CINCO GENERACIONES:

CINCO GENERACIONES:

CESAR LORQU

22/03/2021

Mi nombre es José Joaquín Montes, nací en 1908 en San Jacinto Bolívar de la costa norte de Colombia, mi mamá me contaba cuando era niño que en ese año hubo mucha lluvia y que, como cosa rara en el país que nos tocó crecer, las inundaciones nos dejaron sin comida a mis cinco hermanos y a mí tras la perdida de cultivos y de las bestias que se ahogaron. Aún así papá se las arreglaba para conseguir de comer. Le gustaba ir de cacería, su sitio favorito para cazar: Las estribaciones de los Montes de María.

Joaquín como era el nombre de pila de papá y que, con tanto amor le llamaba mamá, era un roble de 180 centímetros, longilíneo y férreo, de tez morena y curtida por el sol, formado a pulso entre la necesidad de sobrevivir y la necedad de quienes mataban por un color político; había sobrevivido a la guerra de los mil días y amaba más a su escopeta, a la que mantenía brillante y reluciente, que a mi señora madre a pesar de ser ella la mujer que le saciaba el hambre y le atendía en sus borracheras cuando volvía sin un peso en los bolsillos, plata jugada y gastada vaya a saber uno en qué, oliendo a puta barata de pueblo, con el estomago arrugado y en demanda de un plato de comida.

Joaquín no había ido a la escuela, en esa época eso no se usaba pues se aprendía en las calles y lo importante se lo transmitían a uno por tradición oral las personas mayores, aún así el viejo era bien aprendido y sabía dar buenos consejos que eran además oportunos para mí y mis hermanos que por esos años éramos felices corriendo de un lado para otro, inventándonos aventuras para hacer y buscándole más de cuatro patas a los gatos como nos decía mamá. Yo era muy curioso, me gustaba encontrarle la razón a todo, me gustaba preguntar por esto o por aquello, siempre indagando y sin importarme cual fuera la respuesta. Me encontraba de vez en cuando con el temperamento  de papá quien tomaba el control de las situaciones con una varita entre las manos para recordarnos que antes que correr hay que comenzar a caminar y, antes de eso se aprende a gatear; así lo aprendió él y así lo ensañaba a sus vástagos.

Yo aprendí a caminar entre los perros de caza de papá; los viernes a las 530 horas de la mañana partíamos hacia la serranía y nos adentrábamos en la espesura de la selva que circundaba al Cerro Maco, él delante montaba a Patas Blancas su caballo, detrás yo le seguía sobre el lomo de Canelo y la corte de sus ocho (8) perros, sabuesos de oficio pero criollos en su genética. Su escopeta de fisto la llevaba colgada al cinto; él siempre me decía con entonación adusta: 

– Hijo, si alguien te ha de disparar, que sepas de qué lado viene el tiro –

Esa mañana salimos temprano, no sin antes estampararle un beso a mamá en el cachete y recoger las hojas de tabaco colgadas y aromatizadas en el cuarto de la parte trasera de la casa donde los guardaba como un tesoro, hojas con las que se haría un puro para fumarlo en nuestras correrías de cacería. Su cara se llenaba de magia y gracia cuando masticaba las hoja de tabaco, me recordaba mi entusiasmo cuando degustaba mi plato favorito de comer, yuca caliente recién salidita de la olla con patas de puerco ahuma’o.

Nos adentramos entre los riscos de la montaña y antes de que se pusiera el sol frente a nuestras cabezas ya habíamos recogido unos cuantos animales de monte entre guartinajas y puercos de monte y uno o dos armadillos que se despistaban a esa hora de la mañana y hacer parte de nuestro recaudo. Él les apuntaba y disparaba, yo les recogía y aseguraba. Me contaba a su manera, haciendo gala de buen contador de historias, cómo habría de prepararse la carne de los animales que íbamos recogiendo pues no tendríamos ninguna otra opción de conservarla diferente a echarle sal abundante, lo que finalmente actuaba como un medio de maduración primitivo ya que al deshidratar la carne a punta de sal  lograría conservarse más tiempo y así, poder consumirla incluso una o dos semanas después; insistía mi viejo en los cuidados a tener en cuenta con la carne de éstos animales para evitar los males que podían ser transmitidos por su consumo como la enfermedad de los pitos* y de fiebres que mataban a las personas después de ponerse amarillos**. Para esas enfermedades había poco que hacer en esa época, especialmente si le daba a uno con vómito y diarrea y que, un tiempo después, se acompañaban de la aparición de una coloración amarillo verdosa en la piel, signos que hoy en día podrían fácilmente asociarse a la leptospirosis y su potencial riesgo de muerte. Papá me decía que si sobrevivíamos a la fiebre inicial, ya estábamos de éste lado, ósea, podríamos mejorar y aliviarnos del todo en una o 2 semanas (- pa’ seguirle echando diente al bollo*** -), pero si las fiebres se prolongaban más de una semana, ya no habría nada que hacer y en ese sentido, la probabilidad de morir se aumentaba de manera importante y dramática, por eso él siempre me decía con voz seria y coherente:

– Mijo échele buena sal y lo llevamos al pueblo para tus hermanos y la vieja –

– ¡Pa ´que coman hasta que se jarten!-

– Sino se jartan… ¡Que sigan comiendo hasta que aguanten!-

La vieja era mamá, un ángel de Dios que nunca nos negó una sonrisa o una bendición con sus manos gráciles cuando salíamos de la casa a cumplir con nuestro quehacer diario. Ninguno de sus hijos se acostó con el estómago vacío jamás mientras estuvo viva; siempre se levantaba de donde estuviera y sacaba y le organizaba a uno su plato de comida. Ella sí, como buena guerrera incansable que era, se tuvo que acostar muchas veces sin haberse llevado nada a la boca, con las costillas pegadas del espinazo y las ganas mojadas en café tinto con bocaditos de aire como complemento para calmarse el hambre. Acompañó a Joaquín de manera digna, estoica y sin ningún tipo de cuestionamientos hasta el día que él ya no pudo levantarse más de la cama y lo vio morir ahogado en su propia sangre, con los ojos inundados de miedo pero con la fortaleza que le caracterizaban como sobreviviente de mil batallas, víctima de un cáncer del estómago que le consumió rápidamente  hasta matarlo y del que nos enteramos posteriormente en la casa cuando el doctor del pueblo, Pablito Viana, le llenara su acta de defunción.

Para ese entonces ya me había convertido en un hábil cazador, ya podía yo llevar la carne al plato de la mesa de la casa para que mis hermanos menores, cinco en total, y mi vieja querida, consumida en la pena de no volver a mirar de frente la cara perfilada y enmarcada en su sonrisa de Joaquín, tuvieran entonces así la ración de comida y energía para asistir con ganas a una escuela a aprender y, ¿Por qué no?, a convertirse en unos doctores de las leyes o, en médicos, profesiones que comenzaban a ponerse de moda en aquella época y en las que nunca tuve ni siquiera tiempo de pensar yo, oportunidades que sí podrían tener mis hermanos para que no pasaran las mismas necesidades que yo pasé. Sin embargo, en este punto siento nostalgia de no haberle podido enseñar a ninguno de ellos, tampoco a mis propios hijos, el arte de la cacería, la virtud de como aprender a sobrevivir con lo poco que nos diera nuestra madre naturaleza en el día a día para así plantearnos un océano de posibilidades en un mar de limitaciones, sin ahogarnos en el intento, como era y venía siendo nuestra propia vida. Salir en mi propio caballo, Pajerito, como le había llamado yo en una de mis faenas de caza pues, nunca se me arrugó y me ayudo a salir de esos lodazales y trampas de agua en más de una ocasión, batiéndose raudo y sin agüeros entre la espesura de la maleza que inundaba esos parajes. Detrás de mí un sequito de perros en jauría, escarbando entre los aromas de la selva, en busca de una presa para poderle apuntarle y abatir con certeza. Pajerito, noble caballo que guardaba los genes de Patas Blancas, el primer caballo que le reconocí a papá, con quien me encontré muchas veces con la noche y quien me ayudo a recuperar la orientación en noches estrelladas y frías, noches que se entretejían en mi memoria desprovista de tiempo. En ese embrollo de recuerdos me entretenía mientras mi caballo se empecinaba en llevarme a cumplir mi destino, mis perros olfateaban y mostraban el sitió donde posteriormente yo hurgaba y podía extraer mi recompensa de la tierra, pudiendo así tener razones y raciones para volver a mi casa.

Ese legado se perdió por que nos tocó cambiar la provincia por la ciudad, abandonar la casa donde nos criamos en familia y salir a buscar un lugar donde la violencia y la falta de oportunidades no nos tropezara de frente, cambiar el canto de los pájaros por los gruñidos feroces y desafinados de los motores de carros y de un día para otro, toda nuestra rutina se volvió diferente, con otras dificultades a vencer.

Casi sin darnos cuenta, este cambio nos arrojó a un escenario diferente y complejo haciendo muy simple nuestra voluntad de obtener la comida para los nuestros, la cual ya no habría que cultivarla en nuestros huertos ni salir a cazarla ni a buscarle en cuerpos de agua, no, nuestra comida casi lista para ser consumida estaría ya disponible en cajas de cartón, en envases de vidrio,  empacadas al vacío, dispuestos en los refrigeradores de tiendas y supermercados, grandes y pequeñas moles de consumo, unos con el mismo nombre incluso – que confuso me parecía al principio – con escarchas, unos congelados y con una fecha de caducidad impresa en la portada. 

Tú, en tu filosofía primitiva, te adelantabas y nos decías con precocidad anticipada que a las personas con el tiempo, por muy instruidas que estuvieran les iba a tocar volver los ojos al campo, volver a cultivar el maíz con el que inventarse su maná y salir a la montaña en búsqueda de la comida que abundaba en esos sitios; también recuerdo cuando nos decías con suficiente razón por lo aprendido en una vida transitada con paciencia,  que lo que no te cuesta trabajo no lo disfrutas de igual manera y que, lo fácil nos cansa rápido y, vaya si no tenías razón.

Así te recuerdo viejo, así te extraño yo que también me he vuelto viejo, que también me lleno de dudas y, porque negarlo, también de miedos sin saber lo que nos traerá el devenir. A veces ni siquiera entiendo lo que me dicen los muchacho pues pareciera que todo esta ya pasado de moda.

Ahora que parezco un mueble viejo, arrinconado en la casa donde crie a mis hijos, recuerdo con nostalgia papá todo lo que me decías sobre las vueltas que da la vida.

José Joaquín Montes:

Abril 27 de 1908 – Octubre 16 de 1998.

José Joaquín era mi abuelo, al bisabuelo no lo conocí pero el abuelo me hablaba de él con entusiasmo y devoción y, hasta el día de hoy lo recuerdo como me lo contaba en sus conversaciones; de mis antecesores han muerto todos, incluido papá.

*: Pitos o insectos hematófagos transmisores de la leishmaniasis.

**: Leptospirosis.

***: Bollo o envuelto de maíz. 

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