EL FUTURO ES NUESTRO

EL FUTURO ES NUESTRO

«La vida es un continuo aprendizaje», se decía el hombre mientras repasaba la factura del supermercado intentando cuadrar las cuentas al tiempo que pensaba en qué comercio debía aplicar los vales que iba acumulando tras cada transacción. No era tarea fácil ya que el anciano tenía un hondo sentido de la solidaridad y se dedicaba a recorrer todas las tiendas de su pueblo, gastando aquí y allá equitativamente para sostener la economía de la zona. De ese modo, al acumular vales diferentes, debía estar de continuo repasando lugar, caducidad y objeto de posible compra futura. 

Honorio Hernández Hontanilla (así se llamaba nuestro protagonista) era todo un personaje. 

En su juventud ya apuntaba maneras cuando se dedicaba a robar («distraer», en su decir) arcilla del Recholar anejo al cementerio de su pueblo. De esa fábrica de tejas toda la rapacería se proveía del material para fabricarse artesalmente canicas que luego eran pintadas de vivos (y venenosos) colores. Pero en ínfimas cantidades, claro. 

Honorio, no. Lo hacía a kilos. Al fin le pillaron por una tontería. A la muerte de su gato decidió inmortalizar el recuerdo del felino haciendo un mausoleo al estilo de los que albergaban los restos de famosos toreros. Levantó una masa que recordaba las montañas del Far-west y colocó un minino de prudentes dimensiones, casi un puma. Añadió ovillos de hilo, reproducciones de peces, pelotitas y algo así como una camita adornada con canarios. No se le ocurrió otra cosa que colocarlo en la trasera del cementerio, cerca del osario. Pero no fue castigado. Antes al contrario, logró que un mecenas chiflado le pagara los estudios bajo promesa de que haría lo propio a su muerte erigiéndole una estatua de mármol de Carrara, como las de Miguel Ángel… 

No sé qué fue de aquello pero sí me consta que en la Universidad, en el Madrid de los años -70, no se le veía por las Bibliotecas. Prefería el estanque de patos a los pies del muro de la cárcel de Carabanchel. Otrora se le oía declamar «El cementerio marino» mientras paseaba entre las tumbas del camposanto de San Isidro. 

Tuvo novias. Le aguantaban un mes. Lo justo para entender que Honorio tenía más querencia por las fotos de las difuntas que por los rostros de los vivos. De hecho estaba perdidamente enamorado de una joven de rasgos  desdibujados, de color sepia, ya difuminados por el tiempo. «No tengas prisa, sabré esperarte», se leía al pie del casi daguerrotipo. Más allá, otra lápida estaba adornada con un reloj. Y su leyenda correspondiente era como un aviso para navegantes: «¡La hora fatal!». Lo único que no soportaba era la grandilocuencia de Cuelgamuros y obviaba la visita al Pudridero si tenía la obligación de ejercer de cicerone en El Escorial. Ello le suponía un dinero adicional que facilitaba su  vida de pura subsistencia y le permitía hacer pequeñas excursiones por el país. 

Convendréis que los paseos por tales avenidas y «jardines» podían acabar con la paciencia de cualquier muchacha de barrio a la que seducía más perderse en las últimas filas de cualquier cine de doble sesión… 

Así que el bueno de Honorio tuvo que contentarse con un matrimonio concertado por poderes. El encuentro con la que más tarde sería su mujer durante cuarenta años se demoró tanto que cuando se produjo hubo innúmera  cantidad de ayuntamientos que, indefectiblemente, derivaron en partos seguros. La frecuencia y exactitud eran tales que todo el vecindario apostaba ya no sobre el día de nacimiento del correspondiente churumbel sino sobre la hora y el minuto. Quince vástagos dio la fértil hembra que hacía honor a su nombre: María de la Concepción. 

A finales del siglo XX Honorio tuvo que realizar un largo viaje por motivos de trabajo. Los Jardines de Paz de Tulcán, el Parque Arqueológico de San Agustín, el mismísimo Arlington y otros lugares similares eran el único objeto de atención y de envío postal. 

El tiempo pasó para todos rápidamente. Algunos hijos de Honorio y Conchita murieron en tierras lejanas. Los gemelos (siempre unidos, hasta en el final) se estrellaron con su avioneta. Una hija fue dada por desaparecida en un seísmo. Otra, militar, falleció en acto de servicio en Oriente Medio. El benjamín siempre andaba escalando ochomiles para luego publicar su experiencia, con mucho éxito crematístico. Los restantes terminaron componiendo su vida y se alejaron de la casa matriz para no regresar jamás. Conchita cogió unas fiebres extrañas y unas toses sospechosas a principios del año 2020… 

No le dejaron ver su cuerpo. Ese que él recorriera centímetro a centímetro sin prisa, durante tantos años. El que le daba calor en los pies. El que era como un metrónomo en la madrugada: «pom-pom-fíuuu…, pom-pom-fíuuu…» Todo corazón, soplo incluído. 

A raíz de aquello decidió dejar de cantar y aislóse en una residencia de ancianos, por mejor nombre, geriátrico. Para ser más exactos, la antesala de la morgue. 

Tonto no era aunque olvidara algunas cosillas. Nada importante. ¿Quién necesita un nombre cuando no hay quien te llame? ¿Para qué quieres esos pesados libracos llenos de fotos viejas de gente desconocida? 

No, no era lerdo y se percataba perfectamente de los movimientos estratégicos de la directiva en torno a las viejecitas de mal aspecto pero vestidas con buenas telas y adornadas con valiosas joyas. Rectifico. En torno a las cuentas bancarias de las citadas señoras quienes solían hacer un silencioso tránsito al estilo de la virgen de Mantegna… 

Entre montar un escándalo y poco más o ser práctico, se quedó con lo segundo. Aprovechando un fin de semana largo, de esos de puente y medio, hizo el petate y marchó de ese lugar no sin antes «limpiar» el despacho del director de todo aquel documento que pudiera incriminar a terceros en los asuntos de herencias y donaciones con/sin libre albedrío. Por pura previsión. 

Desapareció para todos menos para mí que le sigo con muchísimo interés. 

Afincado le tenemos hoy en una ciudad que no descubro para proteger su intimidad. Se dedica a recorrer los campos aledaños todas las mañanas. Hace kilómetros a un ritmo muy interesante. Dobla algunos días, trotando por la tarde. Todos sus recorridos se reflejan en un aparato telefónico que recoge y guarda sus pequeños logros no exentos de cierta vis cómica, de sano humor, en la interpretación artística que de ellos hace y comenta cuando los sube a las redes sociales en las que suele zambullirse con frecuencia. 

Haciendo honor a su nombre, Honorio, es una persona cabal. Entiende que su existencia tiene un sentido que no alcanza a comprender en su totalidad pero que le exige una respuesta personal que no hurta. Es por ello que colabora con la Cruz Roja del lugar, alejándose de cualquier forma de poder o representación que deja a las damas más relevantes quienes acaparan solios en iglesia, casa de cultura, comisión de festejos y cualquier otra actividad relevante. Él no. Es como una hormiguita laboriosa. 

Hace su comida, lava su ropa y compra con juicio. 

La sirenas le hacen llegar cantos de solidaridad que ignora sistemáticamente. Los Rotarios Irredentos, la Asociación de los Hijos de los Héroes del Alcázar, la Cofradía del Nazareno Resucitado, el Club de Escritura Cántabro Fuentedé, Salvemos el Onagro Ibérico y otras muchas corporaciones mendicantes pretenden dar bocado en la exigua pensión que disfruta, bien ganada, por otra parte, según mi opinión. Honorio tiene sus propios pobres a los que socorre con monedas, alimentos, cierta dosis de cariño y breve pero sustanciosa conversación. 

Algo que le irrita sobremanera es el cacareo diario de una información que, entiende, siempre es sesgada.  Nunca se creyó aquello de «la juventud mejor preparada» (¿para qué hoy?, reflexiona), ni tampoco le convence la coletilla de «nuestros mayores, tan queridos y a quienes tanto debemos» (a las estadísticas de fenecidos, nos remite), por lo que es extremádamente crítico con las previsiones de futuro de color de rosa que hacen llover los responsables del mando social. «Cuán largo me lo fiáis», suele comentar mientras moja su bollo en un café con leche y desgrana argumentos ante una viuda con la que coincide habitualmente en la churrería los domingos, después de misa. Porque acude con cierta frecuencia a los actos que se desarrollan en la fresca iglesia. Siempre hay alguien a quien despedir. El ambiente es saludable y el incienso le recuerda a su feliz niñez (al menos así lo quiere creer). Puede cantar a gritos sin que le miren mal. Y, cuando no hay nadie, los sonidos de los numerosos relojes distribuídos por todo el ámbito, vienen a ser como una salmodia relajante sólo rota por el escándalo que se organiza cuando se marcan las horas número diez, once o doce: la disintonía hace sonreír a nuestro hombre que escucha tamaño guirigay con hondo placer. 

Y hablando de placer es muy curioso cómo ha resuelto el asunto del sexo. Yo no estoy aquí para juzgar a nadie. Por ello no me escandaliza el que Honorio haya contratado a una hermosa señora que puntualmente le arregla la casa, mueve los muebles pesados, quita el polvo de los lugares donde se acumula y le realiza una serie de masajes curativos en cervicales, espalda y piernas. Alguna vez y considerando que la amistad nacida entre ellos les da licencia, realizan una coyunda tranquila y prolongada, muy satisfactoria para ambos. No hay promesas ni proyectos. Es un epifenómeno de la amistad nacida al socaire de los últimos procelosos tiempos y que llevan con una discreción monacal. «Sex sano in corpore no sepulto», dice ella modificando la sentencia latina, lanzándose, acto seguido, con sutil habilidad sobre el cuerpo de nuestro amigo que se excita lo que le permiten el buen juicio y las pastillas para la tensión y el control de grasas que toma dos veces al día… 

Yo continuaría contándoos cosas de Honorio, anécdotas curiosísimas, episodios heroicos e, incluso, meditaciones muy íntimas pues estoy facultado para ello. Pero no quiero aburriros en demasía. Por ello voy a colocarme de nuevo en el lugar que me han asignado a la espera de que me consultéis a través de estas páginas virtuales. Si os asalta la curiosidad y deseáis saber quién soy sólo tenéis que acudir a cierta población marinera de todos conocida y en su puerto, en uno de los cuadros colgados en la parte protegida del rompiente, me veréis sonreír, subido en una falúa, rodeado de mis antiguos compañeros de faena, a quien Dios guarda. 

Sí, soy el de la boina. 

Nos veremos. 


NOTA DEL AUTOR

Han llegado a mí numerosas preguntas sobre Honorio que no he podido responder con coherencia, por falta de datos. 

Puesto en contacto con la figura del ancestro narrador, este, dejando su estática labor de posado histórico, gentilmente me ha remitido a una última misiva del señor Hernández Hontanilla, publicada en Facebook. 

Paso a reproducirla en su integridad por si fuera de interés. 


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