EL VIEJO Y LAS MARIPOSAS

EL VIEJO Y LAS MARIPOSAS

El viejo salió a las tierras temprano, como de costumbre. Marchaba con la salida del sol, al que consideraba su amigo. Le calentaba los huesos casi tanto como el carajillo de media mañana que tomaba en el bar de Pipo, antes de volver a casa. Aquel día gris el astro andaba escondiéndose, con temor. El aire pesaba como si hiciera calor, solo que no lo hacía. Miraba a su alrededor y casi podía ver pequeñas partículas de plomo en el ambiente. Era algo extraño, le costaba moverse y caminar. Estaba trajinando en la huerta cuando un insecto grande voló por encima de su hombro y se posó en una lechuga. Era una mariposa negra enorme, con una calavera en el lomo. No había visto nunca nada igual. Se sobrecogió y quedó taciturno, serio. Le había fastidiado la mañana aquel bicho. No se atrevió a intentar cogerlo ni espantarlo.

Lo comentó luego en el bar, con los vecinos, preocupado por si aquella mariposa sería el principio de una plaga que podía acabar con su huerta.

—Marcial, no te preocupes, son inofensivas. Será una mariposa esfinge africana. A veces se desvían de su ruta, pero no dañan los cultivos —le contó Pipo.

Lo que no le dijeron pero todos sabían, es que se creía que esas mariposas anunciaban la muerte. Él había sufrido ya una trombosis y un infarto, y nadie tuvo el valor de contárselo. No quisieron asustarlo, aunque sabían que el viejo no hacía caso de supersticiones. Le apreciaban.

Así que Marcial respiró aliviado. Con los restos de su último pitillo seco en la boca, llegó a casa a la hora de siempre, para el almuerzo. Fumaba un cigarro cada dos días, para evitar disgustos familiares. Pero la colilla la llevaba colgando el día entero, adherida al labio inferior y ladeada. Era su vicio. Sus nietos se reían de él y le preguntaban si le ponía pegamento, ya que no se le caía ni aunque estornudara. Cómo mantenerla allí, era todo un secreto que no pensaba compartir. Ni con Héctor, que era su nieto favorito, con el que más se reía y el que más le preguntaba por las cosas del campo. Aquel trasto de niño le había robado el corazón. No se parecía en nada a la estirada de su madre, por muy hija suya que fuera, ni al simplón de su padre, que solo pensaba en hacer dinero. “Mira tú, ni que eso fuese lo importante en la vida”, conversaba a menudo Marcial con su mujer.

Cuando llegó a casa y comentó con ella el hallazgo de la mariposa negra, la cara de la Reme cambió para siempre.

Remedios era yerbera, de las curanderas que mezclan hierbas y hacen ungüentos e infusiones para sanar. Parecía predestinada a ello. Era una mujer de campo cariñosa y astuta, muy popular en los alrededores. Recurrían a ella con dolores, sarpullidos y manchas en la piel, retortijones de estómago, antiguamente hasta para tobillos torcidos y partos. Aunque ella prefería que la gente con males importantes fuese directa a la capital, que ella no era ni enfermera ni nada, solo conocía las plantas y tenía cierta intuición. Que aquel día le falló. Se quedó muy preocupada por la mariposa negra del viejo, temía por él.

La Reme era baja y delgada, de pelo castaño canoso y preciosos ojos azules, de mirada de mar trasparente. Su cara aún se mantenía suave y libre de arrugas. Eran famosas sus cremas para el cutis, en un tiempo las comercializaba en el mercadillo, junto con mermeladas caseras. Pero ya estaba mayor. Solo las seguía haciendo para sus hijas y unas cuantas amigas. Solía vestir con túnicas largas para estar en casa. A Marcial le gustaba contemplarla. Aquella mujer era muy especial. Llevaban juntos varias décadas, y no se les había hecho largo. Desde jovencitos eran novios, aunque él era diez años mayor. Les costó conseguir la aprobación familiar, Reme era de buena familia y apenas tenía la mayoría de edad. Se tuvieron que escapar para casarse y en aquella época aquello fue la comidilla del pueblo. “Mi brujita” la llamaba.

—Marcial, de postre hoy voy a hacerte una infusión protectora, una tacita de agua de cola de león, espino blanco y hojas de olivo……… y te echo un rezado —dijo ella desencajada, aunque él no se percató.

Una mariposa de la esfinge era muy mal presagio, no había duda. A Reme le costó que se tomara la infusión, pero la bebió por su insistencia. Pasaron una tarde tranquila y se acostaron al anochecer, les gustaba madrugar.

Aquella noche no paró de llover.Y por la mañana no terminaba de amanecer. Era uno de esos extraños eclipses que nadie entiende.

Marcial se despertó con dolor de rodilla. “¡Malditos huesos, si aún no he puesto un pie en el suelo!”, pensó. Se giró hacia Remedios, extrañado de no sentir su calor, pensando que ya estaría en la cocina preparando el café. Ella seguía acostada, hacia la otra pared. Estiró el brazo y la tocó. Estaba helada. Se incorporó preocupado y la intentó volver hacia él. No pudo. Su cuerpo estaba pálido, rígido y frío. Y ella ya no estaba en él. Se había ido sin armar ruido, como vivió.

Marcial se quedó bloqueado. Pensó que si de cuajo le arrancaran una pierna o un brazo no le dolería más. Solo podía compararse a que le arrancaran el corazón, ese órgano que comenzó a sentir desbocado. No podía respirar. Sintió que le quitaban la parte más importante de él mismo, la que le hacía ser mejor persona, levantarse cada mañana. Era más que su mitad. Casi su vida. Casi. Porque el muerto no era él. Era peor. A él le tocaba vivir.

Le costó muchas lágrimas y esfuerzo alejarse de esa cama para telefonear. Porque creía que su pérdida era solo suya. Pronto se dio cuenta de su error. Porque Reme era querida por todo el mundo. ¡Qué orgulloso estaba! Sus tres hijos la lloraron con mucho amor. Los nietos le hicieron dibujos y poesías para el viaje a las estrellas, como decían ellos. Los vecinos se volcaron en su despedida. Hasta pusieron una placa en su honor y le dedicaron una calle: “Remedios, la yerbera”.

—Abuelo, está en el cielo dibujando, que lo soñé. Ya sabes que pintaba unos arco iris preciosos. Cada vez que llueva y salga el sol, sabremos que ha sido ella—dijo Héctor.

—Pues sí, la recordaremos en ese momento —contestó Marcial.

—No, abuelo, solo en ese momento no. Siempre. Cuando me duela la tripa, mamá me hará su taza de agua mágica. Y cuando a papá le moleste el cuello, le daré los masajes que me enseñó. 

Se dio cuenta de que para el niño ella seguía presente en sus sueños, en su pensamiento, en sus recuerdos.

—Héctor, gracias, creo que le seguiré hablando—dijo, emocionado.

—Sí, pero de día. Acuérdate que se quedaba dormida muy pronto.

Marcial enterró sus cenizas en los naranjeros y siguió yendo a la finca. Pero ya no se preocupaba de la huerta de la misma manera.

Lo más que plantaba era tristeza. Había días en que se le olvidaba regar. Otros en los que regaba los mismos matos varias veces. A veces comía, otras no. Se negó a irse a vivir con nadie. El campo era su hogar. La casa, dejó de serlo. Dormía a deshora y le costaba mucho recoger, nunca tenía ganas.

A veces venía la Reme y le decía: ¡desastre de hombre! ¡tienes que ordenar! ¡Si no, dejarán de traer a los niños! En esos momentos reaccionaba, levantaba la cabeza, aguzaba el oído con interés y miraba la imagen de su mujer que le decía cosas desde la pared, sobre todo si había bebido alcohol. Pero cuando intentaba tocarla y no palpaba más que el frío cemento, entraba en cólera, decepcionado, y ya la dejaba de escuchar.

Pasó el tiempo y los hijos empezaban a estar cada vez más extrañados con él. Que si no se tomaba bien las pastillas, que si había que ponerle a alguien para cuidarle, que si se olvidaba de las cosas, que si andaba sucio y acumulando trastos en el garaje,…

Él no entendía nada, porque decían estar preocupados pero venían cada vez menos y cuando lo hacían, venía solo uno de los tres, sin pareja y sin los nietos, su única alegría. El objetivo de la visita era conseguir que se duchara y limpiarle la casa. Sin más. ¡Ah, y llevarle comida que se encargaba de tirar el que iba la siguiente semana! Se ponían de acuerdo y se turnaban, como si él fuera un cupón de un sorteo que nadie quería que le tocara.

Un sábado, oyó a su hija Marisa hablando por teléfono:

—Jolín, Tomás estará de viaje y no tengo con quién dejar a Héctor ese día, creo que no voy a poder ir a tu fiesta —refunfuñaba.

Marcial se quedó mirándola y exclamó:

—Pero hija, ¡déjame el niño a mí! ¡Sabes que lo adoro, lo pasamos muy bien juntos!

—¿Cómo voy a dejarte a Héctor si no cuidas ni de ti mismo? ¿Cómo vas a atenderle si ni te das cuenta de que tú y tu casa huelen mal?

El viejo sintió como si le clavaran una puñalada. Una más. Pero no se dio por vencido. Y decidió negociar.

—Está bien, Marisa, tienes razón. Pónganme a alguien que me ayude. Me ducharé, comeré mejor.

—¿Y qué me dices de los trastos del garaje??? ¡Hasta te han visto revolver en los contenedores!

—Hija, solo cojo cosas que me puedan hacer falta, por si se rompe algo, por si hay que guardar, ya sabes, ustedes los jóvenes lo tiran todo, yo arreglo cosas rotas y guardo por si me hace falta.

—¿Necesitas cuatro lavadoras rotas, tres sillones desvencijados, dos coches abandonados, decenas de botes de gel y champú gastados, cientos de cajas de cartón ? ¿Esperamos a que se llene todo de ratas? ¡Papá, quién te ha visto y quién te ve!—gritó ella, exasperada.

—Ya, ahora solo soy un viejo triste y loco. Pero déjame disfrutar de mi nieto, por favor, ¡tengo derecho! —imploró.

Así quedaron.

El día señalado, Marcial se puso sus mejores galas. Hasta de traje iba, y con una flor en la solapa. Marisa se emocionó al verlo de esa porte. Se hicieron muchas fotografías. En la casa, en el jardín, en los naranjeros de la finca. La tarde estaba luminosa y alegre. Como ellos. Héctor se abrazó a su abuelo y no lo soltaba. La hija marchó a la fiesta vestida de remordimiento, por el tiempo perdido entre aquellos dos niños. Se prometió a sí misma tener más paciencia, y que eso no seguiría pasando. No sabía cómo, pero tendría que buscar una solución. ¿Residencia? ¿Psiquiatra? ¿Mudarse con él? No lo veía claro pero quería recuperar a su padre, bastante había tenido con perder a su madre.

Cuando regresó horas más tarde a por el niño, éste estaba entusiasmado.

—Mamá, ¿sabes que hemos estado el abuelo y yo jugando a las naves espaciales? ¡Programamos a las lavadoras como máquinas del tiempo y viajamos al futuro! ¡Y en los coches viajamos al pasado! ¡Y atamos a Toti para que arrastrara nuestro trineo por el monte! ¡Hemos cazado lagartos y los pusimos a hacer una carrera, ganó el mío, mamá! ¡Hicimos instrumentos musicales con los botes!—Héctor no podía dejar de hablar.

Marisa miró a Marcial, quien sonreía de oreja a oreja, satisfecho.

—Está bien papá, tú ganas, el próximo finde volveré con Héctor por aquí. Y hablaremos del futuro.

—¿Futuro? Ja, ja,… —dijo el viejo, sarcástico.

Esa noche durmió a pierna suelta. Y a la mañana siguiente, habiendo dejado la ventana abierta, entraron decenas de mariposas blancas y amarillas, y le rodearon.

—Brujita, ya voy—susurró, en el que fue su último aliento.

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