El ocaso carmesí se deslizaba lentamente sobre el desfiladero anunciando la inminente aproximación del crepúsculo. Las sombras grises de los árboles apresuraban a los cansados turistas en su regreso de la caminata por la reserva ecológica. Algunos iban en silencio, otros charlaban en voz baja. Detrás de todos, a una distancia bastante decente, caminaban dos mujeres.
—Amanda, ¿qué hace usted aquí sola sin ningún acompañante?—preguntó Uma a la anciana que caminaba a su lado—¿Cuántos años tiene usted?
—Ochenta y tres. ¿Y tú?
—Veinticinco.
—Tú sí que deberías estar acompañada—Amanda señaló la enorme panza de Uma—. La panza está muy baja. En cualquiera de estos días darás a luz.
—Ojalá—respiró hondo—; me cansa llevar tanto peso encima.
—Después vas a cambiar de opinión. Encima es un varón. Son tan inquietos.
—¿Cómo lo supo?—se sorprendió Uma y anunció—; va a llamarse Camilo.
—Tengo seis hijos, veinte nietos y cuatro bisnietos. No me equivoqué con ninguno. Si la panza es redonda como una manzana entonces será una niña y si tiene forma de una pera, como la tuya, es de un varón.
—Y este varón me está haciendo sufrir—Uma pasaba de un pie al otro y quedaba claro que quería ir al baño. Le pidió a Amanda que esperase y se ocultó tras de los arbustos. Amanda—llamó en un rato—, venga aquí. Mire.
Amanda dudó un segundo, pero al final obedeció y fue a buscar a Uma. La muchacha estaba a unos veinte metros y le mostraba las bayas que tenía en sus manos. «Juntémoslas», suplicó Uma sonriendo como una niña, «y comámoslas por el camino». Amanda observó el suelo y vio las enormes hojas de unas plantas enredaderas. Le pareció que las hojas se movieran desnudando el tesoro que la tentaba. Cogió las frutas y enseguida, de chiripa, vio unas más a su izquierda y otras a su derecha. Su gorro de paja estaba lleno cuando escuchó a Uma decir que están tardando demasiado y que el guía iba a enojarse con ellas. «Por allá debemos ir»—indicó Uma. Regresaban entusiasmadas alardeando de sus cosechas y comiendo sus bayas. Cuando el cansancio apaciguó la excitante euforia se dieron cuenta de que aún seguían caminando por el bosque y no había rastro del camino. «Parece que nos equivocamos», sospechó Uma, «volvamos al mismo lugar donde recolectamos las bayas y de ahí caminemos hacía el lado opuesto. Voy a llamar a la agencia», Uma sacó su teléfono de la mochila, pero el teléfono no captaba la señal.
El día se convirtió en noche. La neblina impenetrable se asentó entre los árboles. El cacareo del urogallo, los agudos ladridos del corzo, los gruñidos de la becada y los amenazantes ululatos del búho congelaban la sangre. El camino nunca apareció. Para tranquilizar a Amanda o a sí misma Uma decía que seguramente ya las están buscando, que los rescatistas iban a peinar el bosque y que ni siquiera era un bosque sino una simple reserva y que pronto las encontrarían. Amanda no le respondía. Estaba cansada, le dolía la espalda, los pies le ardían. Se echó lentamente al suelo y estiró las piernas.
—Hace cuatro años falleció David, mi marido—habló Amanda masajeando los juanetes de los dedos gordos—. Sentía como el suelo se desmoronaba debajo de mis pies. Cada noche me acostaba con el deseo de unirme con él. Al cabo de un año el dolor se calmó un poco y pensé, ¿por qué mientras espero la decisión de Dios no aprovechar mi tiempo y visitar lugares que aún no había visto? Un océano, las montañas, el bosque.
—¿No viajaron nunca?—Uma se sentó al lado de Amanda acariciando su panza.
—Sí, viajábamos, pero siempre recorriendo las ciudades. A David le gustaban los museos, la arquitectura. A un mar él prefería una pileta, a un bosque un jardín botánico. Por eso estoy aquí.
—¿Y tus seis hijos y veinte nietos?
—Todos tienen sus preocupaciones. No quiero molestar a nadie. Todavía me puedo arreglar sola.
—A lo largo de mi embarazo me apunté a diversas excursiones para no aburrirme. Creo que esta es la vigésima—dijo Uma, bostezando—¡Qué hambre que tengo! Podría comerme un elefante entero.
***
—Amanda, despiértate. Me hice pis encima. Estoy toda mojada, ¿qué me pasa?—Uma sacudía el hombro de Amanda. Amanda se incorporó y miró su reloj. Eran las ocho de la mañana.
—No te hiciste pis—respondió Amanda estirándose—; empezó tu parto.
—¿Cómo que empezó?—Uma palideció.
—Con mi primera hija, Carina, después de haberse roto el saco, pasé dieciséis largas horas de contracciones. Con Martín fue todo lo contrario, todo enseguida, una cosa tras otra. Así que vamos viendo. Mientras tanto—Amanda se levantó, acomodó su pollera, arregló su blusa de seda, puso los zapatos y extendió la mano ofreciéndola a Uma—, debemos caminar. Si los rescatistas, que peinan el bosque, aún no han llegado es porque lo están peinando por otro lado. Existe otra opción. El helicóptero. Pero adentro del bosque—Amanda miró hacia arriba—nadie nos verá. Debemos buscar un claro o un arroyo.
—¿Y cómo sabremos donde hay un claro o un arroyo?
—Piensa. Eres más joven, tienes una memoria más fresca, una reflexión más viva. Es posible que hubieras visto o escuchado algo.
—No vi y no escuché nada—respondió Uma llorando.
—No es la hora de sentir pena por sí misma, hija. Debes pensar en Camilo.
—El guía—Uma hundió la cara en las manos esforzándose en recordar algo—; el guía decía que las cascadas se ubican al sur del camino y un señor, el que dijo que es un botánico, contaba como los musgos y telarañas pueden servir de brújula. La parte del árbol con musgo abundante pertenece al norte, y las telarañas tienden a aparecer en el sur.
Caminaban con mucha dificultad. A Amanda le dolía todo su cuerpo, las piernas se le hincharon y el dolor le encorvó todavía más la espalda. El hambre y la sed se hacían insoportable. Tenía un vehemente apremio de encontrarse mágicamente en su seguro y protegido hogar. No hablaban, ni se lamentaban guardando silencio y fuerzas. Uma empezó a sentir contracciones. Apoyándose contra un árbol, respiraba profundo y solo su cariz con la mueca de sufrimiento indicaba que tenía fuertes dolores. Se acercaba la segunda noche, pero no aparecía ni el arroyo ni el claro. El espeso follaje de los árboles cubría tensamente el cielo. La tiniebla y las crecientes contracciones de Uma obligaban a detener la andadura. Las muecas de sufrimiento ahora eran acompañadas con gemidos; entonces Amanda se sentaba sobre el suelo y Uma se acostaba de modo que su cabeza se encontraba entre las piernas de Amanda. Uma gemía y Amanda le acariciaba el cabello, deseando con su ternura y poca energía, que aún chispeaba tenuemente en su anciano cuerpo, aliviar los sufrimientos de la muchacha que parecía delirar moviendo la cabeza sin cesar, agarrando para besar las manos de Amanda llamándola mamá. Cuando las contracciones calmaban, las mujeres, vencidas por el cansancio, miedo y hambre, caían en un sueño repleto de alucinaciones.
—Ayúdame a levantarme, tengo ganas ir al baño—dijo Uma—; jamás comeré bayas hasta el fin de mi vida.
—Esa baya se llama Camilo—sonrió Amanda—. Ya está por venir a este mundo.
—¿Ahora? ¡No! ¡Ahora no puedo!
Amanda se levantó. Si alguien le hubiese preguntado en ese momento qué pensaba hacer, ella no hubiera podido responder. Su mente estaba en blanco, pero sus manos se movían decididamente. Se quitó la falda y la convirtió en un pañuelo. Se acercó a Uma y le quitó el pantalón acomodándolo debajo de sus nalgas. No sentía ni temor, ni vergüenza, ni aversión. Sus sentidos se inmovilizaron al igual que los sonidos y los olores. Solo veía un globo blanco que se deslizaba lentamente por la pelvis de Uma. Era la cabeza de Camilo.
Uma se incorporó sobre sus codos mirando a Amanda con una mezcla de pánico y asombro. La mujer, que estaba frente a ella, era Amanda y a su vez no era ella. No se parecía a una anciana sumisa, encorvada con las manos temblorosas. Sus manos estaban apoyadas con firmeza sobre las rodillas de Uma, su mirada era dura, su espalda recta y su voz, sonora y decidida, decía, «ayúdanos, hija».
La cabeza del bebé se acercaba y las manos de Amanda, como si hubiera hecho ese trabajo toda su vida, yacieron debajo de su nuca. «Empuje, empuje más fuerte», exigía Amanda sintiendo que los hombros del niño se liberaban. Entonces su mano derecha se reaccionó rápidamente, agarrando la criatura por las nalgas. Un empujón más, y Camilo, blanco, frágil y cubierto con mucosidad, se acomodó en las manos de Amanda. «¿Nació?», preguntó Uma con voz débil. Le respondió un fuerte grito de su hijo. Amanda lo apoyó cuidadosamente sobre el pañuelo, extrajo de su blusa de seda dos hilos, se los enrolló entre sí y con esa cuerda casera dio varias vueltas alrededor del cordón umbilical. Mientras su mente trataba de revisar todas las fruslerías de su bolso buscando que le podía servir de tijera, sus dientes ya agarraron el cordón y lo atarazaron por la mitad. Envolvió a Camilo y lo tendió en las manos de su madre. Las dos mujeres completamente derrotadas por el agobiante parto se miraron riéndose a través de las lágrimas.
***
Amanecía. Camilo gritaba ahogándose por su grito y saliva mientras que Uma trataba de tranquilizarlo amamantando. La madre se esmeraba en sostener el pezón en la boca de su niño, pero el rebelde torcía la cara, apretaba los labios y gritaba. En un momento un chorro finito y blanco le salpicó los ojos. Camilo se asustó y Uma, aprovechando su boquita abierta, le metió el pezón. Camilo se bufó un instante, pero pronto descubrió el sabor y empezó a mamar intensamente, ronroneando de placer. Al satisfacerse se durmió. Amanda lo retiró de las manos de la madre y lo acomodó en la improvisada cuna. «No dejes los restos de leche adentro de tus senos», aconsejó, «extraiga todo hasta que las mamas se ablanden». Amanda encontró una hoja grande, la enrolló en forma de un cono y la acomodó debajo del seno de Uma. Los chorritos blancos salpicaban la hoja llenando el cono. «Toma rápido», ordenó Amanda porque veía como la leche se perdía goteando de la punta de la hoja. «Ahora yo», dijo y tomó de un sorbo lo poco que quedaba. La leche era tibia, espesa y dulce. «Debemos retomar el camino».
—Amanda, mirá el cielo. ¿Está menos cerrado o solo a mí me parece?
—Es verdad. Está más abierto, hija, no te equivocaste—decía Amanda llorando.
***
Amanda se lavó la cara y exhausta, se tumbó de espaldas sobre los escombros de la orilla. «David, ya estoy vieja», pensaba, «te extraño y me quiero ir contigo. Pero las criaturas no deberían estar aquí. Ayúdales. Sálvales, David». Así yacía con las piernas abiertas hacía el este, los brazos hacía el oeste y la mirada clavada al cielo. Y solo sus labios, secos y agrietados, se movían murmurando «por favor, David, por favor». Le pareció ver un punto negro. El punto crecía, se acercaba y producía ruido. Era un helicóptero, era la salvación. Su mente gritaba, «Amanda, levántate, salta, grita, hace señales», pero su anciano cuerpo respondió, «no puedo más» y solo los labios, secos y agrietados, se movían murmurando «gracias, David, gracias».
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