Clotilde y Remigio, luego de despedirse de Esteban, su hijo, ingresan al bar pizzería “Nuevo Entuerto”, de la ciudad de Buenos Aires, a un costado de la Plaza Once.

Iban tomados de la mano, pobremente vestidos, con bolsas de consorcio en las manos. Remigio llevaba tres, las cuales parecían pesarle bastante. De una de ellas asomaba una manga de lana marrón, de un pullover seguramente. Clotilde  cargaba con dificultad otras dos, una de las cuales tenía un agujero por el que asomaban una media raída por el uso y un mantel de colores. Al ser ancianos de cierta edad, su caminar es dificultoso y vacilante.

En el bar hay poca gente porque es temprano –apenas las 11:13 hs. de la mañana–, de manera que encuentran varias mesas vacías. Se sientan despacio, mirando para todos lados, como si no quisieran molestar a nadie. Clotilde indica la más adecuada, cercana al gran ventanal que domina la parte izquierda del local, así los podrán ver fácilmente desde afuera. Remigio, servil, acepta su consejo, dejando las bolsas encima de una silla que quedaba libre. Clotilde dejó las suyas en el suelo, al lado de otra.

Un mozo se acerca para preguntarles si se servirán algo. Clotilde responde que quiere un café con leche con dos medialunas. Lo mira a Remigio, quien pide lo mismo. Como estaban fatigados, continuaron relajándose en los siguientes quince minutos en que el mozo les trajo el pedido. Clotilde respiraba profunda y acompasadamente, mientras Remigio, si bien se veía cansado, resoplaba un poco sin denotarlo.

Como estaban hambrientos, engulleron rápidamente su opíparo desayuno. Remigio le hizo una seña al mozo, solicitando si podía traerles una porción de mermelada y mantequilla para acompañar las medialunas, cuestión que aquél se apresuró a acercarles. Luego, trabajosamente untó la mitad de una medialuna con ambos nutrientes y se lo ofreció a Clotilde, la cual aceptó gustosa. De manera que en cuestión de minutos, aunque con alguna dificultad propia de la edad, terminaron deglutiendo su desayuno.

Las horas fueron pasando, y también el mediodía, a partir del cual el bar se llenaba de parroquianos, muchos de ellos habitués del lugar, pues iban todos los días a comer pizza con gaseosa o birra. Remigio y Clotilde, luego de terminar rápidamente su desayuno, comenzaron a mirar alrededor un poco intimidados por la cantidad de gente, temiendo ser molestados, aunque nada sucedió. Apenas si cruzaron palabras en las dos horas y media siguientes.

Clotilde de vez en cuando repetía, incansablemente por lo bajo, dirigiéndose a Remigio:

–Remi, no lo ves… ¿No viene Esteban, viejo? ¿Adonde se habrá metido?

Y Remigio, invariablemente le respondía, medio mufado:

–No, Clota… todavía no lo veo…¡No te pongas nerviosa, ya llegará! Me aseguró que después de una horita volvería a buscarnos…

Y las horas continuaron pasando vertiginosamente. El bar pizzería, lleno al mediodía, volvió a vaciarse, y nuevamente quedaron en soledad… Y nuestros abuelos aumentaban su nerviosismo al ver que su hijo no regresaba a buscarlos… La mas temerosa de los dos era Clotilde, que había comenzado a temblar con sus manos entrelazadas, mirando especialmente hacia el ventanal que daba a la calle, acompañando su espera con un quejido bajo y continuo que por momentos parecía de dolor aunque no lo fuera. Se diría que temblaba por Parkinson, aunque en realidad lo hacía por histerismo, viendo que la estadía se les iba haciendo larga. Remigio, que también se impacientaba, consiguió disimularlo un poco, cerrando los ojos y dando unas cabeceadas por la modorra que lo embargó. Esa tarde le habían quitado la siesta a la que estaba acostumbrado, de manera que por momentos lo asaltaban ganas de dormir.

Aunque el mas expectante era el dueño del bar. Cuando observó que esos dos viejitos que apenas si habían consumido un desayuno, prolongaban la estadía en su negocio, comenzó a preguntarse qué hacer… no acostumbraba echar a nadie, aunque eran contados aquellos que permanecían tanto tiempo sentados en una mesa. Además notaba su tensión en aumento, casi desesperación en la mujer, mientras el anciano dormitaba…

El mozo que los atendió por la mañana, regresó por indicación de su patrón a preguntarles si querían servirse algo más; también, si les sucedía algo en que los pudieran auxiliar. Clotilde había entrado en una especie de trance, temblando en todo el cuerpo y emitiendo un quejido bajo y agudo, de manera que ni siquiera le respondió. Remigio en cambio se despertó de su modorra, y abriendo los ojos, despabilándose preguntó:

–¿Esteban regresó por fin, Clota? –Pero ella no respondió. Cuando observó su estado, quiso acudir en su ayuda, aunque su debilidad no le permitió ni levantarse. Trastabilló y casi se cae, pero el mozo lo consiguió atajar, ayudándolo a regresar a su asiento.

–¡Por Dios, Clotilde, que te pasa! Otra vez estás temblando como cuando te ponés nerviosa… ¿Tomaste tu pastilla para los nervios? Sabés que no podés dejar de hacerlo… –mirando hacia las bolsas que llevaban– aunque con este lío seguramente no sabés en que bolsa están… –dirigiéndose al mozo– ¡Por favor, ayúdenos! Nuestro hijo no vuelve a buscarnos… y ni siquiera sabemos en que lugar estamos…ni adonde ir si no vuelve…

–Están en Plaza Once, señor… al lado del subte.

Remigio se encogió de hombros.

–Para nosotros, es lo mismo que nada. Hace mucho que no veníamos para esta zona. Vivimos por Barracas, cerca del Riachuelo… creo. La verdad que ya no me acuerdo… Solo recuerdo el olor insoportable que hay en ciertas horas del día… ¡Clotilde, decile a este señor nuestra dirección! Ella tiene mejor memoria que yo, seguro que sabe…

Clotilde parece reanimarse. Deja de temblar, y presta atención al llamado de su pareja. Carraspeando un poco, trata de responder, aunque a pesar de su esfuerzo, no alcanza mas que a resoplar sin emitir ningún sonido…

El mozo, que ha comenzado a angustiarse, hace señas al dueño del bar, quien se acerca curioso comprendiendo que algo no anda bien.

–Estos señores esperan que su hijo venga a buscarlos… Podría haberlos abandonado, y ni siquiera saben adonde iban… –le informa rápidamente–.

El propietario da indicaciones para que llamen a la policía, comprendiendo que la situación de los ancianos es más complicada de lo que esperaban.

Inmediatamente, Clotilde rompe a llorar, al notar que su hijo no regresa.

–¡Esteban, por Dios, adonde te has metido! Hijo de mi alma, que te hemos hecho para que nos dejes en cualquier lado…

Remigio, ya despierto, trata de calmarla:

–Calmate, querida, por favor… Ya va a venir… debe haber tenido algún problema… quien sabe… ¿Cómo nos va a abandonar así? Por favor, sacate esa idea de la cabeza…

–Dios mío, Esteban… ¿qué te hemos hecho? –siguió gimiendo Clotilde– ¿Cómo podés hacernos esto? ¡Piedad, piedad! –persignándose– ¡Señor, no nos abandones en este momento de dolor…! ¡Piedad, Señor!

Remigio, lagrimeando también…

–Basta, Clotilde… nuestro hijo no puede abandonarnos así… –se golpea la cabeza con rabia– Realmente, no lo puedo creer, va a volver, ya vas a ver… Por favor, calmate…

El dueño del bar y el mozo, escuchándolos, comienzan a impacientarse. La policía recién aparecerá unos diez  o quince minutos después de que ha sido convocada, en medio del alivio general. Como también han llamado una ambulancia, un médico, luego de tomarle la tensión, le da un calmante a la anciana, de manera que ella puede proporcionar la dirección en que vivían, aunque aclarando que han sido desalojados muy temprano esa mañana porque ya no podían pagar el alquiler… cuestión que confiesan no entienden, puesto que con la jubilación de Remigio, y la de Clotilde como ama de casa, antes les alcanzaba y hasta sobraba para vivir…

Todos los presentes están conmovidos ante ese cuadro, que minuto a minuto cobraba dramatismo. Ya son las siete de la tarde, y hace mas de ocho horas que esperan al hijo que parece haberlos abandonado… Cuestión que ya se da por descontada. Por suerte, la policía concurre al domicilio que les proporcionaron consiguiendo el teléfono de otro hijo, Ricardo, que responde a su llamado y promete ir a buscar a sus padres inmediatamente.

Y el tiempo sigue corriendo. El mismo que se ha instalado en los rostros de los dos ancianos angustiados, con arrugas y ojeras que no solo testimonian su paso inexorable, denunciando además la fatiga y mala alimentación de ambos. Remigio y Clotilde, de 84 y 77 años, están debilitados por falta de atención debida seguramente a ese hijo que vivía con ellos, y los ha abandonado. Todo en su apariencia muestra desatención y falta de cuidados: su ropa vieja y remendada, la carencia de aseo, todo señala la desidia de que fueron víctimas hasta allí. Y para peor, ellos se han acostumbrado y no se sienten victimas del trato discriminatorio y despreciativo del que fueron objeto. Sólo claman por su hijo, para continuar con su martirio…

Todavía deberán pasar unos tres cuartos de hora para que aparezca el otro hijo, Ricardo, porque vive fuera de capital. Viene realmente preocupado. No puede creer que su hermano haya abandonado sus padres en un bar cualquiera de la ciudad. La última vez que hablaron por teléfono, Esteban le dijo que todo estaba normal y sus padres estaban bien, aunque ahora comprende que debió preocuparse más y comprobar con sus propios ojos los dichos de su hermano. Hacía casi un año que no veía a sus pobres padres, y nunca hubiera creído que su situación fuera tan penosa. Para colmo de males, también tiene problemas en su trabajo, y su mujer está embarazada de su segundo hijo…

Ricardo los abraza conmovido, tratando de convencerlos de que no se va a deshacer de ellos como su hermano. En su amargura, trata de demostrarles que los ama, que ha madurado y es mejor hijo que Esteban, aunque éste siempre haya sido el preferido de sus padres, incluso desde chicos. Con el tiempo, Ricardo se casó y sentó cabeza, mientras que el ejemplar Esteban, que parecía tan prometedor, fue retrocediendo y adoptó costumbres malsanas. No trabajaba, se hizo adicto al juego, y también al alcohol. Por eso, es probable que haya jugado hasta los pocos recursos de sus padres, los cuales hasta hace unos meses alcanzaban para sus gastos.

Clotilde y Remigio se calman de la terrible angustia vivida, aunque no pueden creer que su hijo idolatrado los haya abandonado como un estorbo, después de lo que hicieron por él toda su vida. Es cierto que últimamente lo veían empeorar a ojos vista, aunque lo atribuían a problemas que seguramente podrían solucionarse…

Antes de que partieran para la casa de Ricardo, la policía informa a éste que han encontrado el cadáver de Esteban a un costado del Riachuelo, en cercanías de la casa que alquilaban, asesinado en un probable ajuste de cuentas. De manera que siempre les quedará la duda de si Esteban realmente iba a abandonar a sus padres…

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