Recuerdos y más recuerdos…

Recuerdos y más recuerdos…

Beaa Ali

08/03/2021

Clara tiene una vida chiquita y muy simple. Se levanta todos los días, saluda a su gato Ramón, desayuna, y sale corriendo para el colegio donde da clases. Es maestra jardinera, y tiene a cargo salita de tres. Se pasa horas y horas allí, dedicándose a sus niños. Amor es lo que le sobra. Cuando llega a su casa la recibe su felino atigrado con un fuerte “miau”

Todos los domingos va a almorzar con su abuelo, Adolfo. Es el día de la semana más esperado por ella, ama los recuerdos que él le cuenta en cada visita.

Aquel domingo de otoño, Adolfo se levantó temprano, como siempre. Preparó su desayuno, un rico café con leche, con tostadas de queso blanco y mermelada de naranja. Se sentó al sol; tomó lápiz y papel, se disponía a hacer la lista de elementos necesarios para cocinar esos exquisitos canelones que tanto le gustaban a su nieta. Mientras tanto, escuchaba las noticias que pasaban por la radio sobre el nuevo virus de murciélago que provenía de China. Sabiendo que el presidente había decretado la cuarentena con el fin de equipar los centros de salud necesarios para atender a la gente contagiada que revestía cierta gravedad; los supermercados y almacenes estaban abiertos solo en horarios cortados y con muchos protocolos.

Él debía ser rápido y expeditivo, ya no podía andar con tantas vueltas, por eso era necesario llevar consigo el listado para no olvidarse nada. Se vistió apurado, tomó el barbijo, la máscara, los guantes de silicona y el alcohol en gel. Listo para salir. Le parecía increíble andar por la calle con tantas cosas.

Caminó una cuadra, mientras pensaba que la ciudad se convirtió en un pueblo fantasma, sin vida; negocios con persianas bajas, la gente encerrada en sus casas, los colectivos vacíos. Todos aterrados, inventando que hacer, escuchando día tras día los noticieros, mostrando escenas de hombres con trajes de astronautas desalojando geriátricos donde el virus se había desparramado y metido en cada hendija del lugar. Los casos de infectados aumentaban en Europa, Estados Unidos, y Brasil. Millones de muertos, la mayoría gente mayor como él- pensaba.

Sintió que un escalofrío le corría por el cuerpo al darse cuenta que estaba en la calle. Y agradeció tener la posibilidad de vivir solo, porque aún mantenía sus facultades mentales intactas, y no estar en alguno de aquellos geriátricos, donde depositan a los mayores con demencia senil o Alzheirmer al no poseer familiares que los puedan cuidar en sus propias casas. Así la vida se convirtió en la muerte. Ya ni siquiera podía ir a caminar al parque. Si lo encontraban por ahí, la policía lo enviaba de regreso a su casa. A la noche, Adolfo escuchaba como la gente aplaudía en agradecimiento al trabajo de los médicos, y de los basureros, quienes en ese momento pasaron a ser valorizados.

Al entrar al supermercado le tomaron la temperatura, y le rociaron sus manos con alcohol. Él observaba el miedo en la cara de los otros, o tal vez era su propio miedo reflejado en los demás. Parecía una película de ciencia ficción, y él, su protagonista principal.

Con la mayor rapidez que pudo, fue pasillo por pasillo eligiendo los artículos que había seleccionado previamente. Compró dos atados de acelga, un pote de ricota, unas nueces, un paquetito de pimienta negra en granos, un kilo de harina, una docena de huevos, leche, unos tomates para la salsa, y un rico vino blanco. Corroboró con su lista que no se hubiese olvidado de nada. Cuando iba camino a la cola de la caja, volvió en busca de un pote de dulce de leche que tanto le gustaba, así de postre le hacía a su nieta panqueques. Ahora sí, enfiló para la caja. Había delante suyo aproximadamente tres personas, todas tomando la distancia correspondiente. Al llegar su turno, pasó los productos, pagó la cuenta, y la cajera le pidió nuevamente que le muestre sus manos para rociarlo con alcohol. De regreso, al entrar en su casa, se sacó los zapatos, tomó las bolsas y limpió cada una de las cosas compradas con un trapo mojado en lavandina. Cumplió con cada uno de los cuidados del protocolo, no quería contagiarse. Estaba ansioso por preparar el almuerzo. Clara era la única persona que lo visitaba. El resto de la familia se consideraban muy expuestos, y preferían no verlo para cuidarlo.

Enseguida puso en una olla con agua hirviendo la acelga, mientras preparaba la mezcla para hacer los panqueques. Una vez que tuvo todo listo, los armó junto con la ricota y las nueces, y cubiertos de salsa de tomate los llevó al horno con queso fresco encima, para gratinarlos. Lavó todo. La cocina debía estar impecable para cuando llegase su nieta.

Aproximadamente a las doce y media, tocaron el timbre. Adolfo estaba tan alegre que salió directo a abrir la puerta. Pero no era Clara. Una señora con una niña pequeña pasaba pidiendo ropa. Él la hizo esperar unos minutos, volvió a entrar, y en su dormitorio tenía preparada una bolsa para donar. La tomó y se la dio. Volvió a entrar, controló los canelones en el horno, y puso un buen tango para cantar.

Al ratito, llegó Clara. Ahora sí, era ella. Al abrir la puerta la vio allí, tan linda, con su barbijo puesto, y tuvo unas ganas terribles de abrazarla y besarla, pero se contuvo. Sabía que la condición para continuar con las visitas de su nieta, era mantener la distancia que todos los médicos indicaban. La saludó fervientemente y la hizo pasar.

Ya desde el pasillo se sentía el aroma de esos deliciosos canelones que la esperaban. Ella le llevó una tarta de ricota que a él tanto le gustaba.

Se sentaron a la mesa, y disfrutaron del almuerzo. Después, caminaron por el jardín, era el momento en el que Adolfo comenzaría con otro de sus recuerdos.

-Escucha atentamente- le dijo.

    Y prosiguió así – Tenía aproximadamente seis años, vivíamos en una casa grande de techos altos, de esas casas antiguas tipo chorizo, con cuatro habitaciones. La que daba al jardín del frente- para mis padres; la de arriba- para mi hermano; la chiquita con una ventana interna al comedor- para mí; y la más grande que medía cinco por cinco, y se accedía a través de una pintoresca arcada -para los libros. En esta última todas las paredes eran biblioteca. Había de todas las temáticas, pero mucho de historia latinoamericana y argentina, de política, biografías de grandes autores, colecciones de filatelia de mi padre, enciclopedias, libros de jardinería, hasta un proyector de diapositivas y muchos cajones con fotos y películas para revelar; en el centro un gran escritorio de algarrobo y del techo colgaba una lámpara del mismo material.

    En el piso superior, dos grandes terrazas colmadas de plantas, Santa Ritas, azaleas de múltiples colores, malvones, enredaderas, jazmines, alelies, crisantemos, y platines de ají puta pario como los llamaba mi abuelo. Se había armado como una estructura metálica para hacer una pérgola en la terraza principal. Bajando por unos escalones en la otra terracita, sobre la medianera un gran jaulón que abarcaba toda la pared, así los pájaros vivían como en un hábitat natural y no en pequeñas cárceles. Allí volaban siete colores, cardenales rojos y amarillos, charrúas, calandrias, teros, loros, casi todos difíciles de ver en una casa. La habitación de esa terraza era el lugar donde mi padre metódicamente cuidaba a sus canarios amarillos, los criaba, los anillaba, hacía diversas cruzas para mejorar su canto. También tenía unos cuantos jilgueros que musicalizaban toda la casa. Mientras un papagayo azul y amarillo nos comía la pared. Dos tortugas terrestres, ya grandes se unían a este cuadro.

    A la entrada, un gran jardín con muchísimas plantas a ambos lados de una pequeña escalera, en la cual nos sentábamos las tardes de verano mientras jugábamos a la payana, acompañados de una calandria, llamada Coty, que volaba libre por toda la casa, y dos perros recogidos de la calle, el Boby, que era chiquito y gruñón, blanco y negro con bocio; y la Kuki, una perrita mediana, toda blanca.

    Por aquella época los carnavales eran inolvidables. Durante el día todos los chicos del barrio se juntaban en el jardín de casa con baldes y mangueras, preparábamos las bombitas de agua, rojas, azules, amarillas, naranjas; las manteníamos en los baldes para que el calor del sol no las explote, mientras otros desde la terraza comenzaban la guerra del agua con la gente de los dos talleres mecánicos frente a casa. Grandes y chicos todos juntos jugando el día entero, corriendo mojados por la cuadra, saltando al jardín donde había una canilla para cargar las bombitas. En los talleres, Beto y José, los dueños, parecían niños como nosotros, nunca se perdían de esa diversión.

    A la tardecita, nos bañábamos, y nos preparábamos para el corso. Mi hermano con apenas tres años, disfrazado de payasito; y yo con seis años, de español. La familia entera se iba al Club Juventud de Saavedra, donde el barrio se juntaba para disfrutar de la guerra de espuma, el corso, el baile y la llegada de cada una de las murgas, con sus disfraces y sus canciones.

    Las comparsas eran de todos los barrios. Acá estaban Los Magos de Saavedra, y Los Reyes de Saavedra, que llevaban trajes celestes y blancos llenos de lentejuelas de colores, grandes sombreros, y sus bombos con platillos. Nada más lindo que verlos bailar, al compás del Candombe Negro José.

    “Perdoname si te digo negro José
    Tú eres diablo pero amigo negro José
    Tu futuro va conmigo negro José
    Yo te digo porque sé
    Amigo negro José
    Yo te digo porque sé
    Amigo negro José”

    Por aquel entonces, el carnaval era respetado, querido, sentido, divertido, vívido. 

    Al igual que cada Fin de Año la quema de calendarios en la esquina de Arias y Quintana. Una gran fogata despedía el año que nos dejaba para darle inicio a uno nuevo. Todos los niños salían a la vereda con sus estrellitas en la mano. En Navidad, siempre algún padre de la cuadra se disfrazaba de Papa Noel, y con su camioneta entregaba, ilusionado y alegre, casa por casa los regalos a cada niño, quienes al verlo llegar gritaban y saltaban asombrados.

    El barrio era barrio. Las puertas abiertas, sentados hasta altas horas de la madrugada en las veredas tomando mate y charlando, disfrutando de aquellas noches de calor y calma.

    Recuerdo aquella tarde cuando mi hermano apenas de año y medio, había desaparecido. Lo encontraron haciendo la recorrida con el sodero del barrio. Y el día que se cayó encima de un gran cactus en el jardín, lo tuvimos que poner sobre una mesa y todos a su alrededor con pincitas de depilar le sacábamos las espinas.

    Ya más adolescente, otra de tantas tardes, era la hora de la siesta en pleno verano, no había nadie en la calle, estábamos sentados Susy, Ricardo, y yo en la puerta de casa, cuando de repente estacionó un auto, un hombre abrió la puerta y se abrió el sobretodo gris que llevaba puesto para mostrarnos su desnudez.  

    Y aparece Adela, mi primer amor; historia para el próximo domingo.

    -Gracias Abuelo, te amo. Ojalá yo hubiese vivido en aquellos tiempos – dijo Clara sonriendo.

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