Imaginemos el screen de la computadora dividido en cinco cuadrados. En cada uno de ellos, un ser de luz – así es cómo llamaré a mis adorados tíos y a mi madre, una de los cinco-. O mejor aún, una única imagen -en color sepia- de aquel abrazo, una impronta recreada en el afán de volver a verlos tan juntos como fueron sus vidas. Historias distintas que supieron fundirse en una sola y auténtica hermandad.
Recuerdo a lo largo del tiempo las diferentes versiones – amorosamente contadas- de cómo había sido aquel “día D” que tanto los unió. La concreción de un sueño de ellos y para ellos. Una jornada inolvidable donde el reencuentro sería el verdadero protagonista.
Estos seres luminosos que delinearon conductas, rumbos y afectos en toda la familia, fueron las semillas de un amor de inmigrantes maduradas en el sacrificio y la esperanza.
Cinco partos seguidos los de mi abuela Rosa, el primero del ´32 (hoy tendría 89 años), los siguientes hubiesen cumplido 86, 84 (dos de ellas) y el menor 82 años respetivamente.
Un “ramillete de bendiciones” que se disputaban ferozmente la exclusividad en la atención y los cuidados de la abuela a quien vagamente recuerdo.
ELLOS:
De los cinco hermanos Jaime era el segundo. Devenido en líder del grupo fue siempre el encargado de llevar adelante las “transacciones financieras mayores” como solían llamar a alguna que otra operación económica. Quizá por su falta de risa, su eterno ceño fruncido o por la costumbre de hablar tan alto, el tema es que al pobre no le duró matrimonio alguno. En nuestras cabezas de borregos alocados flotó siempre la idea que sus tres mujeres (con las que intentó armar familia), se habían escapado en plena noche, saltando ventanas y huyendo calle abajo para evitar ser trepanadas por sus histéricos gritos. ¡Pobre tío Jaime!, un verdadero “pan de Dios”. Nos decíamos entre risas que era más bueno que “Lassie atada comiendo Quaker”. No tengo primos de su parte.
Elena y Emilce, mellizas siempre juntas y con muy poco que ver una con la otra vivían para los recuerdos. Se habían quedado colgadas de aquella época de Perón y Evita, su fervor militante y de cuánto les había significado ese tiempo en sus vidas.
Su adolescencia y juventud las encontró abrazando una causa de justicia social que acabó con la vida de su única y mejor amiga, quien fuera baleada en un confuso episodio con la milicia. Recurriendo al soporte y protección familiar, decidieron aterradas radicarse en Montevideo por algunos años. Volvieron distintas, quizá algo más “descoloridas y serias”. Imperaba el gris en sus miradas pero no escatimaban abrazos ni besos cada vez que nos cruzábamos.
Rosita, la menor –abuela orgullosa de cuatro nietos adolescentes-, se jactaba todo el tiempo de ser la “canchera y pende” de la familia. Viuda desde hacía diez años, se ocupaba casi con exclusividad de acompañar a los chicos toda vez que su maltrecha columna lo permitía.
A diferencia de Jaime, este ser de luz reía todo el tiempo, por todo y por cualquier cosa. Parecía que nada ni nadie podría alterar su buen humor. Alguien contó alguna vez que superada su adicción a las anfetas, se había puesto “online” otra vez con la vida. Dejamos de verla por mucho tiempo. Nadie la nombraba o lo hacían por lo bajo. Y cuando volvió de su amargo y triste viaje de rehabilitación , ya nunca más descolgó la sonrisa de su rostro. Era definitivamente adorable.
En cambio, René el mayor de todos fue el más sufrido. Dueño de una inveterada timidez, calló y acató durante sus eternos tantos años los inalienables mandatos familiares. Se había transformado así en la sombra silenciosa del clan.
Un auténtico “tío de luz”. No necesitaba hablar, se movía despacio y abrazaba con fuerza. Miraba a los ojos y decía todo. Consentía con la cabeza y acariciaba tiernamente. Era ese al que cuando se le preguntaba algo, demoraba tanto en contestar que la conversación en el grupo fluía hacia otra dirección. Cuando llegaba su respuesta nadie la oía, quizá yo, alguna vez.
Habían vivido casi todo un siglo y se amaban entrañablemente. Por todo eso decidieron hacerse un último regalo: una inversión inmobiliaria que representaba la realización del sueño de sus vidas.
EL DIA “D”:
La tarde elegida para la firma del boleto y visita a la propiedad decidieron encontrarse en el viejo bar de Cabildo y Correa. Los conmovía la idea de compartir las mesas que antaño ocuparan Spilimbergo, el Polaco Goyeneche y hasta la misma Alfonsina Storni, vecinos ilustres de un Saavedra de malevaje y poesía.
Mientras aguardaban la llegada de los demorados se pidieron un té digestivo –para calmar los nervios y los retorcijones de estómago-, agua mineral sin gas y algunas galletitas secas, de esas no muy dulces.
Media hora para las 15:00 y ya estaban los cinco, frente a frente como lo hacían religiosamente cada semana.
Al igual que un Cuerpo Directivo o aquellos que emulan el accionar de una verdadera casta, estos cinco comprometieron sus miércoles de por vida para honrarse con un “five o’clock tea”.
Discutieron al principio si el sitio del emplazamiento del inmueble era el adecuado, pero como el precio pedido era más que conveniente, ninguna de las partes opuso finalmente objeción a la compra.
—¿Contaste bien la plata de la seña? — preguntó Emilce a Jaime. Sin responder a la obviedad, el ducho en negocios mostró a los demás el plano de acceso al lugar.
—¿Es pasando Ingeniero Maschwitz, no? —indagó Rosita que para ese entonces había pedido una gaseosa light para bajar las masitas. —¿No es un poco lejos? digo —continuó.
Molesto por las dudas del grupo, Jaime respondió a “cara de perro” —¿Pero a quién le importa todo eso?, lo que interesa aquí es que al fin podremos estar todos juntos. ¿Será posible que siempre me cuestionen cada cosa que hago?. ¿Será que nunca vamos a poder vivir en paz?- ¡Esto se hace así ahora porque es hora! — Silencio de radio a la mesa y la voz de Rosita pidiendo calma, esa que faltaba en cada uno de ellos. —¡Venimos bien, terminemos bien por favor!
EL VIAJE:
Habían convenido con el agente de ventas encontrarse en su oficina a las 16:30 y desde allí marchar todos a conocer la nueva adquisición.
Para ese entonces, Jaime transformado en el ideólogo de la operación (algo más tranquilo), no cesaba de hablar del tema y de lo acertado que estaba en llevar todo adelante. Aseguraba que
lo que verían les iba a encantar, que la arboleda de la zona era por demás añosa y ni hablar de la tranquilidad del barrio.
Presurosos se subieron al taxi-minivan y marcharon por Panamericana hacia zona norte.
Como chicos alocados contaban chistes, alguna que otra anécdota reciente de sus nietos, la última del Presidente y cada tanto se preguntaban cuánto faltaba para llegar a destino.
—¡Miren que linda se puso esta zona de la Horqueta, qué casonas! – descubrió sorprendida Elena mientras el chofer que “relojeaba” por el retrovisor comentó sonriendo: —“A ver chicas y chicos, este bonus track va de parte de la empresa” —y con una maniobra rápida sobre el display del autoestéreo lanzó al éter del cubículo una melodía que conocían de sobra: Paul Anka y su “Put your head on my shoulder” . Entre suspiros y miradas cómplices, Rosita tarareando la canción apretó con ternura la mano de René que se agitaba temblorosa y pálida producto de la quimioterapia. Sonrieron por lo bajo y volaron en la reminiscencia de bailes de estudiantina. Recordaban el batir de corazones al compás de esta canción y los furtivos besos arrancados a sus ocasionales parejas. Eran jóvenes resueltos a enredar el pudor en los juegos prohibidos de un tiempo de falsa castidad. Sin dejar de sostener la mano húmeda de su hermano, risueña y agradecida devolvió el gesto al conductor acercándole un caramelito de miel.
LA LLEGADA:
A medida que se acercaban la ansiedad y los nervios los iban acallando.
Llegaron prácticamente mudos a la oficina de venta donde un señor muy bien vestido los esperaba carpeta en mano.
Jaime, conocedor de la metièr se dejó llevar por el vendedor a través de un pasillo angosto que remataba en un cuarto con escritorio y computadora. Detrás de él y en silencio caminaban los otros cuatro.
Tres-cuarto de hora y estaba todo listo. El boleto, la seña, el rostro satisfecho del agente de ventas y la felicidad en las caras de los hermanos transformados en nuevos propietarios. Un sueño amasado por años y concretado en pocos minutos. Finalmente lo habían logrado.
IMAGINEMOS EL FINAL:
Hasta aquí mi versión recordada por tantos años. Más de una vez me pregunté -tal vez muchas-, cómo fue transcurriendo ese momento tan especial en ese lugar tan deseado. Por eso hoy me tomo la licencia de treparme alegremente a las patas de un dron imaginario y sobrevolar esos seres, acompañándolos en la caminata final hacia el sitio.
Los pensé de mil maneras y con mil palabras. Casi puedo verlos y desde una altura no tan grande llego a percibir sus gestos y sus emociones.
Distendidos y más alegres que nunca marchan a conocerlo. —Es más o menos a cuatro cuadras de acá, en aquella dirección— señala el agente de ventas al grupo, antes de iniciar el recorrido. —Podemos ir caminando, la tarde está agradable—
Y allá van Emilce y Elena, primeras e inseparables como habían sido sus vidas. Las sigue en silencio René mientras Rosita, acomodando la pretina de su jeans nuevo se cuelga dicharachera del brazo de Jaime.
Recorren despacio las diagonales de tierra que llevan al portal de entrada. El canto persistente de los zorzales recién llegados en esta primavera, les dan al paseo un marco y un aire de callecitas de
provincia. Los cinco corazones se estremecen de dicha en cada paso. Nunca hasta este momento un proyecto concretado en conjunto los ha unido tanto.
—Ahí lo tienen, todo de ustedes— dice sonriendo el hombre en tanto alcanza a Jaime un planito con la ubicación.
Entre sollozos de dicha se abrazan y cuando la sombra del gran cartel de entrada al Cementerio Privado Jardín de Paz comienza a cubrirlos, alguien suspira profundo y susurra: —“Ahora si ya podemos vivir en paz”—.
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