Solía ver a diario a la anciana Genoveva desde muy tempranas horas de la mañana recorriendo con su báculo de bambú las frías y aletargadas calles del pueblo de Cielo Roto. Muy campante y bucólica con su turbante blanco cubriendo su diminuta cabeza, envuelta en su felpudo saco azul, decorosa al llevar su vestido de gris azul puntillado, y en la espalda terciada una bolsita de cuero y tela donde guardaba varios de sus objetos personales, un atadijo de papeles y documentos que la acreditaban como dueña de unas tierras agrestes heredadas mucho tiempo atrás; y tal vez algunos mágicos amuletos, entre otras cosas de tocador y de hechicería de mucha importancia para ella.
Solía pasearse la vieja Genoveva muy cómodamente, a sus 90 años de edad, por las inmediaciones del alegre pueblo campesino. Aunque no era del todo un grato paseo.
Era para ese entonces el pueblo de Cielo Roto, un lugar distante, nublado y opaco anclado entre sierras montañosas colmadas de ríos copiosos y por vegetaciones abundantes y marañosas. Predominaban los senderos de los malhumorados herreros, de los reacios agricultores y pequeños labradores, de los aserradores y de sus capataces apostrados a las mulas trochadoras cargando las rastas y los bloques cortados de madera. Las alquerías y las posadas de los viajantes de otras vecindades. Una capilla de adobes marrones se alzaba justo en medio de la plaza pública. Los pobladores en su mayoría, eran serranos creyentes de Dios y los valores cristianos venidos de veredas miserables, habitantes de fincas de maíz y platanales.
Quienes veíamos a la anciana Genoveva en su madrugero trajinar, pensábamos que era simplemente eterna. Algunos otros, chismosos e imagineros, decían que la anciana Genoveva era bruja y tenía pacto con los espíritus de las montañas, por eso siempre la veíamos igual e imperturbable en su apariencia física.
Lo cierto es que la anciana Genoveva era muy amable conmigo, las veces que venía a la tienda de comestibles a traer la leche que vendía extraída de las chivas que tenía en sus establos, a pedir clavos y canela, tomillo y esencias, y a comprar ajos y berenjenas. Su cortesía y sencillez alegraban mi día.
Le tenía aprecio y respeto a la dulce anciana Genoveva siempre dispuesta a tratar bien a los demás. Sin embargo, esto no evitaba que los chicos del pueblo le hicieran mofas y arrojaran cosas cuando la veían. Ella se percataba rápido de que no la querían en el pueblo y pronto se escabullía. Algunos decían que la habían visto salir volando convertida en urraca. Pero esto suscitaba las risas de los escépticos.
Si era bruja, como afirmaban los pobladores del pueblo de Cielo Roto, entonces era una bruja de las buenas. Pero buenas o malas las brujas, la gente supersticiosa se asusta y confunde.
Atendía a la vieja Genoveva sin alterarme al verla. Ella me vendía la leche fresca de sus chivas y yo le vendía víveres, intercambiábamos palabras cordiales sin entrar en detalles de asuntos simples.
Me alegraba su pícara sonrisa, y aunque me parecía enigmática su mirada, no dejaba de ocasionarme una grata dulzura.
Los pueblerinos al verla se concentraban a mirarla detenidamente, revisándola con las miradas suspicaces.
Algunos le tenían miedo, otros parecían nerviosos y afectados por su presencia.
Ella no parecía darle importancia a la curiosidad y malos pensamientos de los campesinos. Y trataba de pasar desapercibida, aunque no lo lograba.
Se murmuraban muchas cosas sobre ella, que raptaba niños que convertía en pájaros, que a veces llegaba al pueblo en las noches convertida en lechuza, que cantaba sobre los tejados de la capilla del pueblo convertida en jilguero, que podía cambiar de forma humana y ser un muchacho o una joven bonita, o convertirse en un animal feroz, un lobo o un perro de monte.
Pero nunca nadie comprobó esas atroces historias sobre ella.
No creía que la pobre y sencilla mujer tuviera esos poderes sobrenaturales, trataba de no pensar en eso.
La anciana Genoveva compraba dulces y golosinas. A su avanzada edad se daba el gusto de comer toda fruslería que quisiera.
Afuera de la tienda de comestibles, se amontonaba una turba de curiosos que no la perdían de vista. Sin embargo, cuando la veían salir de la tienda con sus bolsitas de víveres, le abrían paso sin molestarla. Pero no siempre ocurría así, no faltaba el ignorante e inconsciente que le arrojaba un tomate podrido.
Por mucho tiempo compré la leche de sus chivas, y ella compró de igual manera lo que necesitaba llevar para su casa.
Su casa estaba ubicada en lo alto de la ladera, más allá de los aserríos del pueblo.
Era una casita humilde de paredes blancas tiznadas, de un techo algo destartalado. Un delgado camino adornado con flores silvestres, juncos y ramos de olivo que crecían en los alrededores conducía a la estancia. Detrás de la casa estaban los establos de tablas madederas donde cuidaba las chivas.
La anciana Genovevaa era una mujer muy laboriosa, dedicada a las labores del campo.
Me parecía que era injusto el trato que recibía de los moradores del pueblo de Cielo Roto. Sobre todo los niños que le hacían burlas y corros de desavenencia. Los mismos hombres y mujeres le atribuían maleficios, conjuros y hechizos, con mucho temor sentido. Aunque no faltaba el señor o la señora rica que la consultaba para la adivinación de la suerte. Pero la anciana Genoveva no se ocupaba de esos menesteres, como una vez me lo dijo. Afirmaba que no sabía leer ni escribir entre risillas atolondradas. Alguna vez sí me dijo que sabía el idioma secreto de los pájaros. Yo no lo tomé en serio, y sólo creía que eran ocurrencias de ella, debido ya a la avanzada edad.
Ella vivía sola, nadie conocía algún pariente o familiar suyo que la visitara o estuviera pendiente de su salud o al tanto de su cuidado. Permanecía sola en su casa de paredes blancas tiznadas por el hollín que se alzaba solitaria y misteriosa en la ladera.
Pasado algún tiempo, la anciana Genoveva dejó de venir a la tienda de comestibles. Sospechaba que de pronto le hubiera podido ocurrir algo. Por muchas semanas no trajo la leche de las chivas que me vendía. Entonces empecé a preocuparme por la suerte de la cándida mujer. Pregunté a varios conciudadanos si la habían visto, pero nadie sabía de ella.
Luego llegó el invierno, y el pueblo de Cielo Roto se anegó de lluvias torrenciales. Pasaron los días con el inclemente clima azotando los contornos.
Por mucho tiempo dejé de ver a la anciana Genoveva y nadie daba tampoco razón de ella.
Pero un día, despejado el cielo, decidí ir a buscarla hasta su casa de paredes blancas tiznadas en lo alto de la ladera. Me apresuré en llegar antes que empezaran a aflojar las lluvias matutinas sobre el pueblo.
Crucé las calles, y a los largos instantes arribé a los aserríos, luego alcancé el florido camino que conducía al rancho de la anciana Genoveva.
El viento de la mañana azotaba mi cara y traía zumbos de lluvias tempranas.
Al alcanzar el umbral grité su nombre, pero sólo contestó el ulular de un pajarraco escondido entre los matorrales. Al no recibir respuesta, empujé la puerta caoba entreabierta, y entré a la estancia. El interior de la casa estaba arruinado, una o dos chivas se paseaban tranquilamente entre el polvorín y los escombros de los suelos resquebrajados. Un olor rancio despedían las dos alcobas que conformaban la estancia. En la cocina destilaba el humo del fogón reverbero aun con tizones encendidos. Sobre el fogón bullía agua en una olla deteriorada. Por descuido habían dejado hervir el agua en la olla, sin procurar alguna esporádica revisión de su estado. Me asomé y descubrí que no era agua, sino un caldo mortecino.
Volvía a gritar el nombre de la anciana, pero sólo se escuchó el cabriteo de las chivas descarriadas.
La anciana Genoveva no se encontraba allí. Supuese que tal vez había dejado su casa a la intemperie y se había ido repentinamente de ella y del pueblo.
El abandono era más que evidente. Permanecí por algunos instantes sentado en una roída tarima, esperando que de súbito apareciera la dueña de aquel lazareto abandonado en la espigada ladera.
Luego el repentino viento sacudió las persianas abiertas de las ventanas, ocasionó ruidos de pisadas alertas, trajo aullidos de perros hambrientos.
Al rato llegó la lluvia y quedé dentro de la casa esperando que amainara para regresar al pueblo. La lluvia se precipitó torrencial y hacía crujir las paredes de la casa, las tablas desvencijadas de los establos, la línea borrosa y boscosa del camino.
Siguió lloviendo hasta entrada la tarde.
No me explicaba que pudo haberle pasado a la anciana Genoveva. Ya me inquietaba lo peor, la incertidumbre.
Adormecido por la lluvia me quedé dormido y me acomodé pertrecho en la tarima. El canto agudo de una ave misteriosa me despertó, pero ya era de noche y había dejado de llover.
Traté de enderezarme, agité los brazos estirándolos y me refregué los ojos. Al alzar la mirada vi una lechuza negra que había entrado precipitada a la casa, tal vez asustada refugiándose de las lluvias y del viento alzado en voces.
El ave estuvo mucho tiempo depositada en una viga de cedro, mirándome fijamente, emitiendo un chillido lastimero. Creí que estaba herida, pero no era así, sólo emitía esos silbidos comunicantes con cierto dolor para atenuar el zumbido del viento.
Me levanté de la tarima y eché a andar. La lechuza no perdía de vista ni uno solo de mis movimientos. Parecía vigilarme, impávida desde la viga del techo desplomado.
Abandoné la casa, retornando por el penumbroso camino cuyo surco de olivos, juncos y flores silvestres había sido despeinado por la salvaje lluvia.
La noche se había avecinado sobre todas las superficies. Un frío intenso caló mis huesos. Sentí desconcierto y malestar. Parecía estar ciego en medio de la bruma. Aunque en ningún momento me sentía perdido, solo confundido y desorientado. Trataba de sortear el bochornoso efecto del repentino sueño pasado.
Al rato, la negra lechuza de ojillos escrutadores, despavorida por los aires, cruzó el oscuro cielo, emitiendo su doliente canto.
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