Acomodé el pelo empapado de lluvia y me dirigí a los ascensores para subir a la planta catorce del hospital donde mi madre, de ochenta y siete años, estaba ingresada para que le realizasen unas pruebas por una dolencia desconocida.
Golpeé la puerta con los nudillos y de inmediato entré. Saludé a mi madre y a mi hermana que me relató con parsimonia el transcurrir del día. Luego se marchó cansada de una larga jornada.
Me senté en una silla de acompañante mientras mi madre veía la televisión, y me dispuse a leer un libro. Iba a ser imposible.
—¿Te acuerdas de la abuela? —dijo mi madre girando la cabeza.
—¿La abuela? Claro, ¡cómo no voy a acordarme! —dije sorprendido por la pregunta—. Y del abuelo, y de la casa de los abuelos en la glorieta de las Pirámides. Incluso a…
Sonrió como buceando en sus recuerdos y, sin dejarme terminar, dijo de nuevo:
—Cuando nos fuimos a vivir allí yo debía tener unos cuatro años. Hasta esa edad vivíamos cerca de la plaza de Tirso de Molina. Era un habitáculo de una sola estancia para cinco personas, los tíos, los abuelos y yo. En el exterior, en el pasillo, estaba el baño que teníamos que compartir con otras dos familias más.
—Pues ahora esa zona se ha convertido en un sitio muy solicitado.
—Antes también estaba de moda —dijo con una sonrisa que encerraba tristeza—, pero solo para los pobres.
Mis abuelos, desde un pueblo y una aldea de su tierra albaceteña, habían viajado primero a Barcelona buscando un futuro mejor. Mi madre no supo decirme qué les impidió instalarse en la ciudad condal, pero me temo que la caótica situación política de finales de los años veinte podría ser la respuesta. Para ellos la situación no cuajó y, al final, terminaron viajando a Madrid donde se instalaron definitivamente; en una ciudad que en 1928 ya estaba amontonada de miseria y dolor. Era la España ajena al progreso, a la revolución industrial y a la cultura, pero también era la tierra que les acogió sin más.
Me contó que llegaron a la glorieta de las Pirámides por unos vecinos, ya instalados allí, que eran del pueblo manchego de mi abuelo: Elche de la Sierra. Me recordó lo que yo ya sabía, que la abuela era de Hellín, y todo aquello de la tamborrada y de los famosos caramelos que, originariamente, solo eran de anisete…
También abundó en que primero se instalaron en un primer piso, en un esquinazo al fondo de la corrala, en un estrecho y oscuro pasillo de pocos pasos, en una casa minúscula y sin respiración. Pocos meses después, a consecuencia de un aumento de categoría y sueldo del abuelo que trabajaba en los almacenes Capitol, se instalaron a la derecha del largo pasillo de la corrala, con luz natural en ambos lados y algunos metros cuadrados más amplios.
La casa tenía tres o cuatro metros de pasillo, al que acompañaba a su izquierda con esa misma extensión un váter alargado y estrecho que acortaron para dar más espacio al diminuto distribuidor; luego, más a la izquierda, le seguía una pequeña cocina. Tanto el váter como la cocina contaban con unos ventanucos que daban al corredor de la corrala protegida por una baranda de hierro forjado, sin floritura alguna, que dio más de un disgusto. Más al fondo se encontraban tres pequeñas habitaciones, una de las cuales, la del medio, hacía de salón, y en cuyo sofá dormía mi madre, única chica que tuvieron mis abuelos. Otra era para los chicos y, la última, para los abuelos, a la que se accedía solo desde la habitación-salón.
—¿Sabes? Toda aquella zona de Pirámides eran huertas— dijo recordando con cierta nostalgia y una sonrisa—. La muchachada íbamos a afanar algunas lechugas y su dueño, un hombre muy bueno que nos conocía a todos, fingía que no nos veía.
—Pero esa zona era el barrio de Cambroneras —dije con ánimo jocoso y provocativo—. He leído que en Cambroneras vivían una veintena de familias harapientas.
—Pues has leído muy mal—dijo con cierto enfado mientras agarraba con fuerza la sábana—. Eso sería antes. Nosotros éramos la gente de la glorieta. Ni del barrio de Cambroneras ni del barrio de Injurias. Nuestra casa tenía tres alturas y la planta baja, éramos dieciocho vecinos por planta, excepto la baja que tenía catorce. Teníamos hasta portera, y no había harapientos ¡ni uno!
—Pues hay varios escritores que citan esta zona como la peor del mundo, miserable y de pobreza extrema—dije con mofa—. Galdós llama al barrio el de la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa. También Pío Baroja dice que es un barrio en donde viven peor que en el fondo de África, un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada, como una procesión de mendigos, al cual más desastrado y sucio. Y Blasco Ibáñez…
—A ese sí le conozco, pues echaron unas películas suyas en la televisión.
—Sí, La Barraca, una novela llevada a la televisión. Pues ese decía que el barrio de Cambroneras era como una sociedad independiente dentro de la horda de miseria acampada en torno a Madrid.
—Eso son tonterías. Te digo que eso sería de mucho antes de que nosotros llegáramos. Además, nunca vi a ninguno de esos por allí. Ni nadie que los conociera. Éramos gente normal y trabajadora, y la mayoría muy limpios.
Movía la cabeza de un lado hacia otro, mientras conjugaba en su mente alguna frase del estilo: «Qué hijo más tonto tengo. Qué sabrá él. Tanto estudiar para nada».
—Además —prosiguió después de una larga exhalación—, la glorieta ni siquiera se llamaba de las Pirámides, era la glorieta del Puente de Toledo. Yo tuviera
trece años cuando se cambió a Pirámides, aunque las pirámides siempre han estado allí, venían de muy antiguo. Tanto como eso que cuentas, si no me estás engañando.
—No te engaño, mamá —dije riéndome—. Y las pirámides de la glorieta son del siglo XIX, de 1831.
—Pues eso, muy antiguas. Más viejas que los abuelos. Fíjate, me acuerdo muy bien de que el abuelo nació en 1900.
Sus recuerdos seguían agolpándose como borbotones de sangre en una herida, y no parecía importarle mis matizaciones divertidas e insolentes. Ella seguía con sus evocaciones. Por un momento pensé que estaba perdiendo la cabeza, pero de inmediato tuve que reconocer que su relato era limpio y lineal. Solo estaba agrupando recuerdos.
—¿Sabes? —dijo recogiéndose en sí misma—. Siempre se me dio bien la costura, y con diez años ya hacía muchas cosas, incluso para las maestras del colegio.
—¿Para las maestras? ¿Ibas al colegio y cosías para las maestras?
—No para todas, solo para dos que eran muy buenas. Los estudios se me daban muy mal y no me gustaban. Usábamos un libro para aprender a leer, El Catón, que me aburría mucho. Pero nos enseñaban a coser, a bordar y a hacer ganchillo, y eso sí me gustaba. Luego yo cosía para ellas lo que me pedían. Tú has salido a tu padre, que aunque no estudió sí valía para eso.
—Joder, pues me parece fatal que las maestras te hicieran coser para ellas.
—No me obligaban, a mí me gustaba y siempre me regalaban alguna cosilla, pero, ¿a qué no sabías que aparte de la cartilla de racionamiento para la comida, también teníamos unos puntos y cupones que cambiamos por tela?
—No, lo desconocía. ¿Qué es lo que entregaban en concreto? ¿Y con qué periodicidad?
—No sé, eso no me viene, hace tanto… Pero me acuerdo de que teníamos cupones para cambiar por piezas de tela, con la que te hacías los sujetadores, las bragas, las enaguas, o las sábanas y así. Antes eso no se vendía como ahora. Si no sabías coser, y la abuela no sabía, tenías que pedir a alguna vecina modistilla que te lo hiciera. Pero eso te costaba algunos reales…
Por unos segundos su mirada se fijó en la televisión y, pese a su sordera, me pidió:
—Baja un poco la televisión. Está muy alta.
Entonces continuó:
—Yo era muy hacendosa. Ayudaba a Mauri, la vecina, y ella me enseñó a tricotar. También ¡y con solo diez años!, cuidaba a menudo de los hijos de un vecino del final del pasillo que era sargento y tenía miedo a que su mujer les hiciera algo a los niños. No estaba bien de la cabeza. ¡Cuánta razón tenía! Al final, hace muchos años la mujer se suicidó tirándose por la ventana. El sargento siempre que podía nos traía algún trozo de pan del cuartel. A veces incluso algo mejor. En los cuarteles no pasaban necesidades, pero no podían sacar de todo lo que quisieran.
—¿Es cierto que todas las puertas de la corrala estaban siempre abiertas hasta avanzada la noche? Creo recordar que cuando de pequeño visitábamos a los abuelos era así.
—Sí, era una costumbre, aunque solían estar entornadas. Cuando querías algo dabas una voz, pero al mismo tiempo entrabas en la casa. Siempre había alguien porque las mujeres, en su mayoría, no trabajaban fuera a no ser para servir en casas ricas.
Suspiró con fuerza, pero no por ello dejaba de volver atrás.
—Lo mejor de todo era la fiesta de La Paloma —dijo radiante y con firme convencimiento—. Todos los meses los vecinos poníamos por puerta una peseta para engalanar la corrala: los tres pisos y el patio. Casi siempre ganábamos el premio al mejor atavío. Pero nos costaba un riñón: la tela, coser, flores, guirnaldas y un montón de colores. Se cantaba, se bailaba, y las chicas podíamos tomar un poco de sidra.
»Venían a visitar la corrala gente importante. Les gustaba mucho. Se acercaban a la fiesta hasta los trabajadores de las carboneras. Todos nos fijábamos en ellos, pues era la única vez al año que se lavaban a conciencia. Acostumbrados a verles con mono y tiznados de polvo del carbón por toda la cara, y verlos allí tan elegantes y limpios…
—Pues bien que ha cambiado todo el barrio. Incluso el Puente de Toledo ha quedado muy bonito una vez restaurado y conservado en su estilo barroco churrigueresco.
—De eso que dices no sé, pero antes siempre había en las hornacinas del Puente de Toledo velas encendidas a san Isidro y santa María de la Cabeza.
—Eran otros tiempos, mamá.
—Sí, y las cosas han ido cambiando mucho. Fíjate, cuando se empezó a construir el estadio del Atlético de Madrid empezaron a desaparecer las huertas y el olor a tierra verde y húmeda. Fue mucho tiempo de grúas y obreros. Los carboneros fueron cerrando. Más tarde se empezó a levantar la fábrica de cerveza, la Mahou, que decían era de las mejores de todas porque tenía vestuarios, comedor, y hasta un médico. Por esas fechas ya estaba casada con tu padre, y aunque vivimos unos meses de alquiler en un piso del tercero, nos fuimos de la glorieta a vivir a Vallecas.
—Ahora a toda esa zona la llaman el «pasillo verde».
—¿Ves? Es lo que te decía. En toda esa zona había muchas huertas con lechugas.
De repente creí sentir que se adormecía, cerrando los ojos en esa intimidad que dan los recuerdos de los que no quieres despegarte. Los recuerdos forjados en toda una vida.
Las lágrimas aparecieron en mi rostro cuando una gran sonrisa dibujó el suyo, acompañada de una respiración profunda y salteada, que supe que era el inicio del gran viaje a esos otros lugares que, espero y deseo con fuerza, sean al menos tan verdes como las lechugas de la glorieta.
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