El hombre de brazos largos

El hombre de brazos largos

Desde que entré a la casona de murallas de madera y piso alfombrado tuve la sensación de que iba a ser una larga y tediosa práctica profesional. De todos los lugares donde pedí un cupo para poder cumplir con mi trabajo de ayudante de enfermería en mi ciudad, el único donde me recibieron los papeles fue en la Casa de Acogida de Adultos Mayores Municipal. Quizás fue por mis malas notas de presentación o porque no pude conseguir una carta de recomendación de ningún profesor de las cátedras en el instituto, o simplemente porque ya no quedan lugares para poder trabajar. El destino lo quiso así.

—Ábrame la puerta don Aurelio, por favor.

Cuando llegué a las ocho de la mañana a mi primer día de trabajo, reconozco que mi actitud era la peor. No tenia ganas de pasar cuatro meses en un edificio de adobe con olor a humedad, música de una radio A.M. que tocaba boleros todo el día y, además, soportar a las trabajadoras de trato directo que con suerte tenían estudios básicos. Es sabido que en los centro para adultos mayores trabajan los que llegan sin mucha preparación, sobretodo en el servicio público, así que desde que aparecí aquí pude notar que muchas de las «colegas» eran mujeres sin formación profesional que te sacan en cara sus años de experiencia cada vez que pueden. Me daban ganas de decirles «Señoras, es posible que llevan años haciendo las cosas mal.» Pero siendo la nueva de la casona  de paso por temas curriculares, preferí quedarme callada y ahorrarme malos ratos. Mejor concentrar la poca energía que tenía en tratar bien a los abuelos que viven aquí.

—Ya, pues, don Aurelio. Ábrame la puerta.

Después de conocer los salones, los pasillos y saludar a algunas de las abuelas y abuelos que deambulan por la casona, empecé con mi trabajo casi como en modo automático. Una «colega» de lentes gruesos y un peinado permanente que parecía de una película de los años ochenta me pasó una lista de nombres y números de piezas. Eran quince ancianos que debían ser chequeados en temperatura y presión arterial, junto con recibir la medicación que les corresponde según las enfermedades o el deterioro que tenían. Nada difícil para alguien con mi preparación. Lo primero que imaginé fue a estas mujeres toscas y amargas tratando de conversar con las abuelas entre gritos y amenazas. Es sabido que eso ocurre en lugares como éste. Y yo, desmotivada y todo, no quería caer en eso. Tenía que marcar la diferencia.

—Don Aurelio, voy a entrar. ¡No lo quiero pillar sin ropa! ¿Ah? ¡No sea pillo!

En la primea ronda de visitas fue cuando conocí a don Aurelio. Primero pasé por las piezas de algunas mujeres muy amorosas, algunas muy lúcidas y entretenidas para conversar. Mujeres que sonreían como si yo fuera el sol y ellas las flores que reciben la luz de la mañana. Pero con don Aurelio fue diferente.

Entré a la pieza después de golpear un par de veces, igual que ahora. Estaba oscura con las cortinas cerradas y la luz apagada. Al principio pensé que estaba durmiendo, pero al entrar pude ver que él estaba sentado en la cama con las manos apoyadas en el colchón. Tenía la cabeza agachada en silencio.

Pedí permiso y caminé con mis instrumentos en las manos hasta la ventana. Corrí las cortinas y la luz mostró una pieza desordenada con ropa en el suelo, además muchos vasos de vidrio sobre un mueble de ropa y un velador al lado de la cama. En ese momento recién me di cuenta del hedor a encierro que tenía la habitación. Don Aurelio estaba con los ojos cerrados y la cara contraída como si estuviera pensando algo que le desagradaba. Dejé mis cosas sobre una silla y me acerqué a él para poder hablarle. Lo primero que me llamó la atención de él eran sus brazos largos y gruesos. Intuí que era un hombre muy alto por el tamaño de sus piernas dobladas para estar sentado en la cama, además de sus extremidades dobladas a cada lado de su tórax.

—Don Aurelio ¿Le puso llave a la puerta?

Le hablé con calma y le expliqué a lo que iba. En silencio alargó su brazo izquierdo para que lo cubriera con la faja del medidor de presión, abriendo sus ojos en dirección al techo. El gesto de su rostro cambió a una actitud más neutra, me dio la idea de que había dejado de pensar en algo desagradable y ahora solo accedía a hacer lo que le había pedido. Me impresionó su musculatura y la firmeza de su cuerpo. Era como un árbol encarnado en un hombre viejo escondido en la pieza de un asilo. De inmediato supe que el señor frente a mí había tenido una vida muy dura y no era mi intensión escarbar en nada que le recordara ese dolor. Al parecer ya lo hacía bastante bien estando solo, lejos de los demás. Una vez leí que el sufrimiento en la tercera edad no es solo por las enfermedades y la pérdida de facultades motoras. Lo que muchas veces acongoja a los abuelos y abuelas son los recuerdos de una vida que ya no volverá, decisiones en las que se equivocaron y las consecuencias que vinieron. Y bueno, la soledad absoluta. La ausencia de hijos y nietos robados por un mundo que los aparta del futuro al no tener lugar en él.

Cuando terminé de controlar a don Aurelio, me acerqué al mueble a recoger los vasos de vidrio. Eran muchos y supuse que nadie los recogía porque no querían a molestar al residente de la pieza. Menudo compañerismo, pensé, de estas mujeres chillonas sin estudios que no me advirtieron que en la nómina había un anciano que podría ser problemático. Al menos hasta ese momento, las cosas estaban saliendo bien.

Hasta ese momento.

—Don Aurelio, abra.

Después de tomar unos seis o siete vasos entre los brazos junto a la máquina de tomar presión y la ficha de papeles de registro, me di vuelta para ir a la puerta cuando choco con el cuerpo firme y gigante de don Aurelio. No supe en qué momento se levantó de la cama, no lo escuché caminar hacia mí, era como si un ninja me hubiera asaltado apareciendo de algún rincón de la pieza. Entre el grito de susto y la torpeza de mis manos, los vasos saltaron entre él y yo para caer al suelo pero el anciano fue lo bastante rápido y hábil para tomarlos todos. Mi respiración se agitó y recuerdo haber balbuceado antes de poder reaccionar como corresponde a alguien de mi preparación. Sin levantar la voz, le pregunté qué estaba haciendo pero él solo atinaba a mirar los vasos mientras los dejaba nuevamente sobre el mueble. Usé un argumento que se recomienda en estos casos, aduciendo que ambos éramos adultos y que debíamos tratarnos como tal.

—Ese es el problema, señorita. A la gente como yo no la tratan como adulto.

Me callé unos segundos sopesando su respuesta. Es sabido también que un conflicto recurrente es el trato con las personas mayores. Debido a su retroceso físico y cognitivo muchos se relacionan con ellos como si fueran niños, y aunque en muchas ocasiones esa alternativa funciona para solucionar temas cotidianos, la verdad es que para un adulto mayor es una escena denigrante. Y una casa de reposo no es la excepción a eso. Traté de no perder el tiempo en discusiones que no iban a aportar nada nuevo en la vida de él y la mía, por lo que atiné a afirmar bien mis instrumentos de trabajo y a mencionarle que pediría que fueran a ordenar su pieza.

—Usted no escucha. Le acabo de decir algo y parece que le hablo a una foto.

—Disculpe, señor. Yo también le hablé a usted y no respondió lo que pregunté. Si quiere que lo trate como a un adulto usted debe hacer lo mismo.

—Pero si usted…

Ahí don Aurelio se quedó callado porque se dio cuenta de que era primera vez que me veía. Abrió sus ojos de forma muy expresiva y lo vi sonreír por primera vez. Sus dientes brillaban por su ausencia en una expresión tan espontánea y jovial que sinceramente me´conmovió por completo. Yo sonreí con él y desde ese momento se abrió la puerta a un mundo que jamás esperé encontrar en esa casona vieja y húmeda perdida en la ciudad donde nací.

—¡Ximena! ¡Ximena! ¡Trae la llave, don Aurelio no abre!

Es increíble lo que hace una sonrisa sincera. Pasaron los días y yo empecé a conocer las historias de muchos de los adultos mayores de la casona. Me había formado como una asistente de salud muy comprometida con  la instrucción del desapego, pero a los pocos días opté por pensar que la vida es el presente y las personas que atendía estaban para aprovecharlas. Sus miradas, sus historias, su complicidad. Y don Aurelio era el más intenso de todos.

De más de noventa años, Aurelio Ulloa fue boxeador profesional en los años sesenta. Participó de la liga de boxeo de Valparaíso y posteriormente se sumo a la Federación de Boxeo Nacional cuando tenía  veintitres años. Alto, de un metro y ochenta y dos centímetros, le decían «El Ruso del Puerto» por su pelo castaño claro, su tez blanca y unos brazos largos que lo hacían ver como una versión mejorada del personaje de terror Frankenstein. Aurelio Ulloa Ulloa era hijo de una trabajadora de aseo de diferentes hostales de la ciudad, por lo que lo más probable es que su padre, a quien no conoció, haya sido uno de tantos miles de marinos que pasan por Valparaíso aprovechando de tener una noche de juerga entre las miles de millas recorridas por el mundo. Era bastante hábil para su porte, facultad que entrenaba moviendo sus piernas entre las sesiones de entrenamiento en el Gimnasio Fortín Prat y las eternas escaleras que ascienden desde el plan a los cerros porteños. Don Aurelio fue campeón regional, campeón nacional y disputó el título sudamericano con un boxeador colombiano de apellido Mejía que lo tumbó en el cuarto asalto en un ring en Buenos Aires, una de las pocas ciudades extranjeras que conoció por su trabajo. Después se dedicó a entrenar jóvenes y niños en diferentes partes de Chile. Uno de sus discípulos más recordados es Cardenio Ulloa, que peleó el título mundial el año 1984 contra Richie Sandoval en Miami. Don Aurelio estuvo ahí.

—¿Por qué los vasos, don Aurelio?

—Tenerlos cerca me tranquiliza. Es como tener el balde de agua en el rincón del cuadrilátero.

—¿Por qué la oscuridad?

—En la oscuridad recuerdo mejor la cara de mis amigos. Del público. Puedo escuchar los aplausos. La voz de mis hijos cuando eran pequeños y me querían.

Conociendo todo esto, me causaba una gran angustia el contraste de su pasado con su abandonado presente. Hijos alejados, nietos desconocidos. Una pensión miserable para un hombre que vivió con  intensidad una historia cargada de sucesos épicos que tocaron la vida de tantas personas. Fanáticos en la multitud, entrevistas en periódicos. En el velador fue posible encontrar testimonios para hacer un documental sobre el «Ruso del Puerto.» Luciendo sus largos brazos musculosos, su rostro herido y miles de manos aplaudiendo sus hazañas.

Pero parece que lo conocí demasiado tarde. Lo pienso mientras entro a su pieza con las cortinas abiertas recibiendo la luz de la mañana. Sus ojos miran al techo, con su sonrisa desdentada. Los vasos de vidrio repartidos por la pieza. La ausencia de un hombre que en vida fue como un dios.

—Qué pena, don Aurelio. Así no tenía que ser. Me hubiera gustado tomarle la mano.

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