Tendida sobre su angosta cama, aguarda paciente e impasible. Afianza entre la almohada y su oreja el pequeño y añoso transistor que cada noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, mitiga con sus suaves acordes y susurros el desespero de su crónico insomnio. Un zumbido intermitente y amortiguado le llega desde el dormitorio contiguo. Reconoce cada uno de los sonidos que, con precisión matemática, se repiten día tras día. El estrépito de la persiana al subir, la fricción de la puerta del armario ropero al abrirse y al cerrarse, las pisadas sobre el crujiente parqué… Pero es al escuchar el agua de la ducha correr cuando se levanta en penumbras, se viste sin premura, se atusa el cabello plateado y estira con primor la ropa de cama. Con la labor entre las manos, aguarda atenta y en silencio.
Una vez percibe el tintineo de las llaves y el chasquido de la cerradura de la puerta al cerrarse, Mamaconcha recoge su labor de ganchillo y la silla de enea de su habitación y se dirige renqueante hacia la cocina. Saca del frigorífico el tetrabrik de leche y la vierte en el cazo junto con una cucharadita de café soluble, mientras se calienta, extrae una magdalena de la bolsa de plástico y la posa sobre un platillo. Añora moler ella misma los granos en su desvencijado molinillo con los que se preparaba un delicioso y aromático café de puchero y, a pellizcos, desmigar sobre su apreciado tazón de loza blanca un buen trozo de pan de hogaza de días anteriores.
Ya desayunada, se sienta bien pegadita a la encimera, justo bajo el extractor, y una vez acomodada, comienza de nuevo a darle con brío a la aguja. En su marchito rostro aflora una sonrisa serena. Ahora ya es solo cuestión de esperar.
Le ha dado la vida. Lo descubrió por casualidad una mañana que, en un despiste, se le derramó del cazo la leche que estaba calentando y tuvo que recogerla con mucho esmero para que no se diera cuenta Rosita. La ha regañado muchas veces porque le tiene dicho que ella no tiene porqué tocar la cocina para nada, que si quiere calentar algo lo haga en el microondas. Pero por mucho que lo intenta, no consigue entender cómo demonios funciona ese condenado aparato. Lo primero que escuchó fueron los arrullos de las palomas e, inmediatamente después, le llegaron las voces que, con total nitidez, se colaban a través de la campana extractora.
Hace tres semanas ya que vive con Rosita, su única hija. Se empecinó en que no podía seguir viviendo sola en el pueblo y todo porque el correveidile de don Cosme, el párroco, le contó lo de la dichosa caída. Sí, se cayó, pero lo mismo le hubiese ocurrido a cualquiera que se tropezara con un adoquín suelto de la acera. Porque eso es lo que pasó. Ni más ni menos. No quiso entrar en razones por muchas explicaciones que le dio, le espetó airada que se iba a vivir con ella sí o sí y no había más que hablar. Mamaconcha está segura de que la niña nunca ha querido a nadie, tampoco a ella. Sabe que no la considera más que un estorbo, pero poder mortificarla a diario debe compensar con creces el tenerla viviendo en su casa. Desde muy niña tuvo un carácter endemoniado, de ahí que bien temprano se ganara a pulso el mote de la Generala. Que ella sepa, jamás tuvo novio ni pretendiente alguno, sospecha que nadie en su sano juicio se atrevió nunca a acercarse a esa criatura de mirada adusta y rictus severo. A pesar de que le ha dado muchos disgustos desde que nació y nunca le haya tratado bien, para Mamaconcha, Rosita siempre ha sido y será, su Rosita. Había salido a Toño, su padre y, de eso, la pobre, no tenía culpa alguna.
Toño empezó a cortejarla recién estrenados los catorce y, antes de cumplir los dieciséis, la dejó preñada. Era un mozo embaucador, guapo y bravucón sin oficio ni beneficio. Fueron los dineros de la venta de unas tierras de labranza del abuelo Críspulo lo que les permitió abrir una pequeña tienda de comestibles en el pueblo. Fue la que les dio de comer y les posibilitó sobrevivir pero, también, fue la que mantuvo entera y cuerda a Mamaconcha todos esos años. Porque se casaron. Hoy no lo hubiera hecho, por muchos sermones y amenazas de excomunión de don Cosme o por muchos ríos de lágrimas que vertiera su difunta madre al suponer su negativa una vergüenza y una deshonra para toda la familia, horrorizada solo con llegar a imaginar el verse señalada con el dedo acusador de sus paisanos y convertida en pasto de sus habladurías. Pero entonces eran otros tiempos y, si te hacían un bombo, casarse era la única opción y lo que había que hacer. Punto. Enseguida ese modesto establecimiento se convirtió en su refugio, en su válvula de escape, disfrutaba del tiempo que pasaba organizando, adecentando y despachando a los parroquianos que entraban a comprar en el pequeño colmado y que, como ocurría entre chato y chato en el bar de Martín, poco a poco terminaban compartiendo con ella sus historias y anécdotas mundanas y, en ocasiones, aliviaban también sus muy variopintas preocupaciones. Le complacía ganarse esa confianza y familiaridad que le permitía hablar largo y tendido a diario con ellos. A Toño jamás le gustó la tienda, ni la tienda ni trabajar, y las pocas veces que se dejaba caer por allí para desvalijar la caja, la miraba con desprecio y la llamaba chismosa y “metemierda”.
Era muy mala gente y le dio muy mala vida. La peor. Las fulanas y el vino, mal que bien, los iba soportando. Ahora, los golpes… Los golpes fueron una pesada cruz. Para Todos los Santos hará doce años que nos dejó. Que Dios tenga piedad de él y le tenga en su gloria a Toño, su Toño. Le encontraron una mañana plomiza de domingo apaleado y maltrecho flotando boca abajo en la acequia del Tío Bouzo. A ella le contaron que se ahogó, pero Currito, el pequeño de la señora Encarna, que de zagal iba para granujilla, siempre con las rodillas marcadas de rasguños y cicatrices y la frente abombada de tantos coscorrones recibidos, y que, lo que son las cosas, milagrosamente acabó enderezándose y de guardia civil en la Benemérita, le explicó días después que todos callaron la verdad por el aprecio que sentían hacia ella, para evitar que se llevara un disgusto. Él era conocedor y testigo de las vejaciones de ese miserable contra su persona, vejaciones que, para no dar que hablar, Mamaconcha siempre calló resignada. Desde su posición como agente, no pudo hacer más que acecharle evitando alguna de sus embestidas cuando salía mamado del bar de Martín. Por todo ello, le dijo, consideró que tenía derecho a saber que ese ruin que se codeaba con la peor calaña del pueblo y pueblos colindantes, y que nunca expió por sus villanías al negarse ella siempre a denunciarle, acabó finalmente sus días como no podía ser de otra manera y como se merecía. Prematuramente y molido a palos.
Al poco de quedarse viuda llegaron a su conocimiento las muchas deudas que Toño tenía por aquí y por allá y tuvo que tomar la dura decisión de vender su pequeño comercio para poder saldarlas. Se lo compró Martín, el del bar, que muy generosamente le pagó por él un precio más que justo. Con lo que quedó, una vez satisfechos los deudores, y la pequeña pensión de viudedad que le correspondía, tendría que apañarse el resto de sus días.
Llevaba semanas con el runrún en la cabeza y un buen día se animó y encargó a Severino, el único sillero que quedaba ya en el pueblo y conocía desde niño el oficio, una silla nueva de madera y enea. Tenía un par de ellas por casa, pero estaban destrozadas a porrazos y puntapiés. Además de sus propias carnes, eran ellas, y el resto de enseres de la casa, las que recibían el escarmiento por parte de Toño cuando volvía de sus correrías y se la encontraba sentada fuera en la acera, casi siempre con algo que tejer o zurcir sobre el regazo. Ahora ya podría sacarla a la puerta de casa sin miedo, podría sentir el sol de la mañana en el rostro y tomar el fresco al atardecer y, lo más importante y lo que más le gustaba, podría charlar sin temor con los vecinos que pasaran por delante. Charlar con ellos largo y tendido. Es de las pocas cosas que Rosita dejó que se trajera del pueblo. Su silla nueva de enea. Ni eso le hubiese dejado traer si Currito, que pasaba justo en ese momento por ahí haciendo la ronda y escuchó sus súplicas, le afeara a Rosita no dar ese gusto a su madre, por lo que ante su insistencia y el respeto que en los pueblos da un intachable uniforme verde, tuvo que tragarse sus malos humos y terminó aceptando a regañadientes y metiendo la silla en el coche.
Aquí, en la ciudad, vive en un séptimo piso de un edificio de diez plantas. Le asusta acercarse a las ventanas, desde chica ha vivido en una casita baja de pueblo y para ella es extraño, no solo esas desorbitadas alturas, sino el saber que por encima de su cabeza y bajo sus pies puedan hacer vida otras familias. No sale nunca a la calle porque su hija trabaja todo el día fuera y, para ahorrarse disgustos, eso dice ella, la deja encerrada en casa con dos vueltas de llave echadas. Se le ocurrió y, así se lo sugirió una tarde que llegó menos arisca de lo que acostumbraba, que podría bajar al portal del edificio con la silla y esperar allí hasta que ella regresara de la faena, así podría entretenerse y charlar con los vecinos que entraran y salieran. Rosita, con esa mueca de desprecio y altanería tan de su padre, la miró de arriba a abajo y le dijo que ni se le ocurriese hacer semejante majadería. Se lo prohibía terminantemente.
¡Ahí están! ¡Ya, ya se les vuelve a oír! Qué zascandil es el pequeño Marquitos, siempre lloriqueando y gimoteando. Ahora resulta que no quiere tomarse los cereales con la leche cuando todas las mañanas es lo que pide a gritos. Su hermana Marinita es más formalita pero, claro, también es más mayor. Le disgusta que su Rosita no le haya dado nietos, hubiese sido tan feliz escuchando sus risas, riñéndoles con dulzura al ver enredados sus ovillos…, aunque ya hace tiempo sospechó que difícilmente podría haber nacido en la Tierra hombre tan encogido y sumiso que se hubiera atrevido ni si quiera solo el pensar esa posibilidad.
Vaya, qué disgusto, parece que Ana y Lucas están nuevamente enfadados, siempre andan igual, en el fondo parece que se quieren mucho, pero se dicen cada cosa…
Se sabe condenada al ostracismo y la soledad pero, sentada en su silla de enea bajo la campana extractora de la cocina, Mamaconcha es feliz escuchando a su Marquitos, su Marinita, su… Pasa las horas tejiendo ganchillo, poniéndoles rostro y acariciando la ilusión de que, quizás, algún día, pueda cruzarse con ellos y hablar. Hablar largo y tendido.
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