MI TÍA LUPE Y UN GRAN SÉQUITO DE VIEJECITOS MÁS

MI TÍA LUPE Y UN GRAN SÉQUITO DE VIEJECITOS MÁS

  María Guadalupe Buen-Abad Farfán de los Godos Ladrón de Guevara, fue la primera persona mayor, pasaba de los ochenta años de edad, a la que ya muy enferma, me tocó en suerte atender y cuidar siendo yo muy chico. Bueno, en realidad desde que nací había convivido diariamente con mi abuelito Domingo (Dominique Berho Berterretche). Aunque él por aquellos días afortunadamente gozaba de cabal salud e incluso iba todos los días, sin faltar ni uno solo, al Centro, a jugar dominó en el Casino Español de la Ciudad de México con su hermano mayor, Lorenzo y algunos amigos. Años después me pedía prestada mi bicicleta de carreras para irse a dar una vueltecita por ahí, mas no dejaba de ser otro viejecito por quien había que velar ya que no en pocas ocasiones nos llamaron por teléfono a casa porque se llegó a caer en la calle o en el metro. Una vez lo asaltaron y golpearon, afortunadamente no pasó de una lesión superficial en la cabeza y un buen chichón. Mi madre estaba verdaderamente infartada, además de indignada y yo que no me calentaba ni el sol, era un hombre a quien amaba y admiraba profundamente.

De mi tía Lupe yo sabía que ya estaba muy cascadita, que era de las mayores de sus trece hermanos y hermanas incluida mi abuelita materna a quien no conocí pues murió de un cáncer brutal en el hígado y páncreas así como de un fulminante paro cardíaco por una medicina indebidamente suministrada cuando mi mamá tenía once años de edad. El caso es que mi pobre tía había tenido un pleitazo de esos marca diablo, vayan ustedes a saber porqué mis muy apreciables lectores. Entiendo que en realidad por nimiedades, por un simple “quítame de ahí esas pajas” con una sobrina carnal suya, prima hermana de mi mamá, con quien vivía por aquellos lejanos ayeres y que tenía un verdadero genio de perros. Me refiero nada más y nada menos que a mi también muy querida tía Panfilona.

Mi mamá llamó de inmediato a una pequeña camioneta de mudanzas y se la trajo a la casa junto con su gran cama matrimonial de latón (ahora mía) y una cuántas chucherías y trebejos más a los que se aferraba con uñas y dientes. Viendo todo en retrospectiva, ahora comprendo que era una irremediable acumuladora compulsiva. Yo era muy chiquito, probablemente aún no había cumplido los tres años de edad, sin embargo tengo muy grabada la escena de su llegada y del gusto con el que se abalanzó sobre mi para levantarme por todo lo alto con sus largos brazos bien estirados hacia arriba y luego casi devorarme a besos.

¡En fin! Mi tía Lupe era muy alta, medía poco menos de 1,90 metros. Delgada, mejor dicho, espirifláutica, tanto, que se le veían y sentían los huesos sin trabajo alguno. Pálida como la última luna llena de octubre. Poseía una hermosa y larga cabellera blanca que mi mamá acostumbraba cepillarle y peinarle paciente, amorosa y constantemente. Era muy cariñosa conmigo, siempre lo había sido, situación que con frecuencia desencadenaba guerras de celos mi tía Consuelo, su hermana menor.

No todos mis hermanos corrieron la misma suerte que yo con ella, por razones de su ya incipiente demencia senil que se dejaría sentir cada vez más a pasos agigantados; a Ludovico, por ejemplo, no lo quería por que decía que no era de su sangre ya que al nacer le habían tenido que hacer tres transfusiones sanguíneas para salvarlo de la muerte. Además de que era un poco más peludo que un chango tití, tanto que cuando mi mamá le ponía talco en las nalguitas o en la espalda las tenía que frotar muy bien para que el polvo bajara pues se quedaba, como densa nube, flotando en los vellos. Me resultaba muy divertido ver eso.

A Lulusa tampoco la soportaba porque a pesar de ser muy tierna y encantadora, también era muy traviesa e inquieta y por si fuera poco, como es natural suponer, le gustaba jugar no solo con sus juguetes, sino con los de los demás hermanos incluidos los de Wiliberto, a quien por ser güerito, casi rubio y tener cara de angelito de esos de “yo no rompo ni un plato”, verdaderamente adoraba y sobreprotegía contra todos los demás en exceso. Llegando al grado de quitarles a escondidas todos sus juguetes a todos los hermanos para guardarlos bajo sus cobijas para su “güerito lindo”. A Leodegarda la quería bien por ser blanquita, bonita como muñeca de aparador y aparentemente tranquila. A 3,1416 no la conoció pues todavía no llegaba ni a proyecto.

No fue mucho tiempo el que anduvo caminando por toda la casa, especialmente por la cocina. Le encantaba cocinar y preparar todo tipo de dulces típicos mexicanos; limones rellenos de coco rallado, dulces de cajeta, peras en almíbar, higos azucarados, palanquetas de cacahuate o de pepita de calabaza (estos últimos, junto con los limones rallados, eran de mis favoritos), glorias, alegrías, jamoncillos y un sinfín de delicias más. ¡Ah! Y los suculentos dulces elaborados a base de nuez molida y leche condensada Nestlé bañados en azúcar, que literalmente hablando, me vuelven loco. 

Pero bien poco me duró el gusto de disfrutar de estas delicias, así como de su exquisita comida, por sencilla y casera que esta fuera porque más pronto que tarde cayó en cama y así habría de permanecer durante ocho largos y para ella muy pesados y delirantes años hasta el día de su muerte el veintinueve de marzo de mil novecientos setenta y uno. Momento en el que por cierto, también me enfrenté por vez primera con la muerte de un ser querido, cara a cara, de tú a tú. Nunca podré olvidar la lividez extrema de su alargado y encajado rostro, esos delgados labios, otrora suavemente rosados, y en ese momento más blancos, resecos, arrugados y descarapelados que una pared maltratada por el tiempo. Parecía la «encarnación viva” de la muerte.

En el ínter, ya estando yo un poco más crecido, me ocupaba de darle de comer en la boca. No podía dejarle el plato para que ella comiera por sí sola porque acto seguido, al menor descuido, metía la comida bajo sus sábanas y cobijas para decir que no le habíamos dado de comer obligándonos a cambiárselas de inmediato con las consecuentes dificultades para moverla y levantarla de la cama para poder hacerlo. Mi mamá carecía de recursos económicos para pagar enfermeras o cuidadoras así que era ella quien, con sumo cuidado y delicadeza, le curaba las llagas y escaras que constantemente le salían en la espalda y nalgas por tanto tiempo en la cama.  

Yo también estaba encargado de leerle en voz alta sus revistas de los Misioneros Combonianos del Sagrado Corazón de Jesús en el África que otra viejecita amiga suya, cuyo nombre no recuerdo, le llevaba los jueves de cada semana. Eso le gustaba muchísimo y nunca dejó de expresarme su cariño y agradecimiento por ello, ni siquiera en los días en los que estaba más ausente y extraviada. Su gesto me lo decía todo. 

Una vez se sintió con muchas fuerzas, y descalza, envuelta únicamente en su largo camisón de franela se salió de su cuarto, bajó las escaleras y finalmente salió a la calle. No había caminado más de unos tres metros cuando mi papá se la encontró y tras preguntarle con mucho cariño y respeto qué hacía y a dónde iba, la cargó en sus brazos cual si fuese una bebé recién nacida y la llevó directo hasta su cama. ¡Vaya susto! A partir de ese instante la puerta tuvo dos seguros que hasta ese momento a nadie se le había ocurrido instalar. Mi abuelito Domingo estaba muy extrañado, pues jamás en su vida, ni en su casa de Ascain, Francia, ni en México, habían tenido seguros las puertas pero comprendió bien la situación.

Cuando mi papá presionaba a mi mamá por la falta de paseos y espacios familiares, ella tomaba la decisión de alquilar una cabaña en lo que fuera el Centro Vacacional Oaxtepec, del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), en donde mis hermanos y papá podían disfrutar de sus albercas, hermosos jardines, teleférico, lago artificial y otros atractivos. Yo me quedaba a cuidar a mi tía Lupe y Abuelito. Él no era difícil de complacer, por las mañanas había que tenerle su jugo de naranja bien colado, café soluble, dos piezas de pan dulce (panquecitos de los semi envueltos en un papelito rojo de preferencia) y dos huevos tibios (eso sí, no le gustaba que quedaran ni completamente cocidos, ni crudos pero ya les tenía yo bien tomado el tiempo). Al medio día no comía en casa, sino en el Centro con mi tío Lorenzo quien era dos o tres años mayor que él. Por la noche solo tomaba su café, un panquecito y a veces se sentaba un rato en la sala a fumar su puro, casi por lo general no se lo terminaba y dejaba lo sobrante para la mañana siguiente. 

 Fueron años en los que, por angas o por mangas, estuvimos rodeados de muchos viejecitos, también estaba mi tía Consuelo, quien aún vivía con la tía Panfilona y a la que iba yo a visitar cuando menos una vez a la semana. Luego figuraba la tía Carmen Buen-Abad, prima hermana de mi mamá, de mi tía Panfilona y sobrina de mis tías Consuelo y Lupe. Ella se guisaba aparte porque había estado no sé si veinte o treinta años internada en el tristemente célebre Hospital Psiquiátrico de La Castañeda y sometida a constantes electrochoques en el cerebro además de vayan ustedes a saber qué otros “tratamientos” y “medicinas”. 

La tía Carmen visitaba a mi tía Lupe todos los lunes, además de estar pendiente de llevarle su comida y mesa de servicio, sin cuchillos ni objetos peligrosos, a la recámara de mi tía Lupe. Había que estar muy pendiente de que ninguno de mis hermanos se le fuera a acercar ni de chiripa. A las seis, o seis y media de la tarde, llegaba por ella mi tío Nicolás (Colacito). Otro santo varón del cuál nos manteníamos muy pendientes semana tras semana. Años más tarde, lo acompañé, junto con su tercera y última esposa, Manuelita, de ochenta y siete años, en sus últimos momentos de vida una madrugada tormentosa.

Por si todo este cocktail fuese poco, había que incluir también al tío Miguel, esposo separado de la Tía Panfilona. Dulce, gentil, finísimo y muy quijotesco anciano parapléjico del lado derecho del cuerpo, muy proclive a los infartos cardíacos que solía llegarnos a casa cada tres o cuatro meses con una estancia aproximada de veinte a cuarenta días. Con él teníamos que armarnos de una buena reserva de plátanos Tabasco pues cuando le amenazaba un infarto, con una agilidad y velocidad verdaderamente asombrosas los pelaba con una sola mano, la izquierda siendo el diestro de nacimiento, y se los engullía ante nuestras atónitas miradas. Una penca no le duraba dos minutos.

La casa era muy pequeña, y teníamos que hacer verdaderos malabares para darles correcto, adecuado y muy prioritario alojamiento a todos y cada uno de los viejecitos que nos llegaban. Siempre me tocó dormir todo chueco y patitorcido en un incomodísimo, viejo y duro sillón.

Actualmente Lulusa está en estado catatónico, bajo mis cuidados y responsabilidad desde hace quince años. Venturosamente tiene enfermeras las veinticuatro horas del día, así como neuroterapeuta y doctores pagados por su seguro. Mas tengo que mantenerme al pendiente de todo. FIN

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