Iba yo distraída mientras manejaba hacia el trabajo, cuando de repente me detengo en un semáforo, casi a punto de atropellar a un hombre mayor, quien, en lugar de molestarse, se aproxima sonriente a mi auto y me dice: ¿Gusta comprar una rebanada de pastel o un postre? Y me muestra en sus manos 3 pequeños empaques plásticos transparentes, conteniendo unas rebanadas de pastel.
En unos segundos, veo a un hombre de alrededor de 70 años, alto, de complexión media, cabello blanco, ojos castaños, ropa bastante usada, pero de aspecto muy limpio, y una sonrisa tan amable como nunca había visto en un extraño.
Voy apurada, pienso, acabo de comer y en realidad no tengo hambre, pero luego me viene a la mente el recuerdo de mi padre, con sus 85 años recién cumplidos, y solo de imaginarlo en la necesidad de exponerse entre los carros para sobrevivir, me hace reaccionar, abro mi bolso y le pregunto: ¿a cuánto?
El hombre me vuelve a sonreír, porque, aunque porta su cubrebocas, puedo ver las arruguitas en sus ojos que muestran su sonrisa, y sobre todo, su amabilidad, y no puedo evitar pensar que parece un buen hombre. Y pienso si no tendrá una familia que se preocupe por él, alguien que le diga que a su edad no se debe exponer, en primer lugar, a andar entre el tráfico, y en segundo lugar, a contraer el COVID, ya que por su edad es indudablemente del grupo de alto riesgo.
Me decido rápidamente por un pastel de chocolate, le pago y me despido al momento de cambiar el semáforo a verde con un “gracias, buen día” y el me responde con un amable: “Gracias a usted! Bendiciones”. Llego al trabajo y me olvido de este hombre, termino mi jornada laboral y me dirijo nuevamente a mi casa, pero al pasar por ese crucero donde lo vi esa mañana, lo recuerdo y sonrío. Y recuerdo que, durante un breve descanso en mi trabajo, me comí ese pequeño postre que le compré, y estaba realmente delicioso.
Al día siguiente vuelvo a pasar camino a mi trabajo por el mismo semáforo, pero esta vez está en verde y paso rápidamente sin ver al hombre de los pasteles. El siguiente lunes, paso nuevamente por el crucero mencionado, y veo al mismo hombre, quien se acerca mientras espero la luz verde y me dice, ¡buen día! ¿Disfruto su postre el otro día? Y me asombra un poco que me recuerde, le contesto amablemente “Muy bien. Gracias a Dios, y usted? ¡Excelentemente! Me contesta con una sonrisa, ¿Gusta un pastel o un postre?”.
No en esta ocasión, le respondo, trato de hacer dieta, a lo que él sonríe y me dice: ¡Disfrute la vida! Solo se vive una vez. Me hace sonreír a mi vez y le pregunto: ¿Quién hace los pasteles? Yo mismo, me contesta, mi esposa que en paz descanse, me enseñó. Me admira su respuesta y lo felicito por los deliciosos postres, y antes de arrancar, le pregunto, ¿Cuál es su nombre? Benjamín, me responde. Y ya en movimiento el auto, alcanzo a decirle: ¡¡Que tenga bonito día, Don Benjamín!! Y el solo alcanza a sonreír y agitar su mano para despedirme.
Y se vuelve una costumbre para mí, al pasar cada día, el intercambiar algunas palabras con Don Benjamín, y con remordimiento lo confieso, comprarle algunos de sus productos, al menos una o dos veces por semana. Así, poco a poco, me entero que su esposa murió hace 2 años de cáncer, que estuvieron juntos 41 años, que tuvieron 2 hijos, los cuales están casados y a los que ve poco, ya que suelen estar muy ocupados con sus vidas,
Han pasado algunas semanas cuando un día, al salir de mi trabajo, cae una fuerte lluvia, son las 6 pm, pero parecen ser las 11 de la noche, por la obscuridad y el frio del invierno que se acerca. Observo a Don Benjamín tratando de protegerse de la lluvia en un portal de un negocio cerrado y me acerco en mi auto, me estaciono y lo saludo y el sonríe, su sonrisa de siempre, como si el sol brillara y no hubiera preocupación en el mundo que le pueda quitar su sonrisa.
¿Cómo esta, Don Benjamín? Le pregunto, Muy bien, Gracias a Dios me responde, un poco mojado nada más, y sonríe aún más si cabe, con su mirada al cielo. ¿Ya terminó de trabajar por hoy? Le pregunto, si es así, permítame llevarlo a su casa. No se moleste, me dice, vivo muy lejos. Yo insisto, a lo que el finalmente asiente, recoge su pequeña hielera y me sigue al auto, con expresión un poco apenada, pero siempre sin dejar de sonreír. Dígame donde vive, le indico al subirnos ambos a mi auto. Vivo al sur, me dice, pero puede dejarme en cualquier parada del camión, no se preocupe.
Tomo la vialidad y empezamos a platicar de cómo le ha ido el día, y él a su vez me pregunta donde trabajo y si me gusta lo que hago. Yo medito mi respuesta, y le digo, en realidad no, pero hay que pagar las cuentas. Y me dice, si claro, ¿pero porque no busca algo que le haga feliz? Y perdóneme por favor, no quiero faltarle al respeto, yo la veo como a una hija, señorita. No se preocupe, le digo, no me lo tomo a mal, ¿y sabe por qué? ¡Porque tiene razón! Siempre he querido ser escritora, a veces escribo historias, y me han publicado algunas en un periódico, pero quisiera escribir un libro y no me doy el tiempo.
Estoy seguro que sus historias son buenas, me dice, no deje de escribir, presiento que un día les podré decir a mis nietos que conocí a una famosa escritora que me compraba pasteles. Finalmente llegamos a la casa de Don Benjamín, baja de mi auto y me dice, Que Dios la bendiga, ¡vaya con cuidado! Hasta pronto, le contesto, cuídese usted también, y que descanse. Llego a mi casa obviamente más tarde de lo normal y mi hija me pregunta: ¿Por qué tardaste tanto? Y le sonrío y le contesto, fui a llevar a un amigo a su casa.
Pasan algunas semanas, el invierno empieza a sentirse y Don Benjamín no falta de su crucero, lo que no deja de admirarme y preocuparme también por su salud. Pero un día no veo ni rastro de Don Benjamín, ni el día siguiente ni el que sigue. Pasan dos semana y siento que he perdido a mi amigo. Y aun en contra de mi lógica, pues pienso que puede haberse cambiado a otro crucero, me dirijo a su casa a buscarlo.
Llego al lugar, toco la puerta, espero un momento e insisto, pero nadie abre. En eso una vecina sale y me dice: ¡No hay nadie! Volteo inmediatamente y le contesto, buen día! ¿Sabe si Benjamín anda trabajando? Y ella cambia un poco su expresión desconfiada por una de tristeza y me dice: No, está en el hospital, enfermo de COVID.
Siento como mi corazón se hace chiquito y le pregunto, Por favor, ¿me puede decir en que hospital esta? Y ella me dice, creo que en el Hospital General. Y pensando que no puedo llamar a un hospital preguntando por “Don Benjamín” le pregunto; ¿Sabe su apellido? Y me dice, claro, yo era amiga de su esposa, se apellida Hernández. Y da la vuelta y entra a su casa nuevamente.
Ya en casa, logro comunicarme y me confirman que efectivamente, se encuentra internado un hombre de edad avanzada de nombre Benjamín Hernández, quien fue ingresado con síntomas de COVID, el cual se encuentra grave, y no puede recibir visitas. Entonces empiezo a rezar para que Dios permita que salga bien librado de esta terrible enfermedad. Pasan los días, llamo a preguntar por su estado cada día, hasta que finalmente después de tres semanas me indican que ya fue dado de alta y con un suspiro, doy gracias a Dios por ello.
Junto un poco de despensa, y con todas las precauciones posibles me dirijo nuevamente a su casa. Me abre la puerta un joven que deduzco que es su hijo. Le pregunto por Don Benjamín y me dice, está descansando, ¿Quién lo busca? Y le digo, soy su amiga, y le traigo algunas cosas que le pueden servir. Un momento, ¿Cuál es su nombre?, dígale que soy su amiga Lidia, el sabrá quien soy. Al poco rato regresa y me dice, está dormido. Le digo que me permita dejar lo que traigo para Don Benjamín y si habrá algún número al que le pueda llamar. Si claro, me contesta, al fin lo convencimos de que debía tener un celular para poder comunicarnos con él. Y en lo que yo bajo las cosas de mi auto, el joven anota el numero en un pedazo de papel, me agradece y me lo entrega antes de cerrar la puerta.
Me dirijo a mi casa pensando como ayudar a ese hombre que considero mi amigo. Unos días después decido llamarle por teléfono, al escuchar su voz lo saludo con alegría, y me contesta igualmente, con un entusiasmo que me hace sonreír. ¿Cómo se encuentra, don Benjamín? Le pregunto después de saludarlo. ¡Lidia! Exclama asombrado, pues gracias a Dios me encuentro vivo ¿Y usted como esta? Bastante preocupada, le contesto, no he dejado de rezar por usted desde que me entere de su enfermedad. Y el ríe alegremente y me dice; ¡pues Dios la escuchó!
Me alegro muchísimo, le respondo, y de verdad me gustaría ayudarlo. Le agradezco mucho, me dice, y sobre todo su preocupación y las cosas que me trajo. No, de verdad quiero ayudarlo. Y me dice; le confieso algo, lo que necesito son los ingredientes para hacer mis pasteles y postres para salir a vender en cuanto los médicos me lo permitan. Claro que sí, le contesto, cuente con ello. Y aunque no sé como lo voy a hacer, sé que encontraré la manera de ayudarlo. Mándeme la lista de los materiales que necesita, le pido. Y él, algo apenado ante mi insistencia, al fin acepta mandarme la lista.
Me despido y veo a mi hija entretenida en la computadora, viendo el Facebook y entonces me decido a utilizar ese medio para pedir ayuda a mi familia, amigos y conocidos. Escribo brevemente la historia de Don Benjamín, su situación actual y finalmente la lista de los ingredientes, a la que al final agrego su dirección, su número de teléfono, y también mi número de teléfono, por si quieren que yo pase a buscar sus donaciones. Ese día es viernes, así que al día siguiente me despierto un poco mas tarde de lo normal, tomo mi celular y no puedo creer la respuesta que ha tenido mi anuncio. Decenas de mensajes de apoyo, gente que ofrece llevar los ingredientes a Don Benjamín, y otros pidiéndome que pase a recoger su ayuda.
Inmediatamente le marco a Don Benjamín, le platico lo sucedido, y yo emocionada, y él con la voz temblorosa pero feliz, me agradece de todo corazón, ¡no me dé las gracias! ¡De gracias a Dios y a todas las personas que quieren ayudarlo! Me levanto contentísima y me dedico a comunicarme con quienes quieren que pase a sus casas y convengo en dedicar esa tarde a recoger los ingredientes.
Termino el día con la cajuela de mi pequeño auto llena de sacos de harina, azúcar, vainilla, chocolate, etc. Le llamo a Benjamín y acordamos que el día siguiente que es domingo, acuda yo a su casa a llevarle todas las donaciones. Me voy a dormir con una sensación de felicidad y paz en mi corazón que hace mucho tiempo no sentía, y le doy gracias a Dios por haber puesto a ese hombre en mi camino, no para que yo pudiera hacer algo por él, sino para que el hiciera que esa alegría que ahora siento, me hiciera darme cuenta de lo afortunada que soy, y de que verdaderamente, la felicidad está en dar y no en recibir.
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