que apenas me saludaba y ni se molestaba en preguntarme cómo estaba, ni se interesaban en mi salud, ni eran capaces de hablar de nada conmigo. Sólo me pedían que calentara el agua para el mate o que les alcanzara el abrigo para irse, que les abriera la puerta para sacar el coche, y a veces, ni las gracias me daban. Ahora pienso que se abusaban de mí todos sus amigos, pero entonces pensaba qué lindo, ellos ni se dan cuenta de que estoy vieja, debo estar muy bien todavía, esto es una buena señal.

Y llegaron los nietos. Aníbal y Marianella, rubiecitos los dos, como su padre, con grandes ojos oscuros, como Daniela. Ella los fue dejando a mi cuidado. Yo les enseñé a lavarse los dientes, a cambiarse solos la ropita, a dibujar, hasta aprendieron las primeras letras conmigo. Les leía cuentos todas las noches, mientras Daniela miraba televisión con su marido o recibía a sus amigos y se quedaban en la sala, conversando y riéndose hasta la madrugada.

Los niños me querían. Eran traviesos, a veces me dejaban cansada y sin fuerzas, ¡pero eran tan cariñosos y dulces! ¿Cuándo empezó a salir mal todo? Creo que fue cuando me caí en el baño. Estaba limpiando el espejo, que Aníbal había pintado con pasta dentífrica, y de pronto Marianella empezó a los gritos. Parecía asustada, lloraba y chillaba, me llamaba entre sollozos: “¡Abuelita, abuelita, ayúdame…!”

Me di vuelta de golpe para bajarme del banquito, me resbalé y caí entre la bañera y el bidet, la cabeza me sonó como un melón contra el suelo. Estuve desvanecida, no sé cuánto. Eso me contó Daniela, reprochándome por mi falta de cuidado. “¡Mamá, estabas sola con los niños! ¿Sabes todo lo que les hubiera podido pasar mientras vos estabas desmayada? ¡Tienes que ser más cuidadosa!”, dijo ella, enojada.

Me molestó un poco, pero al final ella tenía razón, yo era responsable de mis nietitos, tendría que haber tenido más cuidado.

La cabeza me dolió varios días; a veces, me costaba levantarme de la cama porque estaba mareada. Un día estaba sentada mirando televisión y sonó el timbre. Daniela había salido con los chicos y Ramiro estaba en el escritorio, terminando trabajos que había traído de la oficina, así que tenía que atender yo. Di dos pasos y la habitación empezó a dar vueltas, los muebles se me cruzaron delante y no pude mantener el equilibrio. Me caí en medio de la sala, y el dolor me dejó sin fuerzas, ni gritar pude. Y el timbre seguía sonando y sonando… Recuerdo que bajó Ramiro, rezongando: “Pero doña Clotilde, ¿no ha oído el timbre? ¡Le parece que tengo que bajar yo para atender!”. Casi se tropieza conmigo, el pobre… Y después vino la ambulancia, y me llevaron al hospital, y alguien me explicó que me había fracturado la cadera y que tendrían que operarme, que seguramente quedaría bien, si era una mujer fuerte y no tan anciana, pero llevaría tiempo recuperarme.

Claro que tuve paciencia. Si hay algo que aprendí con la vida es que hay que tener paciencia, cómo no… Pero no bastó la paciencia. El tiempo pasó y mi pierna siguió tiesa, mi cadera dolorida, mi brazo izquierdo casi sin fuerza para sostener el bastón que tendré que usar toda mi vida. Y eso porque además de paciente, soy terca y constante y me propuse que iba a volver a caminar. Y lo hice, a pesar de que los médicos aseguraban que después del hematoma cerebral que tuve cuando me caí en el baño y la operación que no quedó como debía, estaba condenada a la silla de ruedas.

No, ninguna silla de ruedas para mí: aprendí a caminar de nuevo, con bastón, pero camino.

Ahora me acuerdo clarito el día que Daniela me dijo que iba a tener que dejarme en este hogar por un tiempo. Así dijo: “hogar”, pero yo ya sabía que estas casas para viejos no tienen nada de hogar. ¿Acaso un hogar no es un sitio donde la gente se ama, comparte cosas? Aquí solo somos huéspedes atendidos por algunas mujeres amables, alguna más simpática que la otra, pero que no nos quieren. ¿Y por qué tendrían que querernos, si no somos nada de ellos?

Cuando llegué aquí, todavía andaba en silla de ruedas, y yo pensaba que era por eso que Daniela no se atrevía a llevarme de vuelta a la casa. Pero tampoco me llevó cuando volví a caminar. “Estamos pintando la casa otra vez, mamita, está todo revuelto, fuera de lugar, es mejor que esté aquí hasta que volvamos a poner todo en orden, así no corre peligro de volver a caerse, ¿entiende?”.

Y fueron pasando las semanas y los meses, pero la casa no volvió a estar en orden. 

Al principio, Daniela venía a verme casi todos los días, aunque fuera un ratito; después, empezó a venir los fines de semana. La primera vez que me falló, tuve miedo de que le hubiera pasado algo, pero la asistente social que vino a visitarnos habló con ella por teléfono y me dijo que no, no le pasaba nada, simplemente que le llegaron visitas y no podía dejarlos solos, ya vendría la semana siguiente.

La historia se fue repitiendo, cada vez más seguido, y al final dejé de esperarla. Si quería venir, que viniera; pero ella no quería. Digo, parece que no quería, porque apenas aparecía de tanto en tanto, siempre apurada, contándome cosas de los chicos y mostrándome fotos con sus caritas que iban cambiando poco a poco, primero con los delantalitos del jardín de infantes, luego con sus guardapolvos blancos, con el equipo de gimnasia…¡Cómo crecían esos niños! Ya casi no podía reconocerlos… “No se los traigo porque este es un ambiente apropiado para ellos, mamita. Hay muchos viejos enfermos, inválidos, quejándose, no sé, no es bueno para las criaturas. Un día la voy a venir a buscar para pasar el día en casa, así están juntos, ¿no le parece mejor?”

Yo le dije que sí, claro. Pero sabía que no cumpliría su promesa; y no lo hizo.

A veces viene a verme, todavía. Cada tanto, cuando ya pienso que ni se acuerda de que existo, cuando hasta yo empiezo a tener dudas de que ella y Ramiro y mis nietos y mi casa, y todo mi mundo hayan existido realmente, ella aparece, un ratito, con sus fotografías y un regalito, me cuenta cosas y me hace promesas, y se va otra vez, sin saber decirme cuándo volverá a visitarme.

Pero de a poco fui dejando de extrañar muchas cosas, porque uno se va olvidando con el tiempo. Es una bendición de Dios esa, que los viejos vayamos perdiendo la memoria para no sufrir tanto por las cosas perdidas y sigamos viviendo, a pesar de todo.

Sí, así fue como “vine a parar acá”, como dice la chica maleducada que vino en busca de historias. Pero no voy a contárselo a ella, ni a nadie, porque ¿a quién puede interesarle la vida de una vieja abandonada en geriátrico? **

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