La bruja

La anciana mujer que vivía sola en la casa sobrevivía a la partida física de toda su familia, sufría una artritis muy dolorosa, pero encontraba fuerzas para barrer las hojas del patio mientras en cada rincón del antiguo hogar tropezaba un recuerdo que la llenaba de melancolía.

En la casa propiamente, limpiar era una lucha constante, las arañas tejían en todo rincón disponible y sus temblorosas manos no bastaban para eliminarlas por completo. En la cocina mantenía una tetera con agua para preparar su té con las hojas de toda clase de plantas medicinales que su enorme jardín le ofrecía. Cada hojita de romero, cada tallo de albahaca, su oloroso anís estrellado, sus ramas de malojillo, le recordaban al esposo, a los hijos, a los nietos que se fueron a otro país, o a ese intenso cielo azul que sostenían las copas frondosas de los árboles del patio.

Algunas veces veía su rostro en el espejo y pensaba ¡Esa no soy yo! Entonces giraba su cuello para mirar la foto donde abrazaba a su esposo y a sus niños pequeños, allí si encontraba su rostro; colgado en el centro de la sala. Se quedaba abrumada de pensamientos agradables, mirándose durante un largo rato, recordándose, diciéndose en silencio ¡Allí estoy! ¡Era una mujer hermosa! 

Antes del mediodía llegaba el muchacho que le traía frutas y verduras, plátanos y topochos, a cambio se llevaba ramos de yerbabuena, cilantro, menta, toronjil, valeriana, entre otras de sus plantas para vender en el mercado. Esa mañana le hizo un ruego ¡Ay mijo! ¡Tráeme un pedacito de queso! Y el joven le prometió que lo haría.

Cuando el patio comenzaba a oscurecer, ella caminaba hacia la casa, guardaba el cepillo, la palita y el rastrillo, cerraba la reja con llave y solo cuando la imagen del cristo doloroso se erguía tenaz frente al patio, ella se tranquilizaba y se iba a bañar.

Aquellos sonidos extraños que se escondían en la impenetrable oscuridad del patio estremecían la madera del Cristo puesto sobre la mesa, ella bajó de la hornilla los pedazos ya cocinados de una auyama anaranjada que el muchacho le trajo en la mañana, con un tenedor preparaba el puré de auyama cuando escuchó al pesado cristo caer de espalda sobre la mesita que colocaba frente a la reja del patio. Volteó a mirar y las nervadas manos de una mujer hicieron temblar la reja, ese ser llevaba el rostro tapado con su propio pelo, la impresión desprendió de sus manos la taza con el puré.

Algunos pedazos de auyama rodaron hasta los pies de la oscuridad, pero por toda respuesta, el ser nervudo se subió aún más a la reja, entonces tomó la escudilla con el resto de agua caliente y lo arrojó en el rostro cubierto de aquella bruja. Por un instante, toda la noche se sumió en un silencio perturbador, tomó el coraje necesario para caminar los seis pasos que la separaban del cristo caído; cuando ya estaba muy cerca, una mano puntiaguda acompañada de una risita escalofriante atravesó la reja, tomó al cristo por la cintura y lo hundió en las tinieblas.

En la pequeña sala que usaba de comedor y que como un ancho pasillo desembocaba en la reja que dividía a la casa de aquel patio, la oscuridad inició su avance, lo primero que vio hundirse en la tenebrosa cortina negra, fue la reja que servía de división, luego una parte de la mesa donde colocaba la imagen del cristo doloroso iba desvaneciéndose como las luces que la sombra desplaza al caer la tarde.

Confundida por ese extraño fenómeno volteó a mirar el cuadro de Rafael y le pareció que aquel hombre que compartió su vida durante cincuenta años, clavaba sus ojos en ella. De la oscuridad que ya tomaba casi toda la sala comedor surgió la figura de la nervada bruja, el pelo cenizoso y muy largo tapaba su encorvado rostro, el silbido de su risa burlona surgía de un lugar profundo, parecía venir del ahora lejano patio, ella retrocedía sin saber qué hacer, al voltear por última vez hacia Rafael tropezó con el desnivel de la sala y cayó desmayada al piso.

Con cierto nerviosismo, pero animada por la claridad que ofrecía el intenso sol de la mañana, abrió la reja que separaba a la casa del patio, todo parecía normal, menos los pedazos esparcidos sobre el suelo de su querido cristo doloroso. Aquella cruz partida en trozos como si una bomba le hubiera explotado encima, le confirmó que lo vivido no había sido un sueño. Su mirada recorrió el suelo salpicado por pocas hojas secas, todo estaba como siempre, sin embargo los brazos y piernas partidos del cristo le decían otra cosa.

Los gritos del muchacho del mercado la sacaron de aquellas cavilaciones, aún con su bata blanca de baño salió hacia el jardín, el chico cortaba largas ramas de orégano y las amarraba con un cordel. 

¡Guacala! -Farfulló de improviso cuando unas ramas taciturnas se le enredaron en el pantalón- ¡Doña Matilde! –Le gritó desde uno de los rincones del jardín- ¿Por qué no quita esta “hierba de brujas”? La mención de esa palabra llamó su atención y por eso quiso confirmar el comentario del joven preguntándole ¿Es mala hierba? ¡Peor Doña Matilde! ¡Es la hierba espanta brujas! ¿No siente el mal olor? La nonagenaria se acercó hasta el borde oriental del jardín donde las flores amarillas de la Ruda se desperezaban tratando de encontrar un lugar en esa tierra atestada de plantas y flores, ella conocía la Ruda por su peculiar olor, pero jamás había escuchado que se usara para espantar brujas.

¿De dónde sacas que espanta brujas? –Le preguntó al muchacho mientras acariciaba aquellas hojas con curiosidad- ¡Ah! ¡Mi abuela las colgaba en las ventanas disque pa espantar las brujas! ¡Vainas de viejos! ¡Perdóneme Doña Matilde! – Dijo finalmente al salir del jardín- Al partir con los manojos de ramas sobre su hombros le hizo dos recordatorios a la anciana ¡En la bolsa está su pedazo de queso! ¡Si va a espantar brujas Doña Matilde recuerde recoger la hierba de noche! ¡Solo así funciona! ¡Jajajaja!

Esa tarde no limpió el patio, se dedicó a reparar las múltiples mutilaciones de su cristo doloroso, la prematura noche comenzó con ensordecedores truenos, el cielo oscurecido por negros nubarrones desde la media tarde, presagiaba una fuerte lluvia que en verdad no le preocupaba, sin embargo, una lluvia tormentosa significaba que podía haber un apagón y eso si la atemorizaba.

Cuando el reló de Antonio señalaba las siete en punto, ella comenzó a cortar las ramas de Ruda, aquellas hojas verde azuladas y las acongojadas flores amarillas se veían grises en el anochecer, pero los relámpagos aparecían con su intensa luz y arrancaban los colores brillantes de aquellos tiernos manojos. La lluvia comenzó a caer, primero en gruesas gotas que golpeaban las ventanas y estremecían las rosadas flores de su valeriana, pero antes de que el terrible aguacero se desatará logró entrar de nuevo a la casa con cuatro racimos de Ruda entre sus temblorosas manos.

En la mesa cercana a la reja del patio se sentó, afuera la lluvia se intensificaba, pero los salientes del techo en aquella hermosa construcción mantenían la caída de agua lejos de ella, en las heridas abiertas del cristo gastó toda su provisión de “pega loca” ahora le tejía a la querida imagen un abrigo de Ruda, adornó sus brazos extendidos con los pequeños capullos sin abrir de las flores amarillas y el resto de las olorosas ramas le sirvieron para tejer un hilo que atravesaba la reja del patio. Apenas terminaba de colocar la línea de protección cuando el temido apagón ocurrió, la oscuridad se instaló en todos los espacios como si de pronto la lluvia hubiese bajado un telón.

Detenida un instante en la lóbrega quietud de la noche húmeda y oscura, recordó haber olvidado poner al alcance algunas velas para ésta situación, sin embargo respiró profundo y trató de ubicar la gaveta donde tenía algunas. Su paso vacilante la llevó hasta su propia habitación, cruzó frente a el escaparate de roble que Rafael le regalara el día de la boda, dentro del lujoso mueble aún conservaba en buen estado su precioso vestido de novia, al pasar por el ancho espejo un luminoso relámpago puso un segundo de luz en toda la casa, volteó a mirar su propio reflejo, pero no vio su rostro, vio el no rostro de la bruja y no supo si alucinaba o si realmente ese ser ya estaba allí.

Ya el nerviosismo estaba instalado en su cuerpo, pero igual estrujaba los interiores de su gavetero tanteando el ceroso cilindro de las velas, una risita burlona y un suave aleteo del aire a sus espaldas le hizo desparramar el contenido de una gaveta en el piso, sus pies resbalaron sobre la redondez de la vela y cayó suavemente al lado de la cama, tomó la vela con sus temblorosas manos, los dedos dolorosos acariciaron la suave serosidad de la mecha, había pensado en encenderla con la cocina, pero ahora estaba muy lejos de allí.

Un nuevo relámpago le enseñó la macabra figura de la bruja flotando frente a ella, entonces pensó en la terrible soledad de los últimos veinte años, pensó en lo fácil que sería llamar a un nieto y pedirle un fosforo de la cocina, pero nadie estaba allí con ella, todos la habían abandonado, ni siquiera la muerte venía a darle consuelo, si tan solo una vela alumbrara su miseria…

Cerró los ojos, y al abrirlos de nuevo la vela estaba encendida, la suave luz de aquella llama se unió al silencio de una lluvia callada, en el espacio frente a ella flotaba la bruja, su rostro cubierto del largo y cenizoso pelo era despejado lentamente por las puntiagudas manos nervudas de aquel ser. Cuando pudo ver su rostro, una ráfaga de brisa apagó la vela.

Durante varios días el muchacho llamó a Doña Matilde, como no la vio más, su preocupación le hizo informar a la policía. Un grupo de bomberos forzaron esa mañana la puerta principal, la casa solitaria estaba cubierta de polvo y telarañas, era evidente que hacía algunos años que nadie la habitaba, al entrar a la habitación principal vieron un esqueleto sentado en el piso, justo al lado de la cama. Varias gavetas estaban tiradas y un grupo de velas yacían entre los huesudos dedos de aquel cadáver.

El muchacho caminó por el ancho pasillo de la sala comedor, pudo ver al cristo doloroso envuelto en ramas secas, el hilo tejido de la Ruda adornaba todo el largo de la reja, sobre el piso estaban varias bolsas de verduras y frutas ya enmohecidas y malolientes, también estaba el rancio pedazo de queso, afuera se podía ver un inmenso patio atestado de hojarasca. Cuando todos se retiraban él se detuvo frente al cuadro donde Rafael la abrazaba a ella y a un par de niños, pudo reconocer el rostro joven y hermoso de aquella mujer, juntó sus manos en una breve oración y terminó diciendo ¡Mientras me dejen, juró que cuidaré siempre su jardín Doña Matilde!

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS