Cartas en el celular

Cartas en el celular

Luciana Flotts

20/04/2021

— ¿Le mandaste un mensaje?

— No. ¿Qué le voy a decir?

— Y, preguntale si se los llevó él.

— No. Lo voy a joder al pibe. — afirmó, mirando hacia abajo— Acá te dejo el aparato este.

Se metió las manos en los bolsillos y volvió a salir a la vereda. El almohadón que vomitaba relleno lo seguía esperando. Corrió el banquito de totora y se sentó bajo la sombra de la mora. Se había olvidado de la tetera y el agua estaría hirviendo.

— Me cago en la mierda— rugió.

Sacó dos hielos de la cubetera y los arrojó al agua burbujeante. Apagó la hornalla y volvió a salir. Estaba dejando el agua sobre el barro de la mora cuando pasó María, la nieta de Hortensia.

— ¿Cómo anda Don José?

— Acá estoy mijita, cargando años no más.

— ¿Qué dice? Si está hecho un péndex — aseguró la muchacha agitando la mano.

La vio alejarse y desaparecer. Pensó en Hortensia, su primera novia. Eran vecinos. Antes y ahora. Se besaron por primera vez en uno de los bailes del Club Social y Deportivo Villa Unión. Las chicas iban con su chaperona que la seguía detrás como una sombra. «Cuando te gustaba una piba, antes, tenías que preguntarle a la madre o a la hermana si la autorizaba a salir a bailar. No te perdían de vista ni cuando te tomabas una Bidu Cola. ¡Qué tiempos! Jugábamos a pasar el anillo para conseguir un roce. Un roce de una aterciopelada mano femenina. Un roce alcanzaba. O para estar lo suficientemente cerca para oler la Heno de Pravia. Competíamos para ver quién conseguía más carcajadas de las señoritas. El que mejor labia tenía era el ganador».

A Hortensia la visitaba todos los domingos a las cinco de la tarde. La sentaban entre sus dos hermanas solteras y a él le ofrecían una silla enfrente. Charlaban de cosas cotidianas. Ella le contaba cómo lavaba la ropa con sus hermanas. Cómo rallaban el jabón y pasaban todo por los rodillos. Lo anoticiaba de las novedades de la semana. “Mi mamá les volteó el cuello a tres camisas. Le ayudé a mi hermano a cambiar las suelas de mis zapatos. Rayé veinte choclos para la humita en chala.” Las tardes domingueras se transformaban en una tertulia de la cotidianidad. Todos estaban seguros que se casarían cuando ella cumpliera dieciséis. Pero no.

Una tarde de otoño caminaba por una calle de Ciudad y saliendo de la perfumería Ivon la vio. Sus pantorrillas de seda bailaban claqué en la vereda al caminar. Hermosa mujer, pensó. Diez veces tuvo que acompañarla mientras esperaba el colectivo. A la undécima vez le habló. El amor no tardó en nacer en ella también. Tuvo que romperle el corazón al confesarle su noviazgo con la vecina. Cecilia lloró y lo dejó parado, solo, en la calle. En ese instante decidió terminar su compromiso con Hortensia y casarse con ella. Los primeros seis meses de matrimonio fueron los días mas espectaculares de su vida. «¡Quién diría! Ochenta y dos años vivo, pero medio año de felicidad solamente. Nada más».

Con los hijos, todo cambió. Había que trabajar para que no faltara nada. «Ellos eran la prioridad y no nosotros Chacha. ¿Habremos hecho bien? No pudimos pensar en ellos y en nuestros sueños también. ¿Qué anhelabas amor? Ser madre y esposa. No creo, no».

—¡Papá! ¡Tus lentes!— le dijo, agitando la mano.

—¿Te vas?

— Sí, viejito lindo. Tengo otro laburo a partir de hoy. La guita no alcanza para nada en este país.

— Ustedes se la gastan toda. Ese es el problema.

— Chau, papi.

    También la miró mientras se perdía en el horizonte. «Uno se pasa la primera parte de la vida yéndose y al final solo ve a los otros marcharse. Hasta que uno es el que se va, al final».

    Su hija llevaba tres años separada. Trabajaba todo lo que podía para sostener un nivel de vida inalcanzable. Gastaba, lo que no tenía, en ropa, zapatos, maquillajes y peluquería. Todo para aparentar una edad que tampoco tenía. Por las noches, cuando todos dormían, la había visto escudriñar al padre de su hijo en la computadora. Él se había vuelto a casar y tenía una beba. Se iba de vacaciones todos los años y presumía sin piedad de su nueva vida. “Te compraste ese aparato para torturarte”. “¿Me estás espiando?”, había contestado ella secándose las lágrimas. Lo seguía queriendo y no se permitía amar de nuevo. Llenó con cosas, nuevas e innecesarias, los espacios que su esposo dejó en su vida. “Tu madre y yo éramos muy felices con tan poco”.

    Tenía tiempo de sobra para ver a la gente perderse a la distancia. Agarró el mate y ahuecó en la yerba. Cortó unas hojitas de burro, la planta que crecía junto a él. Las olió y su mente se llenó de recuerdos. Los mates con la viejita tomados debajo de la parra. Dulce en la mañana, amargo en la noche. Las sopaipillas nadando en la grasa hirviendo. Cuando llegó el cáncer se terminaron los rituales de cebada. Ya no había parrales ni yuyos, solo la clínica y el olor a hospital. Nunca más se sentó debajo de la parra. “Solo, no me siento ni en pedo”. No hubiera soportado mirar la silla vacía. Ese espacio tan lleno de nada que había dejado su viejita. Su vieja, su amor. La “Chacha” de todos. Su “Chachita”.

    No tenían celulares ni televisores con internet, pero cuando se miraban tocaban el cielo con las manos. Los viernes en la noche oían el radioteatro. Bebían un buen Malbec maipucino y pelaban un picado grueso. Después de la sopa él acariciaba alguna parte de su cuerpo. Escuchaban unos tangos en el tocadiscos y, a veces, milongueaban un poco. Tango y sábanas eran correlativos. Al amanecer las arrugas eran incontables porque se habían amado desesperadamente. La pasión, el respeto mutuo y el amor incondicional les habían ayudado bastante en su matrimonio.

    Las lágrimas ya le habitaban los ojos cuando lo escuchó.

    — ¡Abuelo! — era su nieto regresando de la facultad.

    — ¡Eh, che! ¿Cómo te fue?

    — Nada mal viejito querido — le respondió sacando el celular del bolsillo del pantalón.

    — La verdad no me puedo quejar — rio.

    “Mis ojos deben estar en su pantalla”, pensó. Parecía que la vida estaba metida en ese aparato. O que era imperioso meterla allí. Todo cabía en él. Lo que comían. Los lugares a los que iban. La gente con la que se encontraban. “Cuando yo era como vos nos mirábamos a los ojos y nos apretábamos las manos”, le había dicho cien veces. “Ahora también lo hacemos, abue. Pero cuando no se puede, nos mandamos cartas por acá”, le respondía sacudiendo su teléfono.

    —No entiendo por qué le sacan fotos a todo.

    —Queremos fijar el hoy, abue. Los teléfonos son museos del presente.

    —Cuando yo era chico, para sacarte una foto organizaban una ceremonia.

    —Por eso mismo, ahora es más fácil y le sacamos fotos a todo, abuelito.

    —¿Y la viñeta blanca y verde que se llena de numeritos? El `guasá´ ese, ¿cómo se llama?

      —WhatsApp, abue.

      —Ese. Tu madre lo mira cada cinco minutos. Y vos lo conocés más que a tus huevos.

      —¡Abuelo!

      —Sí, es así.

        —No entiendo. ¿Por qué es tan importante estar conectado con los extraños? A la familia no le dan pelota.

        —Viejito querido de mi corazón. Es lo que hay. No tenemos muchas opciones. Si no seguís la onda te quedás afuera del mundo.

        —Sí, pero, ¿dónde queda el cara a cara, el abrazo al amigo, la caricia en la mejilla, la palmada en la espalda y las lágrimas volcadas en la camisa por alguien a quién consolaste?

        —Zapata, si no la gana, la empata. ¡Abuelo mío de mi alma! ¡Lindo sos! ¡Hermoso!

                                                                                     ***

          — Me compré un celular.

          — ¿En serio? ¡Qué bueno abuelo!

          — Sí … — afirmó no muy convencido.

          — ¿Y dónde lo tenés? Te ayudo a configurarlo.

          —Sí, hagámoslo arrancar al aparatejo ese. Lo tengo en el ropero.

          —Lindo, che. Lo vamos a dejar sin contraseña para que no se te complique. ¿Te pongo WhatsApp?

          —¿El globo verde ese con el que habla sola tu madre?

          —¡Ja, ja, ja! ¡Sí! Son mensajes de voz.

          —Sí, ya sé.

          —Te voy a agregar al grupo de la familia, ¿ves? Estamos todos: el tío, la mami, yo.

          —¡Ah! Cuando los quiera tener a todos juntos de nuevo aprieto aquí.

          —Sí, abue. Allí estamos…

          —Por eso nunca los encuentro…

          —¡Abuelo, abuelo! Dejá de quejarte y juguemos a los videos.

          —¿A qué vamos a jugar?

          —Al fútbol.

          —Vení, salgamos al patio y pateemos la pelota que hace una tarde hermosa. Estás pálido por tanta pantalla.

          Se lo compró cuando salió de la clínica. El médico le había informado que el cáncer de próstata era imparable. “Otra vez el olor a hospital». Por las noches escribía las cartas. Nadie lo vio. Las escondió en el secretel de su pieza. Eso fue lo más fácil. Lo complicado fue enviarlas.

          La noche después de su cumpleaños se fue para siempre y nunca más lo volvieron a ver. Cuando la Chacha estaba viva iban mucho al Carrizal. También lo buscaron allí. Pero no hubo suerte. El abuelo desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. O el agua.

                                                                                     ***

          «Hola, Joaquín, soy el abuelo. Te escribo para decirte que cambié mi opinión sobre estos teléfonos. No es verdad que no sirvan para nada. Sirven para algunas cosas. Pero no para todo. Nunca te olvidés que las mejores cosas pasan frente a frente y con la gente que amás. Los olores y los abrazos no pasan por el celular. Sé feliz siempre que podás. Te quiero: abue.»

          «Hola, Adriana, soy el papi. Te escribo porque me voy a visitar a la mami. Además, no creo que vuelva. No llorés. Estoy muy enfermo y no quiero que me metan en un hospital como a ella. Tampoco quiero que ustedes dejen de vivir para verme desaparecer, lentamente, entre unas sábanas. Volvé a estudiar hija. No trabajés tanto. El auto nuevo que estás pagando te está costando un montón de vida. Hacé lo que te gusta y volvé a enamorarte. Tu exesposo no va a volver a tu vida, pero tu vida puede volver a ser buena, si vos querés. La respuesta está dentro tuyo. Te amo: tu papi.»

          “Hola, Juan, soy el papi. Te escribo porque me voy. Pero antes quería decirte varias cosas, hijo mío. Tenés que tomar una decisión, ya sos un adulto. Sos muy infeliz en tu matrimonio porque hiciste las cosas mal desde un principio. Si sabés que lo de ustedes no tiene arreglo, separáte y corré detrás de tus sueños. Si vos estás bien, tus hijos van a estar bien. Vivir bajo el mismo techo que ellos no te hace un buen padre. Tenés que estar siempre en sus vidas y amarlos. Te ama: papá.

                                                                                       ***

          Don José nunca volvió a sus vidas, físicamente. Pero antes de irse les dejó un legado de más de sesenta años. Les enseñó que si amás a alguien tenés que ir de frente, sin mentiras y con la pura verdad. Les enseñó que lo más importante de la vida apoya las manos y los codos sobre el mantel de la mesa familiar. Que los tuyos, son de fierro, aunque a veces te pueden fallar. Pero los de adentro son los más fáciles de perdonar. Él y su Chacha les dieron la vida y lo necesario para vivirla bien y poniendo el corazón en todo. José los amó con locura, aunque no se los decía todos los días. Y solamente les envió, a cada uno, un WhatsApp en toda su vida.

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