Escuchar campanas es como leer un diario en Villaencinas. Esta modesta y envejecida urbe está en esa Mancha que saluda con amable ademán a una melosa Alcarria y se abre con generoso abrazo a sus seiscientos vecinos, algunos ya centenarios y curtidos en esos fríos mesetarios y canículas jacobinas; tan propios de esa geografía. Aún conservaba la villa vestigios musulmanes, como cubrir sus vanos mediante cortinas de lona y una hospitalidad que mantenía sus umbrales abiertos, exceptuando esas horas desde el ocaso hasta el alba. Pero nadie… nadie osaba cruzar sus pórticos sin permiso.
Era sábado y por la calle principal, habitualmente engalanada con crisantemos, adelfas y coloridas prímulas, comenzaban a desfilar las parroquianas y algunos de sus feligreses maridos recién salidos de misa. La fragancia del incienso reciente se diluía entre aromas a estufas caldeadas con olivo, encina o almendruco, así como de las confituras recién horneadas por los dos obradores que aún operaban en la localidad.
Entre esas mujeres bajaba Claudia, devota y frugal octogenaria que, al ver la persiana subida en la casa de su tío –señal ya de actividad–, decidió visitarlo como hacía cada semana. Su vida social se ceñía a un modesto rosario de visitas a familiares de mayor o menor consanguinidad, con los que colaboraba gustosamente en diversas actividades como elaborar embutidos, preparación de rosquillas, galletas o papartas, y con gran artesanía también, bordar pañuelos o confeccionar jerseys y bufandas para sus parientes. Al haber quedado soltera se encargaba, como primogénita, del cuidado de su hermana Elvira y Benedicta, su madre, que agotada la vida a los ochenta y cinco años, fijó residencia en el camposanto de la localidad junto al resto de ánimas locales.
¡Din dong!
–¿Estáis levantaos? –Anunció Claudia su presencia abriendo cuidadosamente la puerta a la espera de contestación
–¡Sube, sube! –Le animó Aurora desde la primera planta
–¡Mira mira, cómo tira la estufa! ¡Qué calor tenéis! ––Saludó Claudia a su entrada, acusando la empinada escalera y el calor ambiental.
–¡Sí, y pensar que hace nada se traía una lucha del humo contra la breve llama que trataba de elevarse sobre él…! Pero ya se va entonando el tarugo que sostendrá la lumbre. Acabo de abrir el tiro para que cuando se levanten los chicos esto esté caliente –Respondió calmadamente Electino, casi abrazando con sus piernas la estufa, a la espera de mayor consistencia calórica y con una apacible sonrisa iluminando su expresión y la salita de estar.
––¡Menudamente te ha quedado Electino el sillón de Don Santiago, el arcipreste! ––Refulgía el nuevo cuero casi desde la mitad de la iglesia; qué bonitas tachuelas que elegiste para su decoración. Que detallista eres ––Comentaba Claudia con semblante de satisfacción buscando en Electino una pizca del orgullo que ella estimaba que merecía.
––Anoche se la llevé. Casi creí que no iban a llegar las dichosas tachuelas para concluir el tapizado, menos mal que me las trajo este jueves Vicente el cartero. ––Asintió Electino despreocupado
––¿De dónde vienes Claudia tan tempranera? ––¿Has desayunado ya? Interrogó Aurora que entraba ahora en la salita tras los pasos de ésta después de otear el fuego de la cocina.
–¡Sí, anda hija mía, ya me había tomado un café y una galleteja en casa antes de subir! –¿Qué hacéis? –Al subir a misa he visto el coche de tus chicos y, ahora a la salida me he dicho: voy a saludarlos
–Pues mira, estaba friendo unos picatostes para los chicos, que ya he oído que se han despertado. ¿Quieres desayunar con nosotros?
–¡Que va, gracias hermosa! ––Me voy enseguida que tengo que ver mi estufa, no se vaya a apagar el butano; esta mañana me dio la impresión de que la llama andaba un poco triste; y después tengo que pasar donde Tirso a coger unas naranjas, ––me ha dicho la Conce que le han llegado ayer y han salido muy dulces.
–Buenos días Claudia, ¿Cómo va todo?
–Hombre, Angelito ¿Qué tal estáis?¿Qué, habéis venío de puente?
–Si, vamos a ver si le damos un tiento a las olivas, que si nos descuidamos un poco no las catamos este año. ¿Qué tal Elvira y Adolfo? ¿Les han llegado las chicas?
—Josefina llegó anoche, y Adelita, al aterrizar esta mañana de Londres, llegará a mediodía; ha llamado desde el aeropuerto y dice que me trae una radio nueva. —¡Cómo conservas el tipo! ¿Eh, perillán?
—Jajaja, eso es que me miras con buenos ojos –¡Que cría mas maja Adelita! ¡Todo un orgullo de sobrinas! ¿Eh, Claudia?
— Ea, muy buenas son las muchachas, ¡Qué te voy a decir!. ––Bueno, me voy, que tengo que pasar además donde Peranzanes, el otro día aún no había llegado la madeja de lana color burdeos que le encargué
—Hola Claudia, ¿Qué tal estás? ¿Qué vienes, ya de de misa? —¡Qué madrugadora! ––Saludó Matilde, interrogante, aún con el pijama puesto.
––¡Hola hermosa! ––Sí, al salir de misa he visto que estabais ya danzando y he subido a veros. ––Ya me ha dicho Ángel que vais a ver las olivas ––Aprovechar hoy, que hace buena orilla y mañana parece que entran lluvias––Bueno, me voy, que han dado ya las diez
Tras escuchar el leve portazo de salida que Claudia dejó tras de sí, Aurora irrumpió nuevamente, con la bandeja de un desayuno compuesto de zumos de naranja, café, picatostes y unos rosquillos que había traído la tarde anterior del horno de Agripino.
––¡Hala, a desayunar!
––¡Es sorprendente esta mujer! No puedo creer que aún se valga a día de hoy con una pequeña radio como única compañía en la noche. ––Comentó Ángel, buscando con la mirada una respuesta en su padre, que estaba ya extendiendo el brazo para cerrar algo el tiro de la vetusta salamandra de hierro fundido.
Ya se notaba ya un calor que comenzaba a ser sofocante. Matilde abrió entonces la puerta de muelle abatible que, en su época, protegió de las corrientes; aquella que también dio paso a la nutrida y diversa clientela que circuló por el bar que regentó Electino hasta su jubilación.
Antes de que su padre pudiera contestarle, Matilde, acalorada, interpela curiosa a sus suegros ––Bueno ¿Qué novedades hay por Villaencinas?
––¡Uy, el jueves tuvimos la calle muy concurrida!. Vinieron los de la Tele Regional a hacerle una entrevista a la Rosarito, que cumplió ciento siete años y, fíjate, la tarta que le regalaron los del ayuntamiento casi se le atraganta a su hermano Ricardo––Contestó con emocionados ojos Aurora. –– Pobrecillo, ¡casi se nos va! ––Teníais que haberlo visto, se le puso la cara como una malva; menos mal que estaba Don Porfirio, el médico––lo cogió por detrás y le hizo soltar la fruta escarchada que se le había ido por el otro lado. El pobre, como anda desdentado… ¡Qué mal lo pasó!
––Claudia siempre ha vivido así. Aunque con las tierras que se las labra su cuñado y la pensión de agraria que le quedó podría manejarse mejor, ella está acostumbrada a esa vida; su hermana le ha dicho que se fuera a vivir con ella, pero ésta dice que prefiere vivir en su casa a su aire, que no necesita más, y que así no molesta a nadie ––Respondió al fin Electino mientras los chicos daban cuenta de los picatostes.
A media mañana Matilde y Ángel Cifuentes salieron a dar un paseo por el barrio de la Solana, donde las casas aún destellaban con el blanco enjalbegado del pasado verano. ¡Qué luminoso vestía el paso de la procesión de Santa Ana! Subieron hasta la ermita donde reside la patrona hasta San Marcos. Coincidía ese día un concierto de la Joven Orquesta Provincial, por lo que tomaron asiento, ya en las filas de atrás para no molestar, y escucharon varias piezas de Mozart, Bach, Pachelbel y Radetzky con la que concluyeron la aplaudida audición que la Hermandad de la patrona ofrecía al pueblo gratuitamente cada año.
A la bajada saludaron a Eladia, septuagenaria prima de Ángel, que les mostró orgullosa la exposición de óleos naif que, de forma autodidacta, pintaba cuando no cocinaba o trasteaba con otras labores domésticas. Se dejaron invitar, en compañía de su esposo Rafael y Marisa su hija, a un vermouth con olivas aliñadas y torreznos, especialidad de Eladia cuando cocinaba en el restaurante de su marido. Cortésmente, tras dar cuenta del tentempié y cruzándose una fugaz mirada, los Cifuentes se despidieron y reiniciaron el regreso a casa, donde Aurora y Electino aguardaban ya con la mesa puesta y las dos hojas de la puerta abiertas para caldear el comedor.
––Estoy tratando de recordar el comentario de Marisa ––¿Recuerdas, Mati?
––¡Sí, sí claro! dijo: ”El curso del tiempo desgrana en las parejas una melancolía que convierte cada encuentro en una verbena de agasajos hacia sus invitados” ––Un poco cursi ¿no?
––Sip, me ha sorprendido, parece muy letrada. Apunta muy alto desde que está en la universidad… pero no va descaminada.
––¿Falta algo que poner? ––Preguntó Ángel con incipiente agitación de jugos gástricos debidos al rico aroma que que llegaba desde la cocina.
––¿Qué, hacemos el aperitivo? ––Propuso Electino levantándose de su habitual taburete tras la estufa.
Acababa de meter éste, tras cerciorarse de la presencia de la pareja, unos canapés de morcilla que había preparados debidamente protegidos; usaba para esto la superposición de dos gavetas de hielo recicladas para evitar la mezcla con la ceniza. Su olorcito no podía ser mas atrayente…
––¿Zarajito habrá también, por casualidad? ––Indagó Ángel ya con la boca hecha agua de limón acercándose a la cocina donde operaba la dinámica Aurora, su madre.
––¡Cuánto habéis tardado! ¿No habréis tomado algo por ahí? ––Testeó Aurora con signos de incipiente enfado por la tardanza; las dos y media de la tarde sobrepasaba incómodamente el horario de comida habitual
––Hemos tomado algo donde la prima Eladia, pero no te preocupes que aún queda hueco para estas viandas tan sabrosas ––Respondió Ángel bromeando
––¡Pues ale, vete llevando el queso y lo que queráis de beber! ––Ahora voy yo con el zarajo ––Lo tomáis todo en el comedor, que la comida ya está lista
Terminado el aperitivo, que hizo la vez de entrante, se instauró el silencio. Un silencio… apenas roto por el metálico sonido de la cuchara, estrellándose éste con el plato de sopa en el que todos se concentraban. Gracias al exquisito aroma que despedía y alegraba el paladar, se ponía en duda: si el sonrojo de los comensales provenía de la temperatura del caldo… o del ímpetu que habían tomado las bravísimas ascuas que daban luz al interior de la salamandra.
El cinéreo camuflaje puede aparentar mansedumbre dentro del tibio vacío de la salamandra. Pero el recuerdo de lo que ha sido aún confía, agazapado, aún candente, la presencia del viejo y seco sarmiento con el que renovarse. Ahora, poco a poco, a través del obstinado hálito, augura una nueva lumbre de sueños venideros.
Clan clan, clan clan, clan clan…
––Escucha, escucha, tocan a bautizo…
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