No fue el golpe de la ventana al abrirse bruscamente por los embates del viento. Ni el arrullo de la lluvia al chocar con el empedrado. Fue: su olor.

Se asomó al exterior, sacó el brazo y dejó que la lluvia empapara su mano. El petricor invadió su nariz. Con la vista perdida en la lejanía, se abandonó al deleite, que el aroma de la humedad, le proporcionaba en su imaginación; evocando en su memoria grandes momentos vividos. Entornó los ojos y se dejó llevar por los recónditos caminos de su cerebro.

Minutos después, cerró la ventana y ajustó la maneta. Volvió al sillón, se recolocó en él y cerró los ojos. Por un instante se dejó mecer por el ronroneo, ahora sí, de la lluvia primaveral.

El persistente olor a tierra mojada escarbaba en su cerebro aflorando sensaciones que fueron arrinconadas, hacía mucho tiempo. Ahora, las emociones, volvían a tomar posición pasando de puntillas por los episodios menos importantes; menos alegres. Como si se tratara de una elección para la supervivencia, los momentos felices tomaron el primer puesto, dando el definitivo paso para salir de su cautiverio. Sonrió ante la placidez del recuerdo exento de melancolía

Se incorporó y con paso firme, casi acelerado, (podría decirse, apresurado para su edad) dirigió sus pasos al salón. De pronto, paró la marcha; estaba indecisa. Se cuestionó si debía continuar, después de meditarlo; siguió andando. Ahora sus pasos eran cortos: más lentos; con parsimonia llegó hasta el bufé. Plantada frente al mueble se quedó totalmente quieta; titubeó, pero tras el ligero desconcierto se decidió. Abrió el cajón y extrajo un voluminoso álbum de fotografías. Lo colocó sobre el mueble y fue hojeándolo con delicadeza. Las amarillentas páginas mostraban anotaciones de acontecimientos de su larga vida; escritos puntuales: testigos de otra época. Aunque sentía una alegre excitación, el ritmo lento con el que pasaba las hojas, no se debía a su fragilidad debido a la edad, era otra cosa; la duda. Ansiaba volver a verle pero sabía que debía alargar el encuentro.

Ahí estaba. Sí, seguía allí, pasó ligeramente su mano sobre la fotografía y acarició la imagen. Se preguntó ¿Cuántos años habían pasado desde que se hicieron aquella fotografía? Una eternidad, se respondió mientras exhalaba un largo suspiro teñido de melancolía.

Alzó la cabeza y sus ojos tropezaron con ella. Su mirada se detuvo ante el espejo y observó su imagen. Sin poder precisar su primera impresión, (estaba en la edad en la que las personas retienen el pensamiento envuelto en nubes) asumió que estaba en lo cierto, que la luz iluminaba su cerebro; la reconoció al instante.

Impactada se acercó gradualmente a la imagen reflejada; fijando y concentrando su mirada. Durante un momento se quedó completamente inmóvil: observaba. El espejo derramaba sobre la joven una luz especial, la imagen se había fijado al vidrio. Aquella mujer que la miraba de frente, tenía sus mismos rasgos; era joven y soñadora. Ella, por el contrario, hizo un rápido cálculo mental “Sería… unos setenta años mayor” pensó quemuchos de sus sueños habían sido logrados”. Asumió, una vez más, que por lo menos, de su trayectoria profesional; no se podía quejar. Aunque no tenía amigos, en ese sentido siempre fue una mujer solitaria, jamás se sintió sola. Su soledad fue su elección. Concluyó que la vida la había tratado bien.

La joven sonrió tímidamente. Era una visión fascinante. Ella le devolvió el gesto con un guiño mientras sospesaba la situación; ambas se estaban comparando.

A pesar de los años transcurridos, la mujer de carne y hueso supo que seguía siendo la misma, que no importaba que su tez estuviera marchita; que ya no fuera una lozana rosa.

—Me alegro de tu presencia —dijo animada—. Aún eres muy joven. Vivirás grandes momentos y conseguirás triunfos insospechados.

Volvió a recorrer con la mirada la página abierta del álbum, se recreó leyendo sus antiguas anotaciones. Entornó los ojos para poder percibir mejor los detalles que mostraba la instantánea y de nuevo retornó al espejo. La imagen de la muchacha se mantenía fija.

El ánimo de la anciana fue creciendo, le agradaba la atención que la joven prestaba a su monólogo. Buscaba, extraía y mostraba las antiguas fotografías. Creció la confianza y fue relatando instantes, anécdotas y vivencias, plasmadas en las fotos que por supuesto, no fueron elegidas al azar. Consciente, la mujer, alargaba el momento para lanzar la gran noticia, su mejor historia, la más alentadora y tierna aventura que la vida le había proporcionado.

—Aquí estamos todos, fue entonces cuando nos conocimos.

La anciana mostró al espejo la imagen de un grupo de jóvenes, era el retrato de los alumnos del curso de 1945.

—Es este —dijo mientras repiqueteaba con el índice sobre la imagen de uno de los rostros—. Aquí no se aprecia, (la fotografía, en blanco y negro, se había cubierto por una pátina que desfiguraba la imagen). Era rubio, sabes; muy guapo.

Se había enamorado locamente de su compañero de estudios, un chico de su misma edad que se matriculó en el Instituto durante el curso de 1954. Alto y guapo. Rubio con mirada de cielo y labios de fresa. Jamás habían mantenido una conversación, ni tan siquiera, habían cruzado una sola palabra, pero durante mucho tiempo; fue el principal protagonista de su vida.

—No me mires así, yo también he sido joven.

El espejo, exhibía a una joven que seguía las evocaciones de la anciana con una pícara mirada y una leve sonrisa en los labios.

—Soñaba con abordarle en clase y soltarle una declaración de amor y, aunque era lo que más deseaba, jamás me habría atrevido a tal cosa. No, no digas nada ¿por qué no podía yo tomar la iniciativa?, te preguntarás. Porque eso, no era lo correcto. Eran otros tiempos.

Volvió a mirar el retrato, rozó el rostro del muchacho con la yema de sus dedos, plegó los labios formando un círculo y lanzó un ligero ósculo al viento.

—Una vez tuvimos un encuentro fortuito. Te voy a explicar un secreto —susurró.

La superficie del cristal se empañó, se había acercado tanto que su aliento había quedado prendido en él. Instintivamente dibujó un corazón.

—Era una tarde luminosa. Después de un típico chaparrón de primavera, el cielo se mostraba de un azul intenso y el sol brillaba con gran esplendor, el aire era fresco y olía a tierra mojada, desde aquel día, me gusta el aroma de «tarabañá». Como de costumbre, al salir de clase mi amiga y yo volvíamos a casa, pero aquel día, teníamos que dar un pequeño rodeo para ir a la imprenta a comprar material para la clase de dibujo. Un grupo de compañeros caminaba delante nuestro, entre ellos, estaba él; reía sonoramente. Todavía puedo escuchar aquella melodiosa risa. Nos aproximamos al grupo y caminamos con aire indolente casi pegadas a ellos, mientras caminaba soñaba que era una más del grupo. Me sentía feliz; yo formaba parte su pandilla ¡éramos amigos! Su alegre risa llenaba mi corazón de esperanza, ¡me sentía tan cerca de él! Inesperadamente, él se paró para atarse los cordones de un zapato, sobresaltada di un paso a un lado; temía ser descubierta. Tropecé y se me cayó el cartapacio desparramándose su contenido por el pavimento. Quería escabullirme, ocultarme, desaparecer. ¡Qué vergüenza! Él, en cambio, se acercó y me ayudó a recoger aquel estropicio, había unos cuantos papeles sueltos, entre ellos: un poema que aquella misma tarde había escrito. Me los entregó a la vez que me guiñaba un ojo. No sabía cómo interpretar aquel gesto ¿habría leído el poema? ¡Ojala!, eran unos versos dedicados a él. Estaba tan perpleja que ni siquiera le di las gracias. Él por su lado tampoco articulo palabra alguna y con paso ligero siguió su camino al encuentro de sus amigos.

La anciana recitó, entre dientes, las palabras de aquel poema.

«No te conocía y ya te necesitaba.

Me faltaba el aire, y no respiraba.

Un día te encontré. ¡Felicidad anhelada!

Me llenaste la vida de dicha.

Compartiremos felices nuestra lucha.

El crepúsculo de doradas llamas

orienta mi camino y grito unas palabras

¡Eres como el aire que respiro!

El viento me acaricia las mejillas,

tu fragancia, en la nariz, me hace cosquillas

y colma mi espíritu de alegría

¡Oh. Sutil, etérea, felicidad!

Vuelve la calma y susurro

¡Eres como el aire que respiro!

A lo lejos se oye tu voz ¿o es mi eco?»

El corazón dibujado momentos antes, en el espejo, seguía indemne. La joven, ante las cavilaciones de la mujer, como espectadora de piedra, mantenía una postura indiferente.

—¿Sabes cuantas veces había soñado un momento así? Quiero decir; que él se diera cuenta de que yo existía… Me sentí tan feliz. Me vinieron ganas de correr tras él y darle las gracias, pero durante un instante reflexioné; había pasado el momento. Me faltaba valor, quizás cuando me lo encontrara en el Instituto me atrevería y le agradecería su ayuda. Claro que, quizás no me reconocería; nuestro encuentro había sido tan fugaz. Volví a la realidad, yo no formaba parte de su cuadrilla. Lo mejor sería que esperara otra ocasión y que fuera él quien diera el primer paso. Jamás ocurrió. Al poco tiempo a él; se le escapó la vida. Tras su muerte anduve desorientada. Nada me ilusionaba, era como si yo también hubiera sucumbido bajo las ruedas de aquel automóvil. No me case, no tuve hijos. Y aún hoy, sigo pensando que muy pronto estaremos juntos.

Una lágrima furtiva se deslizó silenciosa por su rostro. Movió la cabeza para desechar los tristes pensamientos que se habrían camino en su mente. Parpadeó y expulsó lentamente el aire acumulado en sus pulmones. Pasó unas cuantas hojas más del álbum. Con el ánimo renovado, los mejores recuerdos se agrupaban para ser aireados.

—Te lo he dicho antes ¿recuerdas? Serás feliz.

No obtuvo respuesta. Siguió con su soliloquio.

—Tu vida estará llena de buenos momentos, eres una gran luchadora, tu carácter es amable y tu espíritu bondadoso. En tu juventud, tendrás algunos amoríos de besos robados sin llegar a más. Tu madurez la dedicarás a proyectos, que por supuesto serán culminados; conseguirás alcanzar tus metas y obtendrás bienestar, prosperidad y estabilidad. Tu vejez…

No siguió hablando, al pensar en el presente, reprimió sus palabras. ¿Cómo se denomina a una mujer que es más mayor que una mujer madura?, más que una… no le gustaba aquella palabra ni tampoco aquel esnobismo de “tercera edad”. Sintió una oleada de tristeza, le dolía pensar en su presente, no tenía una palabra para definirlo. Ella era mucho más vieja que “una anciana”; había superado los noventa años.

De repente, los reflejos se esfumaron sin producir ningún sonido. Una neblina se cernió sobre el espejo: lo borró todo. La imagen de la joven fue sustituida por la de la anciana. Inmediatamente una luz se expandió revistiendo el espejo. Era un espectáculo fascinante; una nueva realidad con un nuevo significado.

—He sido feliz y me doy por satisfecha —musitó a la nonagenaria dama del espejo.

©María Teresa Marlasca

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS