El continuo fisgoneo, travieso y verdaderamente entrometido lo había involucrado hasta la punta misma de sus cuernos. Cobi, el trastolillo, se reconocía a sí mismo como miembro de la familia Portilla. Acompañaba la danza de aquellas manos sobre las amarillentas teclas del piano, escuchando la pieza… una vez más. Llegó a pensar que nunca oiría la obra completa pero la compositora asomaba resoluta esta vez. Las llamas de un candelabro colocado sobre el instrumento musical permitían mostrar tenuemente los movimientos de la artista, su expresión con halos de locura, el anciano pie pisando el oxidado pedal. Indudablemente era un final adecuado, el término de una etapa para este curioso duende doméstico.
Antes de consumirse, este curioso personaje les advertiría que este periodo de su existencia habitando dentro de la casa de los Portilla, no resulta para nada una experiencia feliz, no se rescatan valores ni siquiera para aplicarlos en la más mediocre de las fábulas, pero amigo lector, le reto, continúe leyendo.
Aquella melancolía que recorría las fibras de su chamuscada piel quizá era causada por una inoportuna inmadurez, pero precisamente por esa razón no la llegaba a
reconocer.
Ni por asomo renegaba del momento en el cual descubrió esta familia,
saltando de espejo en espejo a lo largo de toda la ciudad; husmeando, metiendo
las narices en donde no lo habían llamado, burlándose con cierta acidez de disparatadas escenas encontradas a través de aquel umbral. Entrometerse en distintos hogares
a través del cristal pulido era su costumbre, pero al asomar su negruzca y
enorme nariz delante de uno de los espejos de la casa de los Portilla, todo
cambió. La dulce balada escuchada desde el piano de Leonor lo «embrujó» desde el primer sonido.
El paso del tiempo se medía en pestañeos para este inofensivo ser, no obstante, Cobi había
estado aletargado en periodos importantes, el trastolillo ubicó sus memorias en el día del fallecimiento de Don Ernesto, esposo de Leonor. Cobi se recordaba a sí mismo manifestándose por medio de su «jurisdicción panorámica» traducida en reflejos, impregnando sus percepciones en los distintos ambientes de la casa, olfateando la tristeza irradiada desde la pianista y reproducida tibiamente en los hijos de la pareja, quienes habían vuelto a casa para participar en las exequias. El piano se encontraba en estado deplorable, la madera de abeto hacía tiempo que no lucía su otrora pulcritud y lustre. Al observar con nostalgia este detalle, Cobi tuvo la necesidad de mover sus recuerdos aún más atrás, al momento en el cual escuchó las primeras notas propuestas por Leonor. Aquella vez, asomó desde el umbral un dulce La Bemol en tiempos largos, la melodía lo condujo desde su oscura y confusa dimensión alterna, semejante a un eterno eclipse solar, hacia las fronteras más alejadas de su soledad. La brillantez del umbral que le señalaba por primera vez la morada de los Portilla era un actor secundario comparado al fulgor espiritual que los bellos acordes de Leonor le ofrecían a sus gigantescas y puntiagudas orejas, fue la primera vez que Cobi vio a la compositora; la ligera inclinación de la cabeza para dirigir su mirada hacia el hechizo musical que desplegaban sus flexibles dedos llamó la atención del trastolillo, un dulce éxtasis hizo presa de él rápidamente. Al imprimir de pronto un asenso de cuatro octavas buscando nuevos compases en Sol Menor, Leonor encajó una mágica sonrisa en su rostro, era el tono que buscaba, Cobi reproducía desde el otro lado del espejo aquella misma sonrisa sin percatarse siquiera de su propio gesto. Aquellos años fueron de real inspiración para Leonor, quien reflejaba en su creación armónica una etapa de su vida, despreocupada, optimista, destilando entusiasmo en cada nota, en cada golpe sobre el impecable teclado. La vibración de la música se acompasaba con su estado de ánimo y juventud. Cobi observaba desde su escondrijo los apuntes de la artista sobre una partitura aún en borrador, siempre acogió la curiosidad por el resultado final de aquella balada en construcción.
Algunas veces el trastolillo dirigía su atención hacia el dormitorio de la pareja de esposos, pudo ahí advertir el deterioro de Don Ernesto durante sus últimos años. Luego de que sus hijos, Raquel y Rubén, se hubieran mudado para construir su vida en otras ciudades la enfermedad del señor Portilla ganó protagonismo y fue haciendo mella en su destreza de vendedor, forzándolo a guardar cama, obligando a los esposos a vivir de la beneficencia pública y de las clases particulares de música que Leonor dictaba dentro de casa.
Aquel día de la muerte de Ernesto, Cobi no pudo disimular una buena dosis de excitación, los hermanos Portilla habían regresado. El hombre delgado, calvo y mal vestido no podía ser otro que Rubén, estaba sentado en el
ahora polvoriento sofá de la sala, revisando con decepción la colección de relojes heredada de su padre. Cuántas veces el alocado Rubén había transitado aquel espacio
de la sala, Cobi lo recordaba pateando un rompecabezas de tan sólo 250 piezas del «Naranjito» (la mascota del Mundial del 82) que nunca terminó de armar, no se necesitaba ser muy sabio o muy trastolillo para vaticinar un futuro no muy auspiciador para el irascible miembro de la familia.
Raquel
interrumpió sus percepciones al cruzar raudamente el pasillo principal del
segundo piso. Había salido del cuarto de sus padres. Raquel mostraba aquella expresión decidida, altruista, pensativa. De niña, Raquel
era muy difícil de descubrir, todo un reto interpretar sus frases al momento de oír sus
jactanciosos argumentos en cuanto al veganismo, o descifrar sus miradas y muecas
durante las discusiones con su hermano menor. Cobi se permitió un nuevo alto en sus remembranzas para añadir prolijidad en esta particular etapa… las discusiones…un espacio vivencial claramente marcado en la relación de estos dos hermanos, etapa intensa en un
primer momento, violenta luego y finalmente un día, dejaron de hablarse. Los
recordaba cruzándose en aquel mismo pasillo en infinidad de ocasiones, siempre
dejando en claro que tanto Rubén como Raquel iban perfeccionando su habilidad
en ignorar al otro de una manera realmente magistral. Cobi recordaba algunas tantas
experiencias similares en otros hogares, pero renegaba que se haya dado en casa
de los Portilla, su familia. Aquel periodo se vio cubierto con nuevas temáticas en la estructura armónica de la interminable obra de Leonor, los distintos ambientes resonaban con picos agudos en nota aguda Do, rompiendo los fraseos iniciales, imprimiendo rabia y decepción, añadiendo tiempos que parecían interminables, los dedos de la pianista se intuían rebeldes, hastiados y renuentes a volver a acompasar la melodía con el apacible «tempo moderado» del inicio. El trastolillo recepcionó aquel impacto polifónico y lo asimiló siempre como un complemento de las vivencias de Leonor. Como era su costumbre, la artista apuntaba en su partitura los nuevos avances, pero su anatomía denotaba también nuevos elementos. Su cabello azabache parecía haber sido jaspeado con un gris que parecía querer esparcirse hasta su propia aura, algunos pliegues se iban acentuando en su rostro, profundos surcos que remarcaban las nuevas expresiones que la mujer iba adquiriendo últimamente, muy lejanas quedaban ya las mágicas sonrisas.
La pubertad de Raquel marcó estragos en su
actividad indagatoria, en cientos de ocasiones Cobi esquivó su curiosidad para
trasladar su presencia espectral a otra estancia de la casa, brindándole a la joven muchacha privacidad, hasta que de pronto, Cobi se percató que la hija de los Portilla no habitaba más en aquella morada.
Luego que Raquel abandonara su hogar, no pasó mucho tiempo para que Rubén le siga los pasos. Un día, sin mayores preámbulos, el menor de los Portilla cruzó el hall principal, el cual empezaba a mostrar ya un lamentable descuido, y tras un portazo, se largó de casa.
El duende recordaba ahora el momento en que la puerta del dormitorio principal se abrió, apareciendo el ataúd que llevaba dentro el cuerpo de Ernesto. Dos funcionarios de la funeraria ayudados por Rubén bajaron el féretro y poco después todos partieron.
Es increíble cómo el paso de los años puede durar para un longevo duende lo que un tronar de dedos, pero las horas que Cobi se quedó solo en casa luego que todos acudieran al entierro de don Ernesto le parecieron una eternidad, la suficiente para sentir cómo su alocada soledad lo volvía a arrastrar hasta las penumbras de su real dimensión, cuales tentáculos que le recordaban que un duende puede fisgonear o admirar, pero jamás inmiscuirse emocionalmente con los que no comparten su realidad, una oscura neblina lo fue apartando de los umbrales de la casa de los Portilla, el trastolillo estaba a punto de renunciar a cualquier lucha cuando de pronto, las notas del piano de Leonor volvieron a penetrar su audición, Cobi se sintió como despertando de una nueva hibernación.
Colocando sus peludas garras sobre el cristal, pudo observar a la pianista golpeando con furia y pasión las teclas, pisando el pedal para evitar los silencios durante la repetición de acordes, acelerando el ritmo de la composición, buscando sentido armónico con un sutil arpegio que lo hizo estremecer. La escena se presentaba tal y como había terminado esta triste historia familiar, un justo final pensaba el duende al advertir su propio llanto. Leonor tocaba la pieza vestida con un velo blanco que flameaba a causa del viento que ingresaba por la ventana, sus cabellos lucían totalmente canos ahora y tampoco eran indiferentes a la brisa, níveos mechones le estorbaban la visión al ondear con tétrico desorden a lo que Leonor reaccionaba cerrando los ojos mientras que la pieza fluía decidida desde el mismo comienzo, alternando los giros melódicos según los momentos vividos en las diferentes etapas de su vida familiar, un inicio alentador, un tormentoso duelo de bemoles alterando los ritmos en los cuales aparecían sopranos susurrando la historia de este clan a punto de desaparecer, la melodía parecía enloquecer de repente, una cantata resonaba en extrañas estructuras que parecían proponer nuevas leyes musicales, las frases manifestadas en una tonalidad casi palpable empezó a mutar en imágenes y sensaciones; tiempo, arrepentimiento, esfuerzo, arte, ingratitud, frustración. El trastolillo hizo caso omiso a los mandatos de su especie y atravesó el cristal para danzar sobre el suelo de madera, el ventarrón sacudía también su pelaje oscuro, él había escogido ser miembro de una familia, y si esta familia estaba destinada a la extinción, pues Cobi se extinguiría con ella. Finalmente el viento derribó el candelabro sobre la madera seca de abeto y el viejo piano ardió como el papel, las cortinas y pisos se unieron al infierno, pero aún se lograban oír los acordes de la pieza tocada por Leonor. Cobi siguió danzando hasta que fue consumido por el fuego, segundos después, la música también cesó.
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