Todas las tardes, cuando el sol se esconde en el horizonte para que la luna lo extrañe en la noche, el anciano se sienta en la vieja mecedora de madera a orillas del mar en aquella solitaria y eterna playa. Su diversión es escudriñar aquel mundo de agua azul, en un vano intento por conocer los secretos que se esconden en sus profundidades.
Su imaginación vaga en libertad cuando la realidad se deshilacha y todo se hace posible.
Y comienzan a llegar de todas partes, las ánimas, los fantasmas de amores perdidos, los demonios del océano oscuro.
Puede ver las lágrimas de amor y odio que reposan en el lecho marino, también leer los poemas escritos con la savia del alma, escucha los gritos de amor y de terror proferidos, y se horroriza con el agua enrojecida por la sangre derramada en mil batallas.
Otea a aquellas civilizaciones perdidas, a las razas extintas, esas miles de naves de otros mundos que bajan del cielo para desaparecer por la línea del horizonte, monstruos jamás vistos, bellos y horrendos, inimaginables.
Se encuentra tan ensimismado en sus historias marítimas que no percibe la llegada de una Barca Gris, majestuosa, eterna y fría, con su proa encallada en la arena.
La ve cuando una bandada de gaviotas cruza volando en la puesta del sol sobre el mar, emitiendo sus graznidos musicales, lo trae de vuelta.
Se emocionó al verla pues era la que estaba esperando tiempo atrás.
Sabía de su existencia pues había leído la leyenda en un viejo libro de hojas amarillas y cuero gastado y curtido.
Existe desde el inicio de los tiempos. Los dioses la crearon con los materiales más nobles del Universo, madera y sogas fuertes, velas de seda, amor, paciencia y luz.
Recorre todos los mundos para recoger y transportar a las almas hacia alguno de los paraísos existentes, esos mundos de ensueño.
El anciano se alegró al verla pues sabía que el momento de partir se avecinaba y estaba dispuesto a emprender el viaje ya que contaba con todo lo necesario: un corazón pleno de amor y un alma rebosante de recuerdos guardados celosamente en una vieja maleta de cuero marrón.
En ella atesoraba los juegos y las risas con su hermano, también el desamor de sus progenitores, pues eso le enseñó a él a ser un buen padre.
Estaban sus amigos, el recuerdo del colegio de curas, su primer amor, aquellas rutas solitarias en el jeep de su padre, el recuerdo de esos días donde el frío y la lluvia caían sin piedad sobre el mar gris y el cielo negro era surcado por rayos estallando en el aire. Como no llevar también el sándwich enorme de salame y queso casero preparado por el viejo Ismael Blanco, el dueño de un legendario Almacén de Ramos Generales ubicado en las alturas de Sierras de los Padres cuando era un niño de nueve años.
Llevaba el recuerdo del primer beso con Silvia a los catorce años, aquellos partidos de fútbol y rugby con los amigos de la infancia y la adolescencia y de cuando la música se apoderó de su vida.
La poesía mal escrita, pero con infinito amor que guardó en un cajón para María Amelia y la primera vez que hizo el amor con Cecilia.
Guardada celosamente estaba la muerte de su hermano y el duro pero aleccionador servicio militar a sus diez y ocho años.
Allí extrañó su cama con colchón suave y sabanas limpias, la buena comida, la ropa planchada, el calor en el ambiente.
Y conoció otras cosas como por ejemplo la solidaridad y el compañerismo y disfrutar de las pequeñas cosas, como mirar al cielo estrellado en una noche de guardia. Por suerte nunca tuvo que utilizar su fusil.
En un rincón de la maleta estaba la dolorosa partida de su casa paterna entre lágrimas y mucha tristeza. Su casa era un cementerio por la muerte de su hermano y él no quiso vivir entre cruces.
El alejamiento, aunque necesario, fue algo que nunca dejó de estrujarle el alma
De no haberlo hecho, quizás no hubiera encontrado nunca su camino en la vida.
Allí entremedio, estaba su primer trabajo en la gran ciudad y el casamiento con su novia de los dieciséis años. Pero solo duró dos años. Se separaron para vivir sus vidas. Ella había perdido a su padre y ese drama hizo que repensara todo.
Guardada en la maleta estaba también la soledad más profunda.
Sin su hermano, sin sus padres, sin su novia de adolescente, sintió que la vida se había ensañado con él.
Más con el alma rota y una desilusión enorme se preparó para retornar al camino, al comienzo solitario, aunque por poco tiempo pues Mercedes se cruzó en su camino y sin darse cuenta, muy pronto estaban recorriendo juntos, la ruta. Y fue con dientes apretados, mucho amor y tesón que salieron adelante pues nada les resultó fácil.
Y aparecieron las alegrías, los mejores recuerdos como el nacimiento de los hijos, el crecimiento de ambos, verlos graduarse, enamorarse para luego partir. Casi sin darse cuenta del paso del tiempo, se casaron con buenas personas y poco después llegaban los nietos, el regalo más preciado.
Los buenos momentos con amigos y familiares, viajes, fiestas, asados, noche de pizzas y juegos.
Y en el último de los rincones de aquella mágica maleta estaban también las tristezas; la despedida de familiares queridos, crisis económicas, pérdidas, desilusiones y ausencias. El divorcio. Era todo, no se había olvidado de nada.
Y con él estaba ella en la vieja cabaña. Sabían que cuando llegara se irían juntos en la Barca. Nada los separaría, nadie dejaría atrás a nadie.
Cuando el hombre cumplió sesenta años, creyó que tenía la vida vivida hasta que la conoció a ella en un viejo bar escuchando canciones de una buena banda de jazz. Allí se miraron, él se acercó, la invitó a tomar algo, se sentaron en la misma mesa y entre canción y canción, sus manos se entrelazaron.
Fue entonces que se dio cuenta de la segunda oportunidad que le regalaba la vida: una nueva vida por vivir. Ella apareció de la nada y se convirtió en todo. El apareció y fue todo para ella.
El tiempo, inexorable, dejó huellas en sus cuerpos, cicatrices, surcos en el rostro, cabellos blancos, manos temblorosas, caminar lento y mala vista.
Pero no se quejaban pues en realidad no eran otra cosa que claras marcas de haber vivido.
Lo importante era haber adquirido la noble sabiduría que otorga la vida.
Tiempo atrás habían decidido encontrar la paz y la serenidad. Fue entonces que dejaron todo en la gran ciudad y se mudaron a aquella casa en la playa. Vendieron todo para poder cumplir el sueño de vivir en una casa frente al mar.
Aquí, los días transcurren serenos, con amaneceres increíbles, atardeceres de ensueño y noches mágicas. Los vientos juegan, las estrellas se esconden y los peces, cuando la playa solo es alumbrada por la luna se acercan a la orilla para regalarles a estos nobles ancianos, un concierto celestial.
Casi que no se hablan con Laura, no hace falta ya, con solo mirarse se entienden. Veinte y cinco años juntos…otra vida vivida.
Cuando la noche invadió la playa con sus silencios y mudos gritos y el suave arrullo de las olas lamiendo las orillas le hacía cosquillas al alma, el anciano regresó a su hogar para besar a su mujer y contarle. Se abrazaron largamente.
Tomaron la cena a la luz de las velas y contemplaron juntos las estrellas en una noche de ensoñación mientras la barca continuaba allí, encallada y silenciosa, misteriosa y eterna.
Se acostaron en su vieja cama y aunque lo intentaron, no se durmieron.
Se quedaron conversando hasta que callaron.
Comenzaron a mirarse profundamente a los ojos y el dialogo se hizo más profundo.
Se durmieron cuando el sol jugaba en la habitación con las sábanas. Fueron pocos minutos más no les importó.
Sabían que nunca más se cansarían.
Se miraron y sonrieron pues sintieron que la hora había llegado. Debían partir hacia otra vida.
Se vistieron, tomaron sus antiguas maletas, revisaron que estuvieran todos los recuerdos y el amor y caminaron en forma lenta hacia afuera, con sus manos muy juntas sin mirar atrás.
Antes de irse curiosearon por la ventana hacia adentro y allí estaban ellos, dormidos para siempre.
Mientras avanzaban por la playa una enorme alegría los invadía pues eran los últimos instantes de una vida plena y maravillosa que el Universo festejaba con un estallido de luces y matices, acompañados de bellos aromas.
Al llegar a la Barca, subieron por la escalerilla hasta la cubierta y se miraron emocionados.
Una vez arriba, de todas partes comenzaron a aparecer parejas felices que se acercaban a darles la bienvenida.
Ninguno de los dos sintió el momento en que comenzó a moverse la nave. Fue muy suave, lento, casi armonioso.
Y en ese instante, en el cielo aparecieron dos manos perfectas. Una, sostenía una paleta de colores imposibles de creer que existieran.
La otra, con suma delicadeza sostenía el pincel con el que comenzó a inundar el firmamento de tintes mágicos, logrando que cambiara el paisaje. Era otro mundo, otra tierra, el mismo amor.
Pero duró poco o mucho. Como saberlo. Nadie puede asegurar que el tiempo es un reloj que avanza, que el segundo es segundo, el minuto es minuto, la hora es hora, el siglo son cien años y la tierra tiene cuatro mil quinientos cincuenta millones de años.
Así fue que en un tiempo indecible todo desapareció.
El lienzo llamado cielo se volvió totalmente blanco.
Pero poco a poco, la mano perfecta comenzó a dar sus pinceladas con un color negro azabache sobre aquel inmaculado fondo.
Al terminar todo regresó a tener sentido. Aquellos dos colores mutaron al sepia, ese color marrón oscuro y de saturación débil tan característico en las viejas fotos.
Rafael y Laura eran ahora, dos personas que se amaron hasta el ultimo suspiro, sonriendo en una hermosa y vieja foto para que la guardaran en el corazón, sus seres queridos. Pues así querían ellos ser recordados. Que dieron todo en la vida y recibieron todo también.
La ancestral Barca se adentró en las profundidades del mar hasta perderse en el horizonte donde una bola blanca se escondía y otra tomaba su lugar en aquel Cielo azul.
F I N
Richard.
OPINIONES Y COMENTARIOS