Desde que llegué a Italia me atrapan los recuerdos, me persigue el olor a infancia, me acompañan las imágenes de otros tiempos y otras vidas. Algunas me son familiares, otras las reconozco e imagino como propias pero tienen otras pieles y visten otros trajes. En otras se oyen voces en dialectos desconocidos o se cantan canzoni mientras se tiende la ropa al sol. Desde hace días, semanas, por algunos momentos soy otra, riego mentas, albahacas, salvias y majoranas, camino arrastrando los pies en las calles en subida mientras como una foccacia y miro siempre para arriba.
Sigo la delgada linea azul profundo que se dibuja entre los edificios, en una rendija perfecta de cielo que ilumina el camino gris empedrado, cuajado de canaletas milenarias. Esos pedacitos de cielo que van formando figuras, cuadrados, rectángulos con rayos que se desprenden, espacios de luz. A veces atravesados por cuerdas de ropa colorida, a veces, con macetas colgantes como jardines decimonómicos.
Todo parece detenido en el tiempo, pienso. Justo yo que no vine hasta aquí a detenerme, sino a seguir adelante. Pero es verdad que también viene a buscarme, a encontrarme, a rearmarme, a construirme como parte de un todo más grande, mucho mas grande.
Así que heme aquí, focaccia en mano, en la humedad perpetua de una ciudad que es enclave de historias, pero sobre todo, de mi historia.
Genova, la puerta soprana. Este podría ser el titulo de la historia, de este relato que no pretende mas que contarles quien soy, y conmigo, quienes fueron los que me antecedieron, y sobre todo, quienes son ellas, las que me constituyeron.
Sí, con la valija llena de esperanzas llegue a Génova a buscarme, a rearmar parte de ese rompecabezas loco que somos los descendientes de los barcos. Y lo que tengo hoy entre las mil capas de mis pensamientos desacomodados son la herencia intacta de mis dos abuelas.
Rosita y Pasqua.
Rosita, la morocha tanguera de La Boca, con cintura de avispa y voz de película argentina de los años 40, con sus rulos enormes y sus aros de clip, hacedora de pestos memorables, polpetone y pascualina, trae consigo la herencia genovesa y la impronta mediterránea de la Sicilia siempre soleada.
Pasqua, la tana de la Puglia, con una pata en el barco y otra en el taco de la bota, como si nunca hubiese llegado. Matrona de negro perpetuo, hada de los strascinati, los carterdalle, los taralli y la magia de las cosas ricas, lleva en su piel verdosa el sabor del Adriátrico, con toda la fuerza del mar escapándosele por las venas.
Y yo soy un poco ellas. Y en este viaje a mi historia, me fui descubriendo, pero sobre todo, las re-descubrí, las recuerdo, las extraño.
Entonces, como para paliar la melancolía, las busco en los sabores. Hurgo en los rincones inexplorados de mi memoria y me caigo de lleno en una masa de papa, amasada con amor y oliva, estirada con escamas de sal, rellena con ricotta y perejil. Me caigo tan profundo que me quemo en el aceite en el que nadan, dorándose.
Y en ese sueño embriagado de olor a levadura e infancia, de pronto la veo a mi abuela, meto la nariz en su piel verdosa y suave y comprendo todo.
No hay que con darle a la historia, pienso.
Escribo todo esto desde un piso luminoso en Piazza di San Bernardo, en el centro histórico de Génova. Hasta aquí traje mi mundo y mis sueños y desde aquí saldré mejor, con el bagaje inconmensurable de mis descubrimientos, de mis aprendizajes, de mis sueños cumpliéndose, de todo eso bueno que da la certeza del bien y sobre todo, siempre, el amor.
Pero no estamos aquí para hablar de mi, sino de ellas, las guerreras infinitas de esta historia, de mi historia.
Rosa, tan maravillosa
Rosita nació en La Boca, en una casa de madera frente a la plaza Matheu. Mama Maria y papa Santiago, el Chino eran hijos de inmigrantes, de algunos de esos miles que llegaron a finales del s.XIX y que se quedaron ahí cerquita del Riachuelo donde gran parte de sus paisanos iban recalando y quedándose. La familia del Chino era de la Liguria, de Arenzano y la de Maria, de la Sicilia, de Milazzo. Vaya viaje que hicieron para encontrarse, tan lejos del mar que los vio nacer.
Pero asi se tejen las vidas, en los sinsetidos de las casualidades, en los pormenores de los atajos, en las posibilidades latentes, en las búsquedas venturosas, en los encuentros fortuitos. Somos el resultado de esa mezcla de azares que se llama destino.
Rosita se crío en un matriarcado extraño, porque vivía también con su abuela curandera, la abuelita Maria, que «atendía» a todo el vecindario de los males del cuerpo con mas corazón que ciencia. Recetaba tisanas (siempre impares las hojas de laurel, por favor), unguentos y curaba el mal de ojo con una oración (que Rosita heredo alguna noche de San Juan y mas tarde herede yo) repartiendo así su sabiduría ancestral y dejando huella.
También cocinaba la abuela de mi abuela, la ligure. Entonces Rosita fue heredando recetas y nombres en dialecto. Un pedazo de polpetone ligure, un plato de ceci y espinacas, arancini o pascualina, que mas da, si Rosita en realidad era el conjunto de todo eso. La impronta sicialiana en su piel casi africana y la herencia ligure en la amorosidad en el pesto y el minestrone para el mal de amores.
Rosita construyo su vida a fuerza de tangos y cine argentino, como si quisiera poner un ancla en el país que el destino de sus ancestros le había legado. Pero había que poner acento, ser mas argentina, mas morocha de barrio, más vecina de La Boca, para que la mezcla de dialectos nos haga lo suyo y le nuble la identidad. Entonces, a pesar de sus aire de Sofia Loren, mi abuela Rosita fue para mi la expresión mas genuina de la argentinidad, la fuerza del pertenecer a algo. Y sin embargo, ahora que estoy en Genova y la extraño todos los días y me prometo ir a darle un abrazo apenas vuelva, hoy la redescubro más tana que nadie. En los olores, en las palabras, en la piel mediterránea, en los sabores y en los nombres aprendidos de las cosas queridas a través de los años y las vidas.
Pasqua, la de negro
Hace un tiempo escribí sobre ella, tratando de tejer un relato de lo que se supone que no es el retrato de la abuelita buena y apacible de los cuentos. Y en el entramado de imágenes de nuestra vida juntas, la plasme de negro, con el ceño fruncido y la lengua afilada. La abuelita lobo, que no te come, pero que te puede comer y al mismo tiempo te agarra con su boca y te resguarda como una loba amorosa que cuida y protege a su cría.
Qué no nos dio de comer la abuela Pascua! Qué no nos trajo bajo el ala de la Italia natal! Qué no esparció como tesoros sobre las mesas de domingo!
No queda espacio en mi memoria para tanto aroma a felicidad, a estofado, a strascinati amasados en entre el amor y la añoranza, a u´trid cortado de a pedacitos con los nervios de punta y la lengua a medio camino entre el dialecto, el italiano y el porteño. Porque la abuela Pascua, tana del sur, verde oliva con olor a mar, es más porteña que todos nosotros.
Dicen los que saben que cuando bajo del barco, Francesca, su mamá, abrazo a ese tipo que la había dejado embarazada en el pueblo, agarro el mate y no se movió mas. Ella, su hija de 14 años, que recién conocía a ese tipo que decían que era su padre, lloro días y noches en la barandilla del zaguán del conventillo, maldiciendo su suerte, odiando cada casa de chapa y madera, cada empedrado al puerto sin mar, cada mate de su mamá enamorada de aquel tipo, cada hora en la escuela luchando contra su lengua y contra su historia.
Y en esas noches de gritos de loba enloquecida mirando la luna llena desde el patio mientras fregaba en el piletón, su piel se fue agrietando, sus rasgos se endurecieron, sus palabras fueron acidas y en la tierra yerma regada de sinsabores y canciones de cantina de La Boca, tambión crecieron reproches y dolores.
Somos, al fin, hijos e hijas de esas mujeres herederas de pócimas milenarias, que hoy, promediando los noventa y muchos años, viven como pueden, se marchitan como pueden, se aferran como pueden pero siguen enseñando como solo ellas saben.
Bastan las miradas y las manos de pieles suaves a pesar de todo. Bastan algunas pocas sonrisas que aun se conservan intactas. Bastan las recetas añejas y los recuerdos atesorados.
Podría, para no olvidarlas, acuñar recetarios de otras vidas, de mi vida. Podría repetir de memoria los gajes de la orfandad que supone tener lejos a mis abuelas, pero saberlas tan cerca, quererlas tan reales.
También podría revolver los armarios de otros mundos, embeberme en el perfume de azahares de los trajecitos sastre color pastel de mi abuela Rosita. Echarme de narices en la polvera de Avon y ponerme los aros de clip dorados mientras me miro al espejo como mi yo de diez años.
Podría ensayar muchas formas de amor. Podría pensarlas en sus vidas plenas, tan distintas ellas dos, pero tan intactas en sus convicciones del querer, tan perpetuas en sus formas de cuidar, de dar, tan profundas en sus religiosidades discímiles, pero tan, tan reales.
Así me encuentro en este viaje ancestral, recorriendo mis venas como ríos de recueros caudalosos, navegando las aguas de sus úteros de matrona romana dispuestos a todo, sosteniendo los vientos de las vidas difíciles, las erupciones de los volcanes sanguíneos, las cataratas de las lagrimas impertinentes.
Así me encuentro embarcada en la aventura del descubrimiento, como un renacer, como un soplo de vida en sus ajetreados años, como un respiro de amor que las traiga jóvenes y radiantes otra vez a sus vidas felices de todos los días y las rescate del olvido de la vejez, tan injusta y tan cruel, tan impertinente que llega y no la ves, y se va quedando, haciéndose carne y volviéndose parte de nuestras vidas.
Me voy a la cocina, Prendo las hornallas intensas de esta casa genovesa que de tanta ventana es toda luz, y pongo el ajo picado a freír. Me quedo un rato perdida en el olor a niñez mientras miro retorcerse la anchoíta en el aceite. Respiro profundo y me voy a la mesa de mi niñez, con el mantel cuadrillé y la mesa generosa de mis abuelas eternas que vencen al fantasma de la vejez decrépita y se quedan para siempre así en mi panza, en mi nariz, en mi cabeza y en mi corazón.
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